Ensayo

La cruda y tierna verdad

José Luis De Vilallonga

24 mayo, 2000 02:00

Plaza & Janés. Barcelona, 2000. 447 páginas, 2.995 pesetas

L a figura de José Luis de Vilallonga, marqués de Castellvell y Grande de España, resulta aparentemente conocida para el gran público. Articulista notable, actor nada desdeñable y escritor de no escaso interés, podría tenerse la sensación de que lo que se sabe de él no es poco, en parte, por su aparición esporádica en las revistas del corazón y, en parte, por los numerosos datos autobiográficos que se entrelazan en algunas de sus mejores novelas. Quizá arrancando de ese punto de partida habrá quien haya pensado que un relato de la vida de Vilallonga realizado por él mismo no pasaría de ser una frivolidad dotada de escaso atractivo. La realidad, sin embargo, es que este primer volumen de sus memorias resulta de un notabilísimo interés no sólo por lo que cuenta acerca de sí mismo y de su familia sino por lo que constituye de relato detallado y lleno de vida de una clase y de una época hoy desaparecidas y antaño decisivas para la historia de España. A lo largo de un arco cronológico que va desde su nacimiento en 1920 hasta mediados de los años 50, cuando contrajo matrimonio con la inglesa Pip Scott-Ellis, Vilallonga traza un retrato de una aristocracia que sentía resquemores hacia un monarca como Alfonso XIII al que consideraba demasiado liberal; que en no pocos casos apoyó la dictadura de Primo de Rivera por considerarla una solución ineludible a los problemas nacionales y que, horrorizada por la evolución de la Segunda República, consideró que el alzamiento militar de julio de 1936 era un paso inevitable. Era una clase que, viviendo de "la renta de las rentas", podía gastar en el juego cifras fabulosas o que se complacía en acumular objetos de lujo por el mero placer de hacerlo. Vilallonga narra así, por ejemplo, cómo en los años 20 su madre podía perder 42.000 pesetas en dos noches de juego con una frialdad absoluta o cómo su padre acumuló más de doscientos pares de zapatos que los revolucionarios de 1936 robaron. La venganza de Vilallonga padre resultó terrible. Fusiló por cada par de zapatos perdido a un miembro de las Brigadas Internacionales. Aunque totalmente convencida de la bondad del régimen monárquico y apasionadamente centralista, se trataba de una aristocracia enfrentada en curiosas rivalidades regionales.

El estallido de la guerra civil -que sorprendió a no pocos de los aristócratas en un dorado exilio- significó enfrentarse con una terrible realidad, la de que su tiempo había pasado para verse preteridos ante el empuje de unas clases medias despreciadas e incluso temidas. No resulta extraño que su visión de las figuras más relevantes en el bando alzado fuera negativa empezando por José Antonio Primo de Rivera y concluyendo por el general Franco. Del primero pensaban que era un demagogo al que los obreros no seguirían nunca porque no se podía negar que se trataba de un señorito y del segundo les molestaba su tardanza en sumarse al alzamiento y su insistencia en mantener la lealtad a la República hasta el último momento. Aunque Vilallonga considera crueles, injustos y erróneos los juicios de su madre relativos a buen número de personajes relevantes (pág. 187), lo cierto es que resulta casi inevitable ver en ellos muestras de una agudeza notable.

En este primer volumen de las memorias de Vilallonga -que, como su título indica, tienen mucho de crudeza y dulzura- no se puede evitar el contemplar paralelos con el aristocrático príncipe de Salina, el protagonista de El Gatopardo. Sin embargo, también hay más. Aparecen muestras de un aristocrático sentido del humor como el manifestado por el padre del autor al señalar que existen cosas que una dama no hace jamás como, por ejemplo, enamorarse de un argentino. Se dan cita magníficos frescos costumbristas como el de esa Zaragoza en guerra convertida en "una inmensa casa de putas" (pág. 250) e incluso aparecen descripciones bélicas comparables con las mejores del género como es el caso de la relacionada con el comportamiento del Cuerpo de Tropas voluntarias italianas en la batalla de Guadalajara. Escritas con un estilo ágil, directo e incluso brillante, estas páginas nos muestran al niño que padecía horror a atravesar el pasillo para llegar por la noche al cuarto de baño, al adolescente que aborrecía los colegios religiosos, al joven convertido en oficial de un ejército vencedor.

Concluida una guerra en la que no hubiera podido pertenecer al bando de los vencidos -los que destrozaron el hogar familiar en Cataluña- Vilallonga se transformó en un hombre cada vez más asqueado del bando en el que combatió durante años. No resulta extraño que fuera cada vez mayor su deseo de huir de una España con la que no se sentía identificado ni por tradición, ni por educación ni por sensibilidad. De aquella tesitura emergería al menos triunfante en un aspecto. Al contrario de lo que esperaban sus padres no fue ni militar ni diplomático. Siguiendo su propia voluntad se convirtió en escritor. A la vista de estas jugosas memorias, fue una elección más que acertada.