Image: Cuentos de película

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Letras

Cuentos de película

por Julio Cortázar

12 julio, 2007 02:00

Julio Cortázar

RBA, Barcelona, 2007

Inspirador con sus relatos de numerosas adaptaciones cinematográficoas, el argentino Julio Cortázar tuvo especial suerte con el resultado de las versiones en la gran pantalla de sus obras. RBA ofrece ahora una compilación muy veraniega de cuatro de ellos, llevados al cine por maestros como Chabrol o Antonioni. Los cuatro versan de amor, de ese peculiar canto a la pasión cortazariano que nunca resulta ser lo que parece.

Los buenos servicios
A Marta Mosquera, que me habló en París de madame Francinet

Desde hace un tiempo me cuesta encender el fuego. Los fósforos no son como los de antes, ahora hay que ponerlos cabeza abajo y esperar a que la llama tome fuerza; la leña viene húmeda, y por más que le recomiendo a Frédéric que me traiga troncos secos, siempre huelen a mojado y prenden mal. Desde que me empezaron a temblar las manos todo me cuesta mucho más. Antes yo tendía una cama en dos segundos, y las sábanas quedaban como recién planchadas. Ahora tengo que dar vueltas y más vueltas alrededor de la cama, y madame Beauchamp se enoja y dice que si me paga por hora es para que no pierda tiempo alisando un pliegue aquí y otro allá. Todo porque me tiemblan las manos, y porque las sábanas de ahora no son como las de antes, tan firmes y gruesas. El doctor Lebrun ha dicho que no tengo nada, solamente hay que cuidarse mucho, no tomar frío y acostarse temprano. "¿Y ese vaso de vino cada tanto, eh, madame Francinet? Sería mejor que lo suprimiéramos, y también el pernod a mediodía". El doctor Lebrun es un médico joven, con ideas muy buenas para los jóvenes. En mi tiempo nadie hubiera creído que el vino era malo. Y después que yo nunca bebo lo que se llama beber, como la Germaine, la del tercero, o ese bruto de Félix, el carpintero. No sé por qué ahora me acuerdo del pobre monsieur Bébé, la noche en que me hizo beber una copa de whisky. ¡Monsieur Bébé! ¡Monsieur Bébé! En la cocina del departamento de madame Rosay, la noche de la fiesta. Yo salía mucho, entonces, todavía andaba de casa en casa, trabajando por horas. En lo de monsieur Renfeld, en lo de las hermanas que enseñaban piano y violín, en tantas casas, todas muy bien. Ahora apenas puedo ir tres veces por semana a lo de madame Beauchamp, y me parece que no durará mucho. Me tiemblan tanto las manos, y madame Beauchamp se enoja conmigo. Ahora ya no me recomendaría a madame Rosay, y madame Rosay no vendría a buscarme, ahora monsieur Bébé no se encontraría conmigo en la cocina. No, sobre todo monsieur Bébé.

Cuando madame Rosay vino a casa ya era tarde, y no se quedó más que un momento. En realidad mi casa es una sola pieza, pero como dentro tengo la cocina y lo que sobró de los muebles cuando murió Georges y hubo que vender todo, me parece que tengo derecho a llamarla mi casa. De todos modos hay tres sillas, y madame Rosay se quitó los guantes, se sentó y dijo que la pieza era pequeña pero simpática. Yo no me sentía impresionada por madame Rosay, aunque me hubiera gustado estar mejor vestida. Me tomó de sorpresa, y tenía puesta la falda verde que me habían regalado en lo de las hermanas. Madame Rosay no miraba nada, quiero decir que miraba y desviaba la vista en seguida, como para despegarse de lo que había mirado. Tenía la nariz un poco fruncida; a lo mejor le molestaba el olor a cebollas (me gustan mucho las cebollas) o el pis del pobre Minouche. Pero yo estaba contenta de que madame Rosay hubiera venido, y se lo dije.

-Ah, sí, madame Francinet. También yo me alegro de haberla encontrado, porque estoy tan ocupada... -fruncía la nariz como si las ocupaciones olieran mal-. Quiero pedirle que... Es decir, madame Beauchamp pensó que quizá usted dispondría de la noche del domingo.

-Pues naturalmente -dije yo-. ¿Qué puedo hacer el domingo, después de ir a misa? Entro un rato en lo de Gustave, y...

-Sí, claro -dijo madame Rosay-. Si usted está libre el domingo, quisiera que me ayudara en casa. Daremos una fiesta.

-¿Una fiesta? Mis felicitaciones, madame Rosay.

