¿Es arte una exposición inmersiva?
Van Gogh, Frida Kahlo, Goya... las exposiciones inmersivas son ya un fenómeno de masas en museos y centros de arte. ¿Qué hace de estas experiencias algo tan atractivo para el público? ¿Favorecen otro tipo de experiencia estética? ¿Es esto arte?
Juan Antonio Álvarez Reyes
Director del Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC)
Es el dinero, estúpido
En el año 2017 el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo organizó una retrospectiva sobre Peter Campus, pionero del videoarte, que en la década de los 70 produjo todo un corpus de instalaciones para dialogar con el espectador, integrándolo en la misma obra y en el espacio expositivo. En ellas el visitante participaba de una experiencia en las que “arriesgaba su imagen”, como señalaba el propio artista, puesto que sin su intervención la obra no se activaba. Gracias a estos dispositivos interactivos el público era copartícipe de un proceso inmersivo.
Frente al gigantismo que distorsiona pinturas o creaciones, convendría recordar que nuestros dispositivos tecnológicos ya incorporan esa función sin necesidad de montar un tinglado que busca la espectacularización
También otros artistas como Dan Graham investigaron en esos años este tipo de cuestiones en relación a la imagen proyectada. A ellos habría que sumar, sin duda, los desbordamientos de José Val del Omar y el cine expandido de Stan Vanderbeek, especialmente su Movie Drome. Este proyecto, que estuvo inspirado en las esferas de Buckminster Fuller, era una especie de teatro semicircular en bóveda donde la gente se recostaría y experimentaría películas a su alrededor desde una posición no estática. Las imágenes múltiples flotantes reemplazarían la proyección tradicional única y frontal de las salas de cine.
Primer problema de las “exposiciones” que en estas páginas se debaten: el espectador es convocado para luego ser expulsado, al reservársele un papel residual. Frente a todos estos trabajos innovadores, que supusieron en los sesenta y setenta una auténtica renovación del arte y el cine de su época, las que ahora proliferan son epígonos que se inspiran vagamente en esas experiencias visuales pioneras. He entrecomillado la palabra exposiciones porque esas muestras que engrandecen cuadros o artistas famosos no pueden ser calificadas como tales: son más bien sucedáneos. Y, frente a los que defiendan la dificultad de organizarlas con obras reales y su supuesto fin divulgativo, convendría recordar otro ejemplo pionero e ilusionante como fueron las Misiones Pedagógicas.
Segundo problema: el tamaño sí importa. Frente al gigantismo y la desproporción que distorsionan pinturas o creaciones, o también frente a los amantes del detalle ampliado, convendría recordar que los dispositivos tecnológicos que hoy nos acompañan en el día a día ya incorporan esa función sin necesidad de montar un tinglado de tal proporción que busca la espectacularización. Aún recuerdo el choque que me produjo ver al natural La tempestad de Giorgione en la Academia de Venecia cuando, en un viaje universitario, la pude contemplar. La imaginaba de mayor tamaño y, frente a una primera decepción, no he dejado de ir a visitarla cada vez que acudo a la Bienal de Venecia.
Tercer y último problema: es el dinero, estúpido. La tendencia global a la sociedad del espectáculo viene en este caso asociada al arte como consecuencia de cierta deriva populista de algunos museos y fundaciones que, con la mejor de las intenciones, han insistido una y otra vez en aquellos artistas y movimientos que les dan rédito de público y/o económico. Así, el fin último de las “exposiciones inmersivas” sería, por tanto, recaudatorio.
José Luis Vicente
Experto en arte y nuevos medios
Más allá de la granja de likes
Hay una manera de escribir sobre el género de la “exposición inmersiva” como espacios de ocio que trasladan grandes clásicos de la pintura a banales proyecciones audiovisuales de gran formato, como sucedáneos digitales para el selfie inmediato. Surgidas en la mayoría de los casos a través de grandes operaciones comerciales, parecen culminar un proceso que empezó con los museos marca y las muestras blockbuster. Desprovistos ya del todo del aura de la materialidad, Van Gogh, Monet o Frida Kahlo quedan reducidos a “IPs” multiformato reproducibles hasta el infinito, como personajes de Disney o superhéroes de Marvel.
Es difícil defender que contemplar a la 'Monna Lisa' o la 'Noche Estrellada' a través del estrecho hueco de decenas de cabezas, sea una experiencia de la obra mucho más honesta que la exposición inmersiva
Seguramente no hay nada erróneo en este relato, pero tampoco demasiado que aprender de él. Resulta más interesante utilizar el artefacto de la exposición inmersiva para pensar qué nos dice sobre el estado actual de la experiencia del museo, sobre todo de aquellos concebidos como visita turística obligada y destino masificado de consumo. Como simple “infraestructura de Instagram” y granja de likes, la exposición inmersiva resulta mucho más efectiva.
Quizá existe una oportunidad para recalibrar lo que el museo ofrece y cómo lo hace, tras un par de décadas en que las cifras de cuerpos por hora que pasan por sus salas se situaron en el centro de su operativa. Es difícil defender que contemplar a la Monna Lisa o La noche estrellada durante segundos, a varios metros de distancia, a través del estrecho hueco de decenas de cabezas, representa una experiencia de la obra más honesta que su espectacularización inmaterial.
El término “inmersivo” se ha manoseado hasta vaciarlo de significado, pero es el mejor que tenemos para hablar de estrategias que aparecen una y otra vez en la producción cultural del siglo XXI, desde el arte al teatro, el nuevo audiovisual o la realidad virtual y aumentada. Es la aspiración de no restringir la experiencia artística a lo que se sitúa en el centro de nuestro campo visual, al otro lado de una línea invisible pero infranqueable que nos separa de la obra. La supremacía del marco ha sido contestada múltiples veces; desde los trompe-l’œil de la antigua Grecia a los falsos cielos en los palacios barrocos, los espacios inmersivos no son historia reciente.
Una genealogía de lo inmersivo en las últimas décadas puede abarcar desde los Ambienti Spaziali de Lucio Fontana a las Infinity Rooms de Yayoi Kusama. Instalaciones espacializadas como La Menesunda de Marta Minujín (1965) se anticipan cinco décadas a los entornos dramatizados de Punchdrunk o Meow Wolf, creadores de sofisticadas experiencias inmersivas entre lo teatral y lo lúdico. Reclamando este linaje más amplio podemos decir que muestras como las que presentan estos días en Madrid las grandes videoinstalaciones de Ragnar Kjartansson (Museo Thyssen) y las dramaturgias mecánicas y sonoras de Janet Cardiff (Matadero), son sin ninguna duda exposiciones inmersivas. La lógica cultural de la inmersión tiene un presente más radical y vibrante que los meros Van Goghs proyectados. El futuro de los museos, de la cultura y del aprendizaje nos promete múltiples caminos apasionantes aún por transitar.