Novela

Cuaderno de invierno

Sara Rosenberg

24 mayo, 2000 02:00

Espasa. Madrid, 2000. 253 páginas, 2.300 pesetas

Es ésta una novela que embauca y sobrecoge porque sobre sus páginas, armadas sobre la Historia que busca ser contada con historias, puede percibirse el talante de una narradora sobrada de sensibilidad

Con la fuerza narrativa de esas novelas capaces de lograr un fundido entre historia personal y colectiva, y el aliento poético de un discurso sostenido por su empeño en recordar que el olvido está lleno de memoria escribe Sara Rosenberg (Argentina, 1954) este Cuaderno de invierno.

Para continuar con el tema y el tono ensayado en su primera novela -Un hilo rojo, 1998-, y para demostrar que argumentos como éste, que no hurgan en la Historia de la sinrazón en busca de razones que hicieron aguas sino por compromiso con el curso de la memoria, son los más necesarios en "tiempos de indiferencia histórica": para ahuyentar el daño sin olvidar los hechos.

Hechos reducidos a restos de lo vivido, como el del exterminio nazi, necesitados de una voz que transforme el horror en cuentos disfrazados de recuerdos; o historias más recientes, como las de tantos desaparecidos en el Buenos Aires de los años setenta. ésa es la idea motriz a la que se subordinan todos los motivos que componen la trama del Cuaderno de invierno, una novela que embauca y sobrecoge porque sobre sus páginas, armadas sobre la Historia que busca ser contada con historias, puede percibirse el talante de una narradora sobrada de recursos y sensibilidad para resolver con acierto su compromiso con la memoria y con la ficción. La prueba es un argumento sostenido sobre voces confusas y precisas, que recomponen y cuentan y van creando en el lector la conciencia de una realidad histórica compleja y proteica. Voces de las que emergen personajes perfectamente sugeridos, colmados de matices que perfilan actitudes que van de la indiferencia a la más desoladora tristeza.
Ese "cuaderno", que comienza de manera imprecisa un día cualquiera del largo "invierno" en el que desde hace años habita Ana, la protagonista, contiene su voz. En él escribe impresiones y recuerdos, transforma en palabras rescoldos de una vieja historia; de algo que ocurrió hace quince años, mucho antes de que decidiera quedarse en Madrid, volver a ser médico en una clínica privada y aceptar que la vida consiste en la leve consistencia del trabajo y el matrimonio. Pero a raíz de la muerte de su padre, en Buenos Aires, su voz parece hacerse eco de la zozobra que ha provocado en ella reencontrarse con ese viejo olvido. Volver a ese otro tiempo "donde ya no hay nadie", que ahora le cerca con fragmentos de extrañas desapariciones, de "nombres que son cicatrices en el aire".

Y vuelven, sin control y sin sentido, los recuerdos; regresa el dolor y, con él, voces del pasado. Voces que interfieren y se imponen mientras pierde la suya por una afonía que intensifica sus efectos cuanto más se empeña en buscar dentro de ella misma las razones de su culpa de superviviente. A todas ellas se superpone la de su padre, un judío que logró salir de un campo de concentración y se sumó a la generación de quienes emigraron de Europa a Argentina "dispuestos a poblar una tierra desconocida"; a olvidar el hambre, las guerras; a dejar atrás todo, incluída su lengua -"porque en la lengua habita la memoria"-, y asistieron a la trágica ironía del despertar de un país "embrutecido por el discurso del orden y el miedo".

Escucharlas, reconocerlas, es su única posibilidad de llegar a escucharse, de aclarar su voz para transformar lo ocurrido en palabras que nombren el pasado y espanten el miedo. De abandonar el "invierno" y de poder instalarse en una estación de calma. Ese proceso interior, inmerso en las vicisitudes de la vida y las relaciones cotidianas, lleno de intensidad, de veracidad y emociones contenidas, es la prueba argumental de que el olvido necesita la memoria.