Y una sed de ilusiones infinita
Rubén Darío
26 julio, 2000 02:00Rubén Darío, ilustración de Julián Grau santos
El valor de esta antología es triple. Es la única selección que Rubén hizo de su obra; nos permite comprobar el esplendor y poder de su poesía. Y nos hace reflexionar sobre el origen de la modernidad
El valor y pertinencia de esta antología es doble o triple. Se trata, en efecto, de la única selección que el propio Rubén Darío hizo de su obra (y la selección es acertada); nos permite -una vez más- volver a Rubén y comprobar el inmarchitable esplendor y poder de su poesía. Y finalmente -a partir del prólogo- nos hace reflexionar sobre el origen de la modernidad lírica española que Alberto Acereda no separa en absoluto del modernismo.
Darío dio un orden relativamente raro a su selección, primando lo temático sobre lo cronológico, y antologando a partir de Azul, quizá porque al final de su vida sentía (acaso no con entera justicia) que el inaugural Azul (1888) era más un libro de prosas que de poesía. Pero, como anticipé, prácticamente lo mejor de Rubén -que es tanto- está en esta antología. Desde luego Darío no fue el único iniciador del Modernismo en español, pero tuvo la suerte -digamos- de que los otros grandes iniciadores (Martí, José Asunción Silva, Gutierrez Nájera y Julián del Casal) murieran aún en el siglo XIX, dejándole paso triunfal y franco. Por supuesto que esa siniestra casualidad no empaña la infinita potencia verbal dariana -Darío hubiese sido un genio de la poesía también con ellos- pero le permite un más abultado papel protagónico, que él nunca desdeñó. Rubén Darío fue un poeta renovador y gigante y eso lo sentimos -yo lo siento ciertamente- cada vez que lo releemos, y por mi parte lo he hecho muchas veces. ¿Cómo no asombrarse, una vez más, ante "Era un aire suave..." o "Divagación", dentro de su cuerda más sensorial y sensitiva?
Y aquí viene a cuento lo que Acereda propone y expone someramente en su prólogo: La poesía moderna española no empieza con Bécquer (que fue un buen romántico, pero solo un romántico) sino con Rubén Darío, que tocó y ensayó y se detuvo en todo cuanto conforma la real modernidad: Renovación lingöística y rítmica, desesperación religiosa, existencial, problemas socio-políticos, crispación e indagación metafísica ("Lo fatal"), profunda dimensión de lo erótico, ocultismo, simbolismo hermético y en fin, avances dentro del gran lenguaje poético, desde lo sinfónico a la sordina novedosa, narrativista, de la Epístola a la señora de Leopoldo Lugones. ¿Habrá que unir -al menos de entrada- modernismo y modernidad en España, como ya quisiera Federico de Onís? ¿Habrá que resituar esa estirpe de Bécquer que algunos poetas andaluces han rastreado modernamente? ¿Tuvo razón José Hierro cuando afirmó -en 1967- "ellos (habla de Rosalía de Castro y de Salvador Rueda), como antes Bécquer, no hicieron variar el rumbo de la lírica. Era un privilegio que correspondería a Rubén"? Rubén Darío, el gran apóstol del idioma. El padre de las sonoridades pero también de las profundidades, el erótico y abismado y esperanzado indio dipsómano, uno de los latinoamericanos que más amó a España. ¿El gran moderno él? La polémica -que no es nueva- vuelve a estar servida, y en muy oportuno momento. Cuando la nueva poesía española husmea, otra vez, voluntades de cambio.
LO FATAL
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror...
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber a dónde vamos,
ni de dónde venimos...!