La cruda y tierna verdad
José Luis De Vilallonga
24 mayo, 2000 02:00El estallido de la guerra civil -que sorprendió a no pocos de los aristócratas en un dorado exilio- significó enfrentarse con una terrible realidad, la de que su tiempo había pasado para verse preteridos ante el empuje de unas clases medias despreciadas e incluso temidas. No resulta extraño que su visión de las figuras más relevantes en el bando alzado fuera negativa empezando por José Antonio Primo de Rivera y concluyendo por el general Franco. Del primero pensaban que era un demagogo al que los obreros no seguirían nunca porque no se podía negar que se trataba de un señorito y del segundo les molestaba su tardanza en sumarse al alzamiento y su insistencia en mantener la lealtad a la República hasta el último momento. Aunque Vilallonga considera crueles, injustos y erróneos los juicios de su madre relativos a buen número de personajes relevantes (pág. 187), lo cierto es que resulta casi inevitable ver en ellos muestras de una agudeza notable.
En este primer volumen de las memorias de Vilallonga -que, como su título indica, tienen mucho de crudeza y dulzura- no se puede evitar el contemplar paralelos con el aristocrático príncipe de Salina, el protagonista de El Gatopardo. Sin embargo, también hay más. Aparecen muestras de un aristocrático sentido del humor como el manifestado por el padre del autor al señalar que existen cosas que una dama no hace jamás como, por ejemplo, enamorarse de un argentino. Se dan cita magníficos frescos costumbristas como el de esa Zaragoza en guerra convertida en "una inmensa casa de putas" (pág. 250) e incluso aparecen descripciones bélicas comparables con las mejores del género como es el caso de la relacionada con el comportamiento del Cuerpo de Tropas voluntarias italianas en la batalla de Guadalajara. Escritas con un estilo ágil, directo e incluso brillante, estas páginas nos muestran al niño que padecía horror a atravesar el pasillo para llegar por la noche al cuarto de baño, al adolescente que aborrecía los colegios religiosos, al joven convertido en oficial de un ejército vencedor.
Concluida una guerra en la que no hubiera podido pertenecer al bando de los vencidos -los que destrozaron el hogar familiar en Cataluña- Vilallonga se transformó en un hombre cada vez más asqueado del bando en el que combatió durante años. No resulta extraño que fuera cada vez mayor su deseo de huir de una España con la que no se sentía identificado ni por tradición, ni por educación ni por sensibilidad. De aquella tesitura emergería al menos triunfante en un aspecto. Al contrario de lo que esperaban sus padres no fue ni militar ni diplomático. Siguiendo su propia voluntad se convirtió en escritor. A la vista de estas jugosas memorias, fue una elección más que acertada.