Javier Gomá, Ernesto Caballero y Fernando Cayo en el escenario del María Guerrero
Javier Gomá reconoció su dolor en el de Pleberio, cuando al final de
La Celestina pronuncia su desgarrado planto: “Que cuanto más busco consuelos, menos razón hallo para me consolar”. Le ocurrió en el Teatro Español, donde vio
Ojos de agua, la versión del clásico firmada por los ronlaleros Yayo Cáceres y Álvaro Tato. Allí el padre de Melibea expresaba su lamento ante el cadáver de su hija, que acababa de suicidarse. El sufrimiento de Gomá se debía, en cambio, a la reciente muerte de su padre, que
le empujó a escribir su propia oración fúnebre, Inconsolable, donde combina claves de la tragedia (vocación intemporal y universal) y de la comedia (humor y mundanidad). Por una serie de azares y gracias ese monólogo luctuoso (pero luminoso) también resonará sobre las tablas de un teatro, las del María Guerrero, a partir del día 28 de junio. Fernando Cayo le dará carne y voz en un límpido montaje de Ernesto Caballero.
Gomá llevaba mucho tiempo queriendo escribir directamente para la escena. “Concibo la filosofía como una emoción análoga a la poesía y al teatro”, explica a El Cultural en el María Guerrero, flanqueado por Caballero y Cayo, con los que, dice, ha creado unos lazos de “complicidad extrema” estos meses. “En mi escritura siempre ha estado el deseo de hacer filosofía dicha y con esa vocación he escrito mis ensayos. Es algo que de hecho he sometido a prueba. Como cuando José Luis Gómez leyó algunos de mis microensayos en la presentación de
Razón: portería. Comprobé entonces que mi prosa no sólo resistía sino que se engalanaba”. El sacudimiento “cósmico” provocado por la pérdida paterna fue el impulso definitivo para consumar esa intención.
Conmoción a todos los niveles
Inconsolable contó con un aliado para su difusión: El Mundo. Su exdirector Pedro García Cuartango decidió concederle siete páginas y llamada en portada. “Sin percha”, apunta Gomá, ensalzando su atrevimiento. Caballero lo leyó y de inmediato sintió el deseo de incluirlo en la programación del CDN.
“Me removió a todos los niveles”, confiesa. “Además, encontré un gran potencial escénico”. Ambos iniciaron un entusiasta intercambio de mails, afinando ideas y vislumbrando detalles de una producción que, a modo de coda, cerraría la temporada del teatro madrileño. Uno de esos detalles estuvo claro desde el principio: Fernando Cayo interpretaría al Hijo, que es el arquetipo que Gomá ha construido a partir de su propia experiencia. “Ya trabajé con él en
Rinoceronte y constaté que tiene todas las cualidades que debe tener un actor”, señala Caballero. “Primero: sabe lo que tiene que contar y cómo contarlo. Segundo: tiene un amplísimo registro que transita desde el drama casi metafísico hasta la comedia ligera, gracias a su autoironía y ligereza. Y tercero: es capaz de llevar al cuerpo las ideas, algo dificilísimo. Además, con él sé que puedo equivocarme: es perfectamente consciente de mi manera de trabajar sin ideas preconcebidas, jugando al ensayo y error. Bueno, dicho esto espero que ahora no se produzca el fenómeno del pez globo que se da con muchos actores cuando los elogias”, bromea Caballero.
Cayo toma la palabra tras las risas: “Cuando me mandó el texto Ernesto y lo leí, tuve la sensación de que Javier estaba contando mi historia.
La gran y suprema virtud de Inconsolable es su potencia universal que nos llega a todos por la sensibilidad, la profundidad y la precisión con la que ha analizado la muerte de su padre. Su recorrido me ha hecho retomar mi propio duelo porque yo perdí a mis padres hace unos años. Leyendo recordé una ensoñación en la que abría el joyero donde mi madre guardaba recuerdos familiares. Aquello me hizo concluir que su memoria era un tesoro que debía custodiar y volver a legar a los míos. Después de tocar fondo, se abría así una puerta a la luz”. Esa progresión desde el abatimiento al impulso vital de mejorarse a uno mismo para dar ejemplo a sus hijos es el mismo que plantea
Inconsolable.