Pero a madame Rosay no pareció gustarle esto, y se levantó de golpe.

-Usted ayudaría en la cocina, habrá tanto que hacer. Si puede ir a las siete, mi mayordomo le explicará lo necesario.

-Naturalmente, madame Rosay.

-ésta es mi dirección -dijo madame Rosay, y me dio una tarjeta color crema-. ¿Estará bien con quinientos francos?

-Quinientos francos.

-Digamos seiscientos. A medianoche quedará libre, y tendrá tiempo de alcanzar el último métro. Madame Beauchamp me ha dicho que usted es de confianza.

-¡Oh, madame Rosay!

Cuando se fue estuve por reírme al pensar que casi le había ofrecido una taza de té (hubiera tenido que buscar alguna que no estuviera desportillada). A veces no me doy cuenta con quién estoy hablando. Sólo cuando voy a casa de una señora me contengo y hablo como una criada. Debe ser porque en mi casa no soy criada de nadie, o porque me parece que todavía vivo en nuestro pabelloncito de tres piezas, cuando Georges y yo trabajábamos en la fábrica y no pasábamos necesidad. A lo mejor es porque a fuerza de retar al pobre Minouche, que hace pis debajo de la cocina, me parece que yo también soy una señora como madame Rosay.

Cuando iba a entrar en la casa, por poco se me sale el tacón de un zapato. Dije en seguida: "Buena suerte quiero verte y quererte, diablo aléjate". Y toqué el timbre.

Salió un señor de patillas grises como en el teatro, y me dijo que pasara. Era un departamento grandísimo que olía a cera de pisos. El señor de patillas era el mayordomo y olía a benjuí.

-En fin -dijo, y se apuró a hacerme seguir por un corredor que llevaba a las habitaciones de servicio-. Para otra vez llamará a la puerta de la izquierda.

-Madame Rosay no me había dicho nada.

-La señora no está para pensar en esas cosas. Alice, ésta es madame Francinet. Le dará usted uno de sus delantales.

Alice me llevó a su cuarto, más allá de la cocina (y qué cocina) y me dio un delantal demasiado grande. Parece que madame Rosay le había encargado que me explicara todo, pero al principio lo de los perros me pareció un error y me quedé mirando a Alice, la verruga que tenía Alice debajo de la nariz. Al pasar por la cocina todo lo que había podido ver era tan lujoso y reluciente que la sola idea de estar ahí esa noche, limpiando cosas de cristal y preparando las bandejas con las golosinas que se comen en esas casas, me pareció mejor que ir a cualquier teatro o al campo. A lo mejor fue por eso que al principio no entendí bien lo de los perros, y me quedé mirando a Alice.

-Eh, sí -dijo Alice, que era bretona y bien que se le notaba-. La señora ha dicho.

-¿Pero cómo? Y ese señor de las patillas, ¿no se puede ocupar él de los perros?

-El señor Rodolos es el mayordomo -dijo Alice, con santo respeto.

-Bueno, si no es él, cualquiera. No entiendo por qué yo.

Alice se puso insolente de golpe.

-¿Y por qué no, madame...?

-Francinet, para servirla.

-¿... madame Francinet? No es un trabajo difícil. Fido es el peor, la señorita Lucienne lo ha malcriado mucho...

Me explicaba, de nuevo amable como una gelatina.

-Azúcar a cada momento, y tenerlo en la falda. Monsieur Bébé también lo echa a perder en cuanto viene, lo mima tanto, sabe usted... Pero Médor es muy bueno, y Fifine no se moverá de un rincón.

-Entonces -dije yo, que no volvía de mi asombro-, hay muchísimos perros.
-Eh, sí, muchísimos.

-¡En un departamento! -dije, indignada y sin poder disimular-. No sé lo que pensará usted, señora...

-Señorita.

-Perdone usted. Pero en mis tiempos, señorita, los perros vivían en las perreras, y bien puedo decirlo, pues mi difunto esposo y yo teníamos una casa al lado de la villa de monsieur... -pero Alice no me dejó explicarle. No es que dijera nada, pero se veía que estaba impaciente y eso yo lo noto en seguida en la gente. Me callé, y empezó a decirme que madame Rosay adoraba a los perros, y que el señor respetaba todos sus gustos. Y también estaba su hija, que había heredado el mismo gusto.

-La señorita anda loca con Fido, y seguramente comprará una perra de la misma raza, para que tengan cachorros. No hay nada más que seis: Médor, Fifine, Fido, la Petite, Chow y Hannibal. El peor es Fido, la señorita Lucienne lo ha malcriado mucho. ¿No lo oye? Seguramente está ladrando en el recibimiento.

