
Detalle del retrato encargado por el empresario Francisco Navarro, natural de Monóvar, el pueblo del escritor, al pintor Genaro Lahuerta. La cómoda en la que se apoya aparece descrita en 'Antonio Azorín'. El cuadro se conserva en el Museo Casa Azorín de Monóvar (Alicante)
Azorín, conservador en lo estético y progresista en lo social: la gran biografía del pequeño filósofo
Francisco Fuster pergeña una brillante indagación de un "moderno" que ya es un clásico, que priorizó lo psicológico y lo poético sobre la trama.
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Algunos hombres se esconden bajo una máscara para afrontar las inclemencias de la vida. Oscar Wilde se ocultó bajo la pirotecnia del ingenio. José Martínez Ruiz prefirió agazaparse bajo el discreto velo de la timidez. Por eso escogió como pseudónimo el nombre de uno de sus personajes, un periodista melancólico y escéptico que lee a Montaigne. Aunque gozó de fama y reconocimiento a partir de 1902, cuando publicó La voluntad y, poco después, Antonio Azorín y Las confesiones de un pequeño filósofo, germen de un vasto universo estético saturado de introspección y lirismo, la posteridad se ha mostrado muy desdeñosa con su obra.
José María Valverde le acusó de practicar un manierismo estéril y los autores exiliados le recriminaron sus cordiales relaciones con la dictadura del general Franco. Muchos suscribieron el malicioso comentario de Juan Ramón Jiménez, según el cual los libros publicados por Azorín a partir de 1915 desprendían el mismo olor a cocido madrileño y pis de gato que su casa de la calle Zorrilla.
¿Quién era realmente José Martínez Ruiz? Francisco Fuster (Alginet, Valencia, 1984) ha escrito una interesantísima y brillante biografía sobre un "moderno" que ya es un clásico. Moderno porque Azorín se mueve en la misma línea que Proust o Virginia Woolf, priorizando lo psicológico y poético sobre la trama. Clásico porque su prosa posee la elegancia, limpieza y precisión de lo atemporal.
Los pueblos, Castilla, La ruta de Don Quijote o sus estudios sobre los clásicos del Siglo de Oro ya forman parte del canon literario de la literatura española de la primera mitad del XX. Fuster explica magistralmente el conflicto espiritual de Azorín, dividido entre "su pulsión ética en favor del progreso social y su ideal estético conservador". Tras su anarquismo juvenil, el escritor antepone el orden sobre la libertad. Cinco veces diputado y dos subsecretario, rehúye el protagonismo, pero no los honores.
El conservadurismo de Azorín no puede servir de pretexto para borrar o desdibujar la excelencia de su obra. Ortega y Gasset realizó un certero juicio sobre su estilo en el artículo "Azorín o los primores de lo vulgar". Su mirada no es la del historiador, sino la del miniaturista que se demora en lo aparentemente intrascendente. Donde otro solo ve insignificancia, él advierte grandeza y profundidad. Eso le permite describir con maestría la vida de los insectos, pero también provoca que sus crónicas de la Gran Guerra presten más atención a los árboles de las orillas del Sena que a los estragos causados por las bombas.
Azorín tiene mirada de miniaturista. Donde otro solo ve insignificancia, él advierte grandeza y profundidad
Como observa Fuster, su sensibilidad es apasionadamente selectiva y parcial. Esta forma de proceder provoca que Pedro Salinas le describa en una carta dirigida a Jorge Guillén como "un formidable escritor y un tonto irremediable". Fuster nos habla del apego de Azorín a su madre y de su insatisfactoria relación con su padre, un hombre autoritario y distante, pero deja en penumbra la vida matrimonial del escritor.
Pulcro, apacible y amante de la rutina, huyó a Francia cuando estalló la Guerra Civil y no volvió hasta que Franco se instaló en el poder. A pesar de su apoyo al régimen, envió cartas al dictador pidiéndole la creación de una asamblea consultiva de intelectuales y científicos que incluyera a las grandes inteligencias republicanas, alegando que España quedaría incompleta sin la "reintegración a la patria de la intelectualidad ausente".
Por supuesto, su sugerencia no prosperó. Cuando Azorín falleció en 1967 con 93 años, La Vanguardia publicó un artículo asegurando que el escritor pertenecía a la tradición liberal y su "vocación era estar con todos". Probablemente es cierto, pero también lo es que se parapetó detrás una máscara para protegerse del ruido y la furia del mundo exterior.