Image: América, de Kafka

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Teatro

América, de Kafka

Mauricio Scaparro lleva al Romea de Barcelona el clásico de Kafka

3 octubre, 2001 02:00

Esta obra, América, de Franz Kafka, que Maurizio Scaparro está poniendo en pie sobre un escenario es de un raro optimismo; raro viniendo, sobre todo, de quien viene: el autor posiblemente más sombrío del siglo XX. Sin embargo, concuerda bastante con el espíritu mediterráneo de Maurizio Scaparro, uno de los directores italianos que más ha arraigado en España. Posiblemente el que más, a través de su relación con los fastos teatrales de la Expo’92. Y en especial, de su apasionada relación con el Quijote cervantino.

Algo tiene América de El proceso o de El castillo, algo del oscuro y subterráneo mundo kafkiano. Pese a lo cual, resulta insólito que el protagonista, Karl, llegue a América en busca de la justicia y de la libertad: como si Franz Kafka creyese que esas abstracciones pudieran existir en alguna parte. Contra todo pronóstico, Karl encuentra en América "El gran teatro de Oklahoma" que viene a ser como el paraíso.

Movimientos de ruptura

Esa no es la visión que transmite la parte más significativa del teatro norteamericano, cuyos inicios y fundamentos se atribuyen a Eugene O’Neill. Quizá porque en Norteamérica, a lo largo del siglo XX, el teatro se incorpora a la vida y a la cultura de las gentes, se producen en la escena movimientos de ruptura. Norteamérica no es sólo el music hall o las piezas de evasión de un Broadway; es la tragedia y el drama con fuerte carga de ideología. Este compromiso con el pensamiento y las actitudes más avanzadas de una sociedad emergente se apoya, estéticamente, en una incontenible intención investigadora y renovadora del arte escénico. En el dinámico teatro norteamericano se alternan dos visiones de América: la idílica y la áspera y deshumanizada. América no es sólo los brillos y las lentejuelas de Hollywood y de una parte de Broadway; es, también, la América multirracial, la del macartismo que sucedió a la "liberación de Europa del comunismo", la que metaforizó con culpable conciencia Elia Kazan en La ley del silencio. La misma América que Arthur Miller estigmatizó en Las brujas de Salem. Las bases de este teatro, incluidos autores más recientes como Sam Shepard o David Mamet, las han venido apuntalando el sentido trágico de O’Neill y el optimismo democrático de Thornton Wilder. A ellos se debe la idea de que el teatro es un factor de concienciación.

Por mucho que Wilder -Nuestra ciudad- trate de practicar cierta higiene de optimista costumbrismo, no puede evitar decir que "aquí nos gusta conocer la realidad de cada uno". Esa conciencia crítica, asentada ya en el primer tercio del siglo XX, influye en los dramaturgos más universales de América: Arthur Miller, Tennessee Williams, Edward Albee, Mamet... Esa conciencia ética es la que da entrada en escena a la tribu antisistema de los marginados. Además de los citados O’Neill y Wilder, hubo otros cuya fama no ha perdurado con idéntica solidez. La heterodoxia política está presente en Elmer Rice, que considera el teatro un catalizador de creencias. Rice (American Landscape) se pone del lado del hombre-víctima, como lo hace Miller en La muerte de un viajante. La vena anarquista de Maxwell Anderson le empujaría a ocuparse de Sacco y Vanzetti, obra prohibida porque la censura la consideraba "traidora y anarquista".

Posiciones conservadoras

El optimismo democrático ya aludido respecto a Wilder, empujó a Anderson a posiciones conservadoras y a abdicar de un antimilitarismo cuya corrupción sacó a la luz Arthur Miller en Todos eran mis hijos. Parece que las teorías "democráticas" de Anderson se las hubiesen apropiado en la actualidad los halcones de la guerra: "Cuando peligra la paz y la democracia en el mundo, EEUU no puede quedarse al margen". Clifford Odets es el portaestandarte de la aplicación de la revolución social a la escena con un lenguaje más alto y estilizado que el realismo oficial por entonces de comunistas y capitalistas. En la URSS, Lenin llama a ese arte de revolución en lo artístico, "decadencia burguesa". En EEUU se lo llamó "decadencia comunista". Se ponían las bases para no pocas confinaciones en el gulag estalinista; y de la paranoica caza de brujas del Comité de Actividades Antiamericanas. Podría decirse que, frente al limbo del "sueño americano", hay reunido en el teatro de todo el siglo pasado en EEUU un apasionado, y en ocasiones escéptico, reflejo de las "pesadillas americanas".