Julián Marías, el trasterrado en su patria
En 1931, renunciando a su inclinación inicial por los estudios de ciencias, Julián Marías (Valladolid, 1914-Madrid, 2005) se matriculó en la facultad de filosofía y letras de Madrid, en un momento en el que la universidad española conocía uno de sus períodos de mayor esplendor intelectual y en el que también la filosofía española vivía la que sin duda ha sido su época más brillante a lo largo de todo el siglo XX. Allí enseñaban Manuel García Morente, Xavier Zubiri y José Gaos, orteguianos de primera hornada, a los que pronto se sumarían otros como María Zambrano, Eugenio Imaz, Paulino Garagorri, o el propio Marías. Cercano asimismo a Julián Besteiro y enrolado en las filas republicanas, Marías no siguió el camino del exilio, como Gaos, Zambrano o el propio Ortega, al término de la contienda.
Tampoco disfrutó de las indulgencias que el régimen franquista dispensó al espiritualismo cristiano de Zubiri o a la conversión al catolicismo de García Morente. Su actitud genuinamente liberal, en aquel entonces comprometida con la causa de la República, su coherencia personal al seguir reclamándose orteguiano y tratar de conjugar el raciovitalismo del maestro con su propio y sincero cristianismo, lo situaban en tierra de nadie, testigo ejemplar de la fractura histórica acontecida.
Sufrió desde entonces algunas de las diversas formas de represalia que tod régimen autoritario dispensa a quienes discrepan o reclaman el derecho a expresar libremente su opinión. Primero fue la cárcel, la purga, y luego las dificultades para publicar o el rechazo injustificado de su tesis doctoral -cuando ya Marías acababa de publicar, un año antes, una obra tan destacada como su Historia de la Filosofía (1941). El franquismo lo mantuvo apartado siempre de la universidad y de la cultura oficial. Julián Marías, el transterrado en su propia tierra, siguió sin embargo apostando con entereza, tal vez, incluso, con obstinación, por el camino de la razón abierto por Ortega.
Año tras año, de 1947 a 1949, se suceden sus libros Introducción a la filosofía, La filosofía española actual, Ortega y la idea de la razón vital y El método histórico de las generaciones. No puede profesar desde la cátedra, pero ejerce su enseñanza con una escritura y unas ideas que saben bien distintas en un medio intelectual asfixiado por el más rancio escolasticismo. Entretanto, Ortega vuelve a España y funda con él el Instituto de Humanidades. Aun así, el veto persiste en la Universidad española, impidiéndole acceder a la cátedra de Metafísica que aquél había dejado vacante.
En la década de los cincuenta, Marías sale esporádicamente de España, para impartir clases y conferencias en numerosas universidades extranjeras, pasando largas temporadas como profesor invitado en EEUU (New Haven Yale, Harvard). A su regreso, sólo tímidamente se abren ciertos resquicios y el pensador comienza a publicar algunos artículos en la prensa diaria, donde vuelve a poner de manifiesto su recto entendimiento del patrimonio legado por Ortega, tal como éste lo precisaba: “Yo soy yo y mi circunstancia. Esta expresión que aparece en mi primer libro y que condensa mi pensamiento filosófico, no significa sólo la doctrina que mi obra expone y propone, sino que mi obra es un caso ejecutivo de la propia filosofía”.
Vida y obra de Julián Marías son, ciertamente, un caso ejecutivo de esa razón vital, circunstanciada, consciente de su necesidad de ejercerse en tensión con el propio tiempo histórico. Aranguren dijo de él que era “el discípulo por definición de Ortega”. Otros, en tono más displicente, dijeron que era su intérprete oficial. Con todo el orgullo del hombre tranquilo que siempre fue, Julián Marías quiso asumir esa condición discipular sobre todo por vocación y por circunstancia. Sistematizó muchos aspectos del pensamiento orteguiano en obras como Antropología metafísica (1970) o la más reciente Razón de la filosofía (1993). Pero sobre todo mantuvo viva cuanto pudo la llama intelectual más ejecutiva y eficiente prendida por su maestro, ésa capaz de llegar a un público más amplio y tocar temas más concretos y cercanos mediante una escritura trufada de claridad y pulcritud. El retorno de Marías a la Tercera de ABC, ocupándose de temas de actualidad de variada índole, sus inteligentes críticas cinematográficas -más jugosas e interesantes muchas veces que las propias películas por él ponderadas- constituyeron otros tantos ejemplos de ese descenso del filósofo a la plaza pública preconizado por Ortega.
El final del franquismo, la transición y el primer régimen democrático intentaron reparar mínimamente el olvido anterior con algunos reconocimientos: fue nombrado miembro de la Real Academia Española, Senador por designación real y Presidente de la Fundación de Estudios Sociológicos, y más tarde pasó a ocupar la Cátedra honorífica “José Ortega y Gasset de Filosofía Española” de la UNED. En 1996, por último, obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Cabe pensar, no obstante, que fue en el medio de la escritura periodística y en su prolongación a través de ensayos y trabajos que volvían a retomar “el tema de nuestro tiempo” -el de la pluralidad de las Españas en su España inteligible (1985), el de la conformación de una pedagogía cívica a la altura del presente democrático, en La libertad en juego (1986) o en La educación sentimental (1992)- donde Marías halló la mayor satisfacción, el indicio de que su tarea, en gran medida de resistencia, no había sido en balde.
La España oficial que vino después, desmemoriada y poco dada a reconocer a las voces independientes, no hizo sino evidenciar aún más el lado trágico de una empresa sacrificada a la conservación de un legado. Con el declive del orteguismo en el horizonte filosófico de la España democrática, también Julián Marías fue relegado al desván del pasado. Quien por tanto tiempo había permanecido fiel a sus amores y desvelos -España, Ortega, Dolores Franco Manera, su mujer- sabía que el yo y su circunstancia se iban quebrando. A la muerte de su esposa, con versos lorquianos, declaró Marías: “con ella desapareció mi proyecto vital de tantos años, lo que le había dado su sentido. Y yo ya no soy yo ni mi casa es ya mi casa”. Desde entonces, añadiría poco más tarde, “sólo soy un superviviente”. Lo había sido desde mucho antes, en el naufragio de la cultura y la civilidad española.