Marta Rivera de la Cruz y Mar García Puig. Fotos: Daniel Ochoa de Olza/Rita Puig Serra

Marta Rivera de la Cruz y Mar García Puig. Fotos: Daniel Ochoa de Olza/Rita Puig Serra

Dardos

Política y escritura: ¿la gestión de lo público dificulta la creación literaria?

Las novelistas y políticas Marta Rivera de la Cruz y Mar García Puig reflexionan sobre su experiencia compaginando la literatura y sus cargos públicos

Marta Rivera de la Cruz Mar García Puig
4 julio, 2023 02:07

El sacerdocio 

Por Marta Rