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Poesía

Antología

Juan L. Ortiz

14 noviembre, 2002 01:00

Juan L. Ortiz

Pról. Daniel Freidemberg. Losada. Madrid, 2002. 209 págs, 15 euros

La editorial Losada, una de las joyas del exilio republicano, tras tantos años de dar a conocer en Argentina lo mejor de la literatura española, hace el camino inverso y comienza a difundir entre nosotros lo más destacado de la literatura de aquel país (no sólo, naturalmente).

Inicia su andadura con un poeta verdaderamente secreto, Juan L. Ortiz, de más de un modo la contrafigura de Borges. Si éste representa al Buenos Aires cosmopolita, abierto a todos los aires del mundo, aquel ejemplifica la otra Argentina, la de las provincias del interior, la gran desconocida. Juan L. Ortiz (1896-1978) nació en la provincia de Entre Ríos, y la mayor parte de su vida transcurrió en la pequeña localidad de Gualeguay, donde trabajaba en el Registro Civil. Sus libros fueron apareciendo, muy espaciadamente, en reducidas ediciones de autor.

Poeta de la naturaleza, engañosamente al margen de la historia, Juan L. Ortiz, especie de Alberto Caeiro longevo, heredero del simbolismo que, para los lectores apresurados, se mantendría siempre fiel a las delicadas acuarelas paisajísticas de su primer libro: "El otoño/con manos/diáfanas/y/ brillantes,/está abriendo/un azul purísimo/que moja el paisaje/de una delicia/trémula/primaveral".

Pero Juan L. Ortiz fue algo más que lo que quiere la simplificadora leyenda. Hombre de izquierdas, no renunció nunca a su ideología (lo primero que hicieron los militares, en 1976, fue destruir todos los ejemplares de su poesía completa, editada en 1970, el único libro suyo que tuvo una cierta difusión), y una de sus escasas salidas de la provincia tuvo como meta China y los países del socialismo real, de donde no parece que volviera desilusionado.

A pesar de la escasa difusión de su obra, tampoco puede considerársele un poeta marginal: buena parte de los jóvenes poetas argentinos, a partir de los años sesenta, vieron en él a un maestro y fueron acudiendo, en admirativa peregrinación, a su retiro. Juan L. Ortiz era el anti Borges (poeta que detestaban unos poe-tas que se inclinaban mayoritariamente hacia el populismo izquier- dista), pero también lo contrario de poetas comprometidos como Pablo Neruda. Juan L. Ortiz nunca convirtió la poesía en un instrumento al servicio de su ideología política.

Poeta de la naturaleza trascendida podría considerársele, de la intrahistoria. Uno de sus últimos libros se titula El Gualeguay y es un único poema (de casi tres mil versos) dedicado al río de ese nombre: pocos poetas contemporáneos serían capaces de salir indemnes de un empeño semejante. Ningún fragmento de ese poema-río (nunca mejor dicho) se incluye en esta antología, pero sí algún poema de cierta extensión ("Del otro lado") que nos permite apreciar el personalísimo desarrollo que la poesía simbolista alcanzó en manos de Juan L. Ortiz.

No necesitó el poeta de las explosiones calculadas de las vanguardias para librarse del modernismo. él huyó hacia dentro, desarrollando su línea más interior -la del Antonio Machado de Soledades- hasta lo que Federico de Onís denominó "prosaísmo sentimental". Muy significativo de su primera manera resulta "Domingo": "El sol y el viento, solos, sobre el pueblo./Alegría de cal, de callejones últimos/entre un pudor de ramas,/por donde mis paseados, lentos días/salían a suaves campos./Vecino era del agua y de la luz".

Poco a poco, sin giros bruscos, fue descubriendo su manera más personal: el poema extenso, titubeante, divagatorio en apariencia, el poema que huye de la rotundidad, que se acerca a la prosa, hipnótico y gris, poema de atmósfera, a la vez realista y onírico, que no deslumbra, sin versos ni metáforas que llamen la atención, pero en el que se revela una inédita visión del mundo, un misticismo materialista que ha aprendido la lección de Oriente, pero que no incurre en el pastiche ni siquiera en un libro como El junco y la corriente, reflejo de su viaje a China y homenaje a su literatura. La poesía, para Juan L. Ortiz, no consiste en palabras dispuestas de una u otra manera: las palabras son sólo el conjuro, el pretexto. Por eso su poesía mayor seduce y rechaza. Seduce a los que se dejan llevar por su mágica monotonía encantatoria; rechaza a los que no se dejan hipnotizar.