Gus Van Sant cierra trilogía
El joven Gabe Nevins, protagonista de Paranoid Park
El estadounidense Gus Van Sant concluye con el estreno de hoy, Paranoid Park, una vanguardista "trilogía de la muerte" donde sus protagonistas caminan hacia la destrucción siendo metáforas de una sociedad vacía que no ofrece escapatoria.
Una vez terminados, Antonioni, llevó sus postulados estéticos un poco más lejos, estilizó las formas mediante un depurado semántico que dejaría el corpus dramático desnudo, despojado de todo elemento accesorio: El desierto rojo (1964) es pura esencia, un duro hueso donde ya cobraban forma las derivas narrativas y las geografías del abismo por las que se mueve el cine contemporáneo menos posmoderno y manierista.
Gus Van Sant, cuarenta años más tarde, contesta a la trilogía de Antonioni con su metonimia de la sociedad americana contemporánea con Gerry (2002), Elephant (2003) y Last Days (2005): coreografías de jóvenes fantasmas que caminan ralentizados y balbuceantes hacia una muerte violenta. La incomunicación ha escalado a un nivel donde no quedan vías de escape. El cine clásico está tan muerto y enterrado -algo que Psicosis (1998) ya había dejado claro- como el futuro de sus protagonistas: normal que se conozca a estas películas como la "trilogía de la muerte". Gracias a ellas, Van Sant, posiblemente se ha convertido en el cineasta estadounidense más importante de esta década. Sin dejar de ser cierto su cruce de referentes -de Béla Tarr a James Benning, de Philippe Garrel a Alan Clarke- sus películas han hecho avanzar el arte cinematográfico hacia un terreno donde el relato ha perdido todo su valor narrativo.
Iconos de vanguardia. Como dice el crítico Àngel Quintana, el realizador inaugura el "cine de la disolución, en el que progresivamente se desgajan todas las piezas de la dramaturgia tradicional". Paranoid Park (2007) sirve como coda a dicha trilogía. Aquí no se trata de jóvenes que caminan hacia la muerte sino de cómo la culpa desestructura la perspectiva del individuo, máxime si la muerte anda de por medio. El joven skater sobre el que el relato da vueltas en espiral, flota en espacios reconocibles como si se tratara de un mundo ajeno: su peregrinación no es inconcreta (Gerry) ni vagamente lineal (Last Days), es un recorrido que traspasa las fronteras del tiempo en una estructura narrativa que se contrae y se expande de forma repetitiva mientras va mostrando las huellas del camino. Sobre la conciencia del protagonista pesa la muerte accidental de un guardia de seguridad.
Van Sant no se detiene a mirar hacia atrás sino que vuelve arriesgarlo todo en una investigación formal que se pregunta tanto hacia dónde va el cine como la humanidad. El cineasta borra las (antipáticas) figuras paternas difuminándolas o apar- tándolas del plano invirtiendo toda su fuerza visual en unos momentos de aplastante belleza telúrica subrayados por un espectro musical que abarca desde el Nino Rota de Giulietta de los espíritus (1965) al frágil folk de Elliott Smith que acompaña las, ya icónicas, imágenes en Súper 8 de los skaters que deslizan su vida por Paranoid Park. Imágenes indisolubles de este principio de siglo.