Gomá reconstruye su redención a lo largo de la cuarentena que sucedió al fallecimiento inesperado de su padre: a sus 85 años tenía múltiples achaques pero nada hacía presagiar un desenlace inmediato. Lo hace huyendo de lo que él llama la literatura maleducada. O sea, la autoficción que incurre en el desnudo integral. “La pasión, la seducción y la fascinación han estado asociadas en los últimos tres siglos a un exhibicionismo emocional que implica una bárbara afirmación de uno mismo y un desprecio hacia los demás.
No es necesario entrar en la menudencia, basta con mostrar la herida. La verdad es que no he tenido que estar haciendo ningún cálculo para establecer los límites. No es que deseara contar ciertas cosas y el pudor me haya reprimido. Desde que la concebí, he tenido gran seguridad porque me ha guiado un intenso sentimiento. Sabía que si permanecía fiel a él encontraría eco en los demás”.
Caballero
ha querido plasmar esa pretensión universal en una puesta en escena abstracta, ajena a cualquier naturalismo y conectada con la veta de la tragedia clásica española, en particular con Calderón y
La vida es sueño. “El motor de mi trabajo es la frase de Segismundo: ‘Sólo quisiera saber para apurar mis desvelos'. Es la misma ansia de encontrar un resquicio de certeza del Hijo. Su búsqueda universal debe trascender el marco descriptivo cotidiano. En el escenario sólo hay una tarima y un sillón cargado de simbolismos. No hay panelería que la enmarque. El protagonista es arrojado al vacío que supone la ausencia del padre. Su empeño por darse respuestas le convierte en un héroe pero también en su ser patético por momentos, porque trata de explicarse lo inexplicable, de racionalizar lo irracional”.
La muerte le sume en un abisal desconcierto porque pierde la referencia más sólida, la más idealizada. Gomá veía en su padre al héroe clásico que venció al dragón de aliento sulfuroso y que con su victoria impuso un orden en mitad del caos. “Los padres, antes de que uno pueda decir la palabra yo, antes de que tu subjetividad sea reconocible, ya han moldeado tu identidad”, explica el autor de la
Tetralogía de la ejemplaridad, cuyas conclusiones permean en
Inconsolable. Es un proceso que acontece en la infancia, claro, el territorio en el que el niño configura su visión del mundo a partir de mitos, siendo sus padres los más influyentes. “Esta situación es equiparable a la época anterior al logos y la ciencia”, continúa. “La desaparición de esas figuras te devuelven de repente al caos previo al orden que ellos fundaron. Es un acontecimiento prerracional, precientífico, que te conecta con fuentes de energía que estaban a la espalda de tu conciencia”.
Para esa angustiosa sensación, además, no hay remedio posible. “El tiempo no cura, sólo distrae”, apunta el Hijo en uno de los momentos de mayor desolación, cuando duda de que algún día pueda iniciar la remontada anímica. Pero no es un mensaje pesimista el que destila
Inconsolable.
Gomá, a través de su protagonista, afirma que no está hecho para las depresiones perennes. La necesidad de cortesía hacia los que le rodean, su deseo de no anegarles con sus lágrimas y lamentos, le empuja a ir recomponiendo su entereza.
Catarsis, elevación y ejemplo
La muerte de un padre, por difícil que parezca, tiene sus efectos ‘positivos'. O mejor dicho: edificantes.
La catarsis auténtica sólo sobreviene experimentando el dolor en carne propia. Explica Gomá (perdón, el Hijo) la elevación que siente pasado el duelo: como si subiera a la cumbre de una montaña o a la azotea del edificio más alto de la ciudad. Arriba las miserias mundanas le resbalan. “Recuerda a cuando miras por la ventanilla de un avión, observas la inmensidad del planeta y constatas qué ridículo es estar preocupado por tu declaración de la renta”. El otro gran efecto benéfico es que de pronto se ve urgido a construir una imagen valiosa de sí mismo. Toma conciencia nítida de que depende sólo de él que esta pueda ser un lastre para los que le sobreviven o, como dice en su vitalista exhortación final, “una invitación a una vida digna y bella”.