Ridley Scott y el síndrome de Prometeo
Ridley Scott parece dispuesto a demostrar que sigue siendo un gran cineasta. Su tercer filme de ciencia-ficción, que se estrena el 3 de agosto, es un caso singular en el mundo de las franquicias de Hollywood.
27 julio, 2012 02:00Era difícil imaginar al director de Gladiator regresando al universo oscuro y viscoso de Alien, el octavo pasajero, pero con la ambiciosa y visualmente fascinante Prometheus, Ridley Scott parece dispuesto a demostrar que sigue siendo un gran cineasta. Su tercer filme de ciencia-ficción, que se estrena el próximo 3 de agosto, es un caso singular en el mundo de las franquicias de Hollywood.
El 20 de julio fue El caballero oscuro: la leyenda renace. El 3 de agosto es Prometheus. Y las dos, sí, comparten el honor promocional de ser las películas más esperadas del año, igual que lo han sido Los vengadores y The Amazing Spiderman o lo será El hobbit cuando se estrene en diciembre. Las dos superproducciones -qué digo, las cinco- son asimismo franquicias, regresos y requiebros a mundos y mitologías y criaturas que han sido triturados y resucitados, entendidos y malinterpretados, sublimados y deformados hasta la saciedad. Esto nos debería hacer pensar sobre tantas endemias que afectan al estado creativo de Hollywood, pero que a fin de cuentas mantienen su balance financiero global en preclaro equilibrio, si bien el caso de Ridley Scott hay que considerarlo de un modo algo particular.¿Por qué? Al margen de que para su artífice Prometheus se relaciona con la ‘saga Alien' de un modo tangencial -no es secuela, ni precuela, ni remake, ni actualización-, conviene señalar que Ridley Scott desde luego emprende un largo y ambicioso trayecto de regreso al origen metafísico de todo su imaginario. El épico, hermoso prólogo de Prometheus -cuya melancolía primaria es equiparable a la del epílogo de I. A. Inteligencia Artificial (Steven Spielberg, 2001)- viaja al punto cero del relato fundacional de todo aquello que ya se contara en la película de 1979 y las secuelas de Cameron (1986), Fincher (1992) y Jeunet (1997), y lo hace con la intención "de abrir nuevas puertas" a la mitología extraterrestre de la saga, concederle otras posibilidades, en cierto modo, anular para reanudar. La lectura del cahierista Jean-Michel Frodon, tan pegada al cine como fenómeno autoral, es que el director de Alien, el octavo pasajero -verdadero filme de autor con código genético de industria- se "reapropia" treinta años después del universo que domesticó para articular un discurso sobre el sentido de la propiedad creativa en el rígido sistema de estudios.
Podemos convenir que, al menos en términos poéticos, Alien -la saga y el bicho inmundo- es más de Ridley Scott que de Fox (aunque fuera un encargo), y pareciera que Prometheus, desde su libre transgresión, se empeña a su modo en demostrarlo. En este sentido, el tercer largometraje de ciencia-ficción que dirige el director británico se propone dar respuesta no sólo al origen de la saga, sino al de la Humanidad, y para ello otorga cuerpo y alma al titán griego Prometeo, el que robó el fuego a Zeus para equipararse con los dioses, episodio mitológico desde luego familiar para el autor de Blade Runner (1982). El contenido del filme toma así el cuerpo de su continente, el interior de la historia se espeja en su exterior, pues la película de un creador investigando los orígenes de su creación -que inevitablemente se rebela contra él- no deja de ser exactamente el mismo relato que, entre la reflexión filosófica y el furioso cine de atracciones, anida en las memorables imágenes de Prometheus.
La exploración comienza en unas cuevas de arte rupestre en Escocia, donde la científica Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) y su compañero Charlie (Logan Marshall-Green) encuentran mensajes ocultos sobre el origen de la especie humana. Corre el año 2093, y su descubrimiento les embarca en un viaje intergaláctico financiado por el multimillonario Peter Weyland (un irreconocible Guy Pearce), cuya hija Meredith (Charlize Theron) lleva los designios de la nave Prometheus, comandada por el Capitán Janek (Idris Elba). Entre la tripulación, como en Alien, el octavo pasajero, convive un robot de creación y aspecto humanos, David (Michael Fassbender), que quiere parecerse a Peter O'Toole en Lawrence de Arabia y desde el primer momento sabemos que adquirirá un protagonismo relevante en el desarrollo de los acontecimientos. Es el personaje con más recovecos psicológicos en una película que apenas concede humanidad a sus criaturas, retratadas cual oficiantes de una liturgia filosófica en busca de respuestas imposibles, a quienes incluso se les niega la posibilidad del drama.
Factores diferenciales
La perpetua amenaza, oscura y viscosa, era el factor diferencial de Alien, el octavo pasajero, un elemento hitchcockiano colándose en un relato de ciencia-ficción que, junto a su inclemente violencia, también oscura y viscosa, convirtió la película en un clásico instantáneo. Aunque el tono y las intenciones sean esta vez otros, no desaprovecha Ridley Scott la oportunidad de hacerse eco de algunos de los grandes momentos de su segundo largometraje. El protagonismo femenino de la Ripley interpretada por una jovencísima Sigourney Weaver, que subvirtió los heroísmos masculinos predominantes hasta entonces en el cine de acción, se duplica en las figuras de Meredith y Elizabeth, sobre todo en la última, en cuyo cuerpo filma el director de Thelma & Louise (1991) una reescritura ampliada -casi caricaturizada, si no fuera por el desasosiego que genera- de la secuencia más impactante de todos los Alien: el bicho gelatinoso perforando el pecho de un hombre para salir al exterior. La poética gore, que en Prometheus ya es una obligación, se abría paso así en una ciencia-ficción moderna más cercana al intelecto y al espíritu -2001 de Kubrick, Solaris de Tarkovsky- que a los traumas y transgresiones de la carne.
