Codos. Acudí tempranero en el puente de San José, a quién se le ocurre, al Museo del Prado. La cola era larga. Quería ver los nueve cuadros de la temporal Obras maestras de la Frick Collection, presentados en diálogo con otras obras que posee el museo de los pintores reunidos: Velázquez, Goya, El Greco, Murillo… El diálogo se establecía, sobre todo, entre los codos de los numerosísimos visitantes agolpados –diría que casi como los lienzos– en la sala 16 ¡Qué afición tenía Murillo a que sus figuras se salieran de su marco! En su Autorretrato, un codo amaga con salirse del óvalo que lo retiene. En su otro autorretrato, es una mano la que se escapa.
Como nos recordó el año pasado el Thyssen, el trampantojo, en busca de la tercera dimensión, ha tenido muchos cultivadores desde antiguo. Y, después de contemplar la triste y severa mirada del San Jerónimo de El Greco –lo que más disfruté de la sala–, y sus kilométricas barbas, y su moderno pelo pincho, la riada inhumana me arrastró con oportuno azar hasta Picasso.
Copista. Había olvidado que, desde hace dos años –y no sin que las aguas se agitaran–, el Prado, gracias a la cesión por cinco años de American Friends of the Prado Museum, colocó Busto de mujer (1943) en la sala 9B, junto a los retratos de El Greco y a El bufón Calabacillas, de Velázquez, que tanto impresionaron a Picasso, siendo un chaval, cuando los vio en 1895.
Picasso, como es sabido, nunca tomó posesión de su cargo de director del Prado, en el que sucedía nada menos que al escritor Ramón Pérez de Ayala
Dice la información del museo que el malagueño, acreditado en su momento como copista en el Prado, pintó Busto de mujer en un solo día –¿como otros muchos de sus cuadros?–, concretamente el 7 de octubre de 1943, cinco meses después de conocer a Françoise Gilot, expresando así el horror que le inspiraban los estragos de la guerra. Bueno, eso hay que creerlo, pues el cuadro, con las habituales deformaciones y tensiones picassianas –dos rostros confluyentes con sendas narices y ojos para cada lado, al igual que los pechos entrelazados de la mujer con mantilla y fondo gris–, podría pasar por uno más de los que pintó en la época.
Azaña. Manuel Azaña, a la sazón presidente de la II República, nombró a Picasso director del Museo del Prado el 19 de septiembre de 1936. Meses después, a primeros de enero de 1937, Picasso recibió en París la visita del cartelista Josep Renau, quien como director general de Bellas Artes le había recomendado para el puesto, y de otros acompañantes –José Bergamín, entre ellos–, quienes le solicitaron para el pabellón español de la Exposición Universal de la capital francesa lo que acabaría siendo –pese a su rechazo inicial a hacer una pintura de gran tamaño– el Guernica.
Picasso, como es sabido, nunca tomó posesión de su cargo, en el que sucedía nada menos que al escritor Ramón Pérez de Ayala. Ayala apenas llegó a ejercerlo por ser designado por el primer gobierno republicano casi a la vez, con evidente descoordinación con el patronato del museo, embajador en Londres.
Pérez de Ayala, tan leído –¿y hoy?– en mis años universitarios –Belarmino y Apolonio, Tigre Juan, A.M.D.G…–, vivió una increíble historia. Vuelve de Londres el 4 de julio de 1936 para incorporarse al Prado –había estado en funciones su subdirector–, y a los 14 días tiene lugar la sublevación militar. El 30 de agosto se cierra el museo.
Días después, un grupo incontrolado de milicianos va a buscarle a su casa con las peores intenciones. Le salva la vida su chófer, que es anarquista y logra impedirles el paso. En vista del panorama, Ayala, firmante años atrás del manifiesto ‘Al servicio de la República’, se pone a salvo marchando a Francia. Allí se entera, meses más tarde, de que ha sido destituido del Prado. Su sucesor: Picasso.