-¿Y dónde tendré que quedarme a cuidarlos? -pregunté con aire despreocupado, no fuera que Alice creyera que me sentía ofendida.

-Monsieur Rodolos la llevará al cuarto de los perros.

-¿Así que tienen un cuarto, los perros? -dije, siempre con mucha naturalidad. Alice no tenía la culpa, en el fondo, pero debo decir la verdad y es que le hubiera dado de bofetadas ahí mismo.

-Claro que tienen su cuarto -dijo Alice-. La señora quiere que los perros duerman cada uno en su colchón, y les ha hecho arreglar un cuarto para ellos solos. Ya llevaremos una silla para que usted pueda sentarse y vigilarlos.

Me ajusté lo mejor posible el delantal y volvimos a la cocina. Justamente en ese momento se abrió otra puerta y entró madame Rosay. Tenía una robe de chambre azul, con pieles blancas, y la cara llena de crema. Parecía un pastel, con perdón sea dicho. Pero estuvo muy amable y se veía que mi llegada le quitaba un peso de encima.

-Ah, madame Francinet. Ya Alice le habrá explicado de qué se trata. Quizá más tarde pueda ayudar en alguna otra cosa liviana, secar copas o algo así, pero lo principal es tener quietos a mis tesoros. Son deliciosos, pero no saben estar juntos, y sobre todo solos; en seguida se pelean, y no puedo tolerar la idea de que Fido muerda a Chow, pobrecito, o que Médor... -bajó la voz y se acercó un poco-. Además, tendrá que vigilar mucho a la Petite, es una pomerania de ojos preciosos. Me parece que... el momento se acerca... y no quisiera que Médor, o que Fido... ¿comprende usted? Mañana la haré llevar a nuestra finca, pero hasta entonces quiero que esté vigilada. Y no sabría dónde tenerla si no es con los otros en su cuarto. ¡Pobre tesoro, tan mimosa! No podría quitármela de al lado en toda la noche. Ya verá usted que no le darán trabajo. Al contrario, se va a divertir viendo lo inteligentes que son. Yo iré una que otra vez a ver cómo anda todo.

Me di cuenta de que no era una frase amable sino una advertencia, pero madame Rosay seguía sonriendo debajo de la crema que olía a flores.

-Lucienne, mi hija, irá también, naturalmente. No puede estar sin su Fido. Hasta duerme con él, figúrese usted... -pero esto último lo estaba diciendo a alguien que le pasaba por la cabeza, porque al mismo tiempo se volvió para salir y no la vi más. Alice, apoyada en la mesa, me miraba con aire idiota. No es que yo desprecie a la gente, pero me miraba con aire idiota.

-¿A qué hora es la fiesta? -dije yo, dándome cuenta de que sin querer seguía hablando con el tono de madame Rosay, esa manera de hacer las preguntas un poco al costado de la persona, como preguntándole a un perchero o a una puerta.

-Ya va a empezar -dijo Alice, y monsieur Rodolos que entraba en ese momento quitándose una mota de polvo de su traje negro, asintió con aire importante.

-Sí, no tardarán -dijo, haciendo una seña a Alice para que se ocupara de unas preciosas bandejas de plata-. Ya están ahí monsieur Fréjus y monsieur Bébé, y quieren cócteles.

-ésos vienen siempre temprano -dijo Alice-. Así beben, también... Ya le he explicado todo a madame Francinet, y madame Rosay le habló de lo que tiene que hacer.

-Ah, perfectamente. Entonces lo mejor será que la lleve a la habitación donde tendrá que quedarse. Yo iré luego a traer a los perros; el señor y monsieur Bébé están jugando con ellos en la sala.

-La señorita Lucienne tenía a Fido en su dormitorio -dijo Alice.

-Sí, ella misma se lo traerá a madame Francinet. Por ahora, si quiere usted venir conmigo...

Así fue como me vi sentada en una vieja silla de Viena, exactamente en el medio de un grandísimo cuarto lleno de colchones por el suelo, y donde había una casilla con techo de paja, igual a las chozas de los negros, que según me explicó el señor Rodolos era un capricho de la señorita Lucienne para su Fido. Los seis colchones estaban tirados por todas partes, y había escudillas con agua y comida. La única lámpara eléctrica colgaba justamente encima de mi cabeza, y daba una luz muy pobre. Se lo dije al señor Rodolos, y que tenía miedo de quedarme dormida cuando no estuvieran más que los perros.