De un modo u otro, todos los conflictos que se activan entre los personajes, una vez que la tripulación aterriza en el planeta-madriguera alienígena, no dejan de ofrecerse como variantes en torno a los fundamentos del Creacionismo. El discurso de fondo de la película no sólo echa por tierra toda teoría evolutiva, también deconstruye las viejas tensiones entre ciencia y fe, nuestras ideas sobre Dios, la religión, la vida, la muerte, la paternidad y Darwin. En apariencia, son altas y épicas y serias las ambiciones de Prometheus, aunque es imposible no sustraerse de su intención irónica, casi cómica, que aunque sumergida, claramente está ahí. Una vez planteadas las preguntas, el filme elude y esconde las respuestas, y no puede evitar girar hacia lo mundano. Sin embargo, el ensamblaje tecno-estético de Prometheus, con un 3D muy eficaz y con el esfuerzo añadido de filmar prácticamente sin cromas, resulta aún más fascinante que el de la primera entrega de Alien. Aunque mucho más relajado frente a los estallidos de pirotecnia de su compatriota Christopher Nolan -dos británicos de talento conservador en la sala de máquinas de Hollywood-, también Scott echa mano de la testosterona, del ruido y la tecnocracia digital.
A medida que el director de la muy sobrevalorada Gladiator suma películas a su filmografía -74 años, 20 largometrajes-, en una curva descendente desde hace dos décadas -cuando dirigió la nefasta 1492, la conquista del paraíso-, no faltan motivos para volcar más sacos de arena sobre el ataúd de su prestigio, aquel que le concedieron tres obras maestras primerizas como Los duelistas, Alien, el octavo pasajero y Blade Runner, tan visionarias a su modo. Su tragedia como realizador no es solo que pusiera el listón muy alto demasiado pronto, sino más bien la del publicista que devora al cineasta que algún día tuvo dentro. Pero hay en Prometheus suficientes entusiasmos y desafíos como para prestarles interés, que anuncian una suerte de reencuentro del director con la naturaleza de su oficio. Ridley Scott obviamente disfruta regresando al universo Alien, no se comporta como el burócrata del cine que realizó El reino de los cielos (2005), American Gangster (2007) o Robin Hood (2010), sino como un verdadero demiurgo de universos y mitologías. Uno de sus proyectos anunciados para el futuro cercano, el sorprendente regreso a Blade Runner, no hace más que reforzar la idea de un director con síndrome de Prometeo que, en los umbrales del ocaso, vuelve a sus orígenes en busca de ese misterio que un día perdió en el camino.
Trenes chiflados, Bourne y un burdel parisino
Agosto es supuestamente el mes de los blockbusters veraniegos, que este año parecen copados por el último Batman y el último Alien, pero las pantallas españolas también acogerán otras propuestas de muy distinta naturaleza. Por ejemplo, el regreso de los autores de Persépolis, Marjane Satrapi y Vicent Paonnaud, que con Pollo con ciruelas (3 de agosto) abandonan el mundo de la animación con el que tanto éxito cosecharon para relatar la historia de amor y genio de un famoso músico en Teherán. La cuota de comedia vendrá de la mano de los hermanos Farrelly, quienes con Los tres chiflados (17 de agosto) siguen dando rienda suelta a las diversas formas de idiocracia mediante el 'remake' de un clásico del género, mientras que el humor y la música de los ochenta se citarán en Rock of Ages (10 de agosto), de Adam Shankman, adaptación del exitoso musical de Broadway protagonizada por Tom Cruise. Aunque su aventura cosmopolita parecía definitivamente clausurada con el fin de la trilogía, el espía más fascinante del siglo XXI, Jason Bourne, regresa con una cuarta entrega, El legado Bourne (15 de agosto), dirigida por Tony Gilroy, y también de Estados Unidos podrá verse el segundo largometraje dirigido por la actriz Sarah Polley, Take this Waltz (31 de agosto). Con la alemana In Darkness (10 de agosto), la polaca Agnieszka Holland (directora de varios capítulos de The Killing), relata una crónica de supervivencia en los guetos judíos de la Polonia ocupada por los nazis, si bien el mejor cine europeo en llegar a salas este verano será L'Apollonide, fascinante inmersión de Bertrand Bonello en un burdel parisino entre finales del XIX y principios del XX. El cine asiático nos depara las creaciones de dos clásicos contemporáneos: el prolífico, excesivo director nipón Takashi Miike y su épica samurái Hara-Kiri (17 de agosto), en probablemente su película más contenida y formal, y el chino Zhang Yimou, quien con Amor bajo el espino blanco (31 de agosto) dejó en suspenso las superproducciones ‘wuxia' para filmar un apasionado romance rural en el contexto de la Revolución Cultural China.