Image: Los humanos, las orquídeas y los pulpos

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Ensayo

Los humanos, las orquídeas y los pulpos

Jacques Cousteau y Susan Schiefelbein

24 julio, 2008 02:00

Traducción de J. L. Riera. Ariel. Barcelona, 2008. 397 páginas, 21’90 euros

A estas alturas nadie va a descubrir al comandante Jacques Cousteau (Saint-André-de-Cubzac, 1910 - París, 1997). O sí. Porque quizá tenemos de él la imagen de un hombre aficionado a inspeccionar profundidades oceánicas y traernos preciosas películas de corales y de peces; cosa nada desdeñable, por cierto, y en este libro no faltan estupendas muestras. Pero hay mucho más que eso y quizá lo ha querido simbolizar con su extraño título: Los humanos, las orquídeas y los pulpos.

Y es que así como Theilhard de Chardin añadía a lo infinitamente grande y a lo infinitamente pequeño de la naturaleza un tercer infinito, lo infinitamente complejo, la vida misma, también Cousteau completa la mayor complejidad de vertebrados y plantas que los biólogos cifran respectivamente en el ser humano y en la orquídea, con la del pulpo entre los invertebrados: "He aquí el sonoro acorde de la sinfonía de la evolución: el humano, la orquídea y el pulpo". Y concluye: "El milagro de los milagros es, al cabo, que la vida exista".

De esta vida nos ofrece primero su contemplación, llevándonos a compartir la inefable belleza encerrada en los océanos, y después su defensa, porque denuncia de qué manera lo estamos destrozando. Y lo hace mediante esta rara autobiografía nada cronológica sino distribuída por temas en cada uno de los cuales va desgranando sus experiencias personales y las del equipo que formó. La impresión que nos deja es la de una existencia sometida a un riesgo continuo. Aparte de su actuación prefesional de servicio en la Marina y hasta de espionaje durante la guerra de la Resistencia de Marsella, es a lo largo de sus exploraciones, navegación en difíciles condiciones, inmersiones, encuentros con animales, pruebas de sus inventos, donde parece que no dispone de un punto de sosiego. Leer la descripción de sus descubrimientos es como sumergirse en una novela de peligrosas aventuras, pero sin pretensión ninguna de heroísmo.

No dan importancia sus protagonistas al hecho de que algún día podrían morir a causa de sus convicciones sino que lo importante es vivir por ellas. ¿Hay heroísmo -dice- en afrontar riesgos en beneficio de la humanidad o habría que llamarlo simplemente decencia?

Y los riesgos, no sólo para el explorador ni para la humanidad sino para cualquier forma de vida en la Tierra, los va detectando con creciente alarma: la atmósfera y el océano dieron a luz la vida y la sustentan, y eso es lo que estamos conminando y saqueando. El mar se llena de despojos que destruyen las especies y otras son arrasadas por una pesca atenta sólo a la economía del momento. También la energía nuclear es objeto de su rechazo. El respeto a la Tierra, latente en todas las religiones, se pierde por completo. Con todo, no quiere caer en el miedo: "el riesgo es sólo amenaza; el miedo es un enemigo". Al miedo lo supera el amor y pocos estarán tan enamorados del planeta como Cousteau.

Un último apunte para señalar que tampoco vale culpar a la ciencia y a sus cultivadores, como a veces se hace de cuantos deterioros provocan sus inventos en la naturaleza. Esas desgracias, dice, no son debidas a los descubrimientos de los científicos sino a la aplicación que se haga de ellos. La ciencia es un intento por comprender los poderes de la naturaleza, no el de ejercerlos por personas "con sobreabundancia de conocimientos y pobreza de sabiduría". Muerto ya Cousteau, su colaborador Schiefelbein nos cuenta que en 2006 los directores de los principales centros alemanes de investigación pidieron al ministro del ramo que no redujera la financiación de la ciencia pura en beneficio de una investigación que mirara más a prioridades económicas. "El ministro no les hizo caso".