Image: Viajes por el Scriptorium

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Novela

Viajes por el Scriptorium

Paul Auster

1 febrero, 2007 01:00

Paul Auster. Dibujo de Grau Santos

Traducción de Benito Gómez. Anagrama. Barcelona, 2006. 192 páginas, 16 euros

Hay novelas que permiten al lector entrever, descubrir, la personalidad humana del autor, mientras otras le confrontan con un edificio verbal de ficción, el adoquinado textual, que enseña sobre todo el perfil literario de su creador. La anterior entrega de Paul Auster (New Jersey, 1947) Brooklyn Follies (2005) pertenecía al primer tipo, mientras la presente corresponde al segundo. Basta leer las páginas iniciales de Viajes y ya sabemos que el protagonista, Mr. Blank, el Sr. en Blanco, está elaborado con menos carne y hueso del necesario para representar a un hombre que pudiera recordar a un ciudadano de a pie. Sin embargo, ambas novelas tienen en común la excelencia de estilo de Auster. Una escritura que enuncia la ficción con una precisión, novedad y riqueza verbal, realmente infrecuente.

Sólo un autor con el estilo de Auster, con más de una docena de narraciones publicadas, que ha alcanzado éxito de audiencia, puede atreverse a ofrecernos una novelita de sólo ciento treinta páginas, en la versión inglesa, que resulta, en realidad, un autoanálisis de sus modos de ficcionar. Es una invitación a visitar su taller, el escritorio, donde trabaja el autor acompañado de sus fantasmas, de sus creaciones. Recién abierta la primera página, conocemos a Blank en una celda, donde este hombre mayor, apenas capaz de andar, vive sin memoria alguna sobre su pasado. Todo a su alrededor está rotulado, Mesa, Lámpara, Silla, y así. Este escenario recordará al lector las obras de Samuel Beckett o de Ionesco, los modos del teatro del absurdo, que desnudó de igual manera el espacio literario. En tan aséptico habitáculo hay, además de una cama, un escritorio y una silla giratoria. Sobre el escritorio descansan unas fotos de gentes desconocidas para Blank y un manuscrito, que leerá a trozos, pues su lectura es interrumpida por diversos visitantes. El primero es Anna, una cuidadora que lo asea y, a la vista de un empalme impropio de su edad, lo alivia y trata con cariño. Pronto aprendemos que Blank es un hombre sensible, por las reacciones hacia sus visitantes, y que todos ellos parecen reprocharle veladamente algo. Su respuesta es siempre amable.

Cuando está solo lee el manuscrito, una historia sobre América, que ya conocíamos en parte de su novela La noche del oráculo (2004). Poco a poco, los nombres de los visitantes de Blank empiezan a sonar familiares a los lectores del escritor norteamericano. Uno de ellos lo reconocemos al instante, John Trause, porque su apellido es un anagrama de Auster. Comenzamos a darnos cuenta que la novela es, en cierta medida, un repaso de los personajes creados por el propio autor, y que vienen a visitarle, algunos incluso a pedirle cuentas, porque en sus novelas desempeñaron papeles poco airosos. Entramos así en lo que nuestro Unamuno denominó la nivola, novela de pura acción interior, y dejamos atrás las veredas de la novela tradicional. Auster exhibe, como en sus primeras obras, su condición de escritor postmoderno, pues nos enseña, como el museo Pompidou, el andamiaje de su edificio verbal.

De hecho, hay un momento muy unamuniano, cuando un personaje, Mr. James P. Flood, confronta a Blank, pidiéndole que recuerde un sueño sobre él, porque de otra manera Flood no es nada, literalmente nada. Recuerda la famosa visita del personaje a su autor ocurrida en Niebla. Auster añade a esta tradición de escribir ficción sobre la ficción algo muy interesante. Blank es obligado a finalizar el mencionado manuscrito sobre América por su médico. Cuando cierra los ojos para concentrarse, le vienen a la mente unos espectros, los personajes creados por él, que siguen rondando por su escritorio como almas en pena, pero el doctor le dice que se concentre en su tarea presente, la de imaginar razonando. Que parece una buena definición del propósito de Auster en esta obra: la de obligarse a razonar su acto creativo.

Esta obra supone, pues, un interludio. Paul Auster ha escrito muy buenas novelas, posee un instrumento verbal inigualable, y seguro que sabe que toda obra maestra refleja la originalidad de una conciencia humana sin costuras (o metaficciones a la vista).