Image: Poesías

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Poesía

Poesías

Enrique Díez-qanedo

2 enero, 2002 01:00

Díez-Canedo, por J. Moreno Villa

Edición de A. Trapiello. La Veleta. Granada, 2001. 497 págs, 4.950 pesetas

Pocas figuras tan atractivas en la literatura española como Enrique Díez-Canedo, el gran crítico del primer tercio del siglo, el traductor incansable, el hombre bueno que lenificó cuanto pudo la dura vida literaria de la época. Que era también, aunque muchos tendieran entonces y ahora a olvidarlo, un verdadero poeta, no un culto aficionado que había escrito versos. Como poeta -dictamina Federico de Onís -"no llega a ocupar el mismo lugar preeminente y único que ocupa como crítico". Es posible que sea así, y el propio Díez-Canedo era consciente de ello al posponer a partir de 1910, cuando acaba de cumplir 30 años, la poesía a la crítica. Ello no hace menos necesaria esta reedición, imprescindible para el estudioso, caja de sorpresas para el lector.

Por primera vez, resulta accesible la poesía completa, o casi, de Díez-Canedo, contenida en lo fundamental en sus tres libros iniciales, Versos de las horas (1906), La visita del sol (1907) y La sombra del ensueño (1910), todavía en la estela del modernismo, o mejor, en sus varias estelas, ya que nunca se trató de un movimiento monocorde. Hay en esos versos faunos y esquilas, Wagner y Watteau: "Crepúsculos/vagos,/ minúsculos/ lagos,/ bateles/ galantes,/ amantes/ rondeles..." Y hay también un intento de "traducir en los versos la prosa de la vida". Habría que completar esa primera etapa con dos libros de versiones poéticas, Del cercado ajeno (1907) e Imágenes (1910), que son también obra propia, aunque escrita en colaboración con otros poetas.

La Antología poética (1979), preparada por J. M. Fernández Gutiérrez no hacía justicia a Díez-Canedo. Incluía, sin embargo, un poema, "La frontera", inédito en libro, que Trapiello no recoge en sus Poesías por considerarlo perdido (hasta los eruditos de nula sensibilidad literaria pueden resultar de utilidad, por eso no es enteramente justo el ataque del prólogo).

En La corte de los poetas, la combativa antología que Emilio Carrere publicó en 1906, Díez-Canedo aparece como uno de los más destacados jóvenes que integran "la cruzada del Ideal contra la mula burguesa". Pero pronto decidió quedarse discretamente a un lado. Poetas había muchos, críticos con ecuanimidad y cultura, pocos, y Díez-Canedo ocupó con gusto ese lugar considerado secundario, dejó de lado la obra propia para poner todo su talento al servicio de la ajena. Hasta 1924 no vuelve a aparecer como poeta, y lo hace casi pidiendo perdón con Algunos versos, donde se entremezclan unos pocos poemas nuevos con una selección de los antiguos. Tras la pirotecnia ultraísta, cuando comenzaba el deslumbramiento de los poetas del 27, aquellos versos parecieron grises y trasnochados. La pirueta colorista de los Epigramas americanos (1928) fue vista como una colección de postales viajeras, un brillante cuaderno de ejercicios. Luego vino la guerra civil y el epílogo de un desnudo puñado de elegías, El desterrado (1940). Ya póstumamente, en 1945, se completaron los epigramas, con las series inéditas "Nuevos epigramas" (1931-1937), "Epigramas de Extremo Oriente" (1936) y "Epigramas mexicanos" (1939-1944), títulos y fechas que desaparecen en esta edición.

Como en cualquier poeta, en los grandes y en los pequeños, hay mucha caduca imaginería de época en la obra de Díez-Canedo, pero hay también verdadera poesía y muy variados tonos. Memorable resulta la concisión de "A los muertos", incluido en La sombra del ensueño. Memorable también "En el entierro de un amigo", uno de los epígrafes finales: "Te vas. Tierra de México te ampara./ No lloramos. No llora el hombre fuerte./ No es llanto. Mansa lluvia el cielo vierte/ y a noso-tros nos corre por la cara". Pero no es menor el encanto de las estampas costumbristas, los poemas familiares, las vaguedades simbolistas o la recreación de los romances tradicionales.

Trapiello nos ofrece por fin una edición ejemplar de Díez-Canedo, la edición que todo poeta necesita, donde los poemas pueden respirar libremente en la página, sin impertinentes y torponas notas a pie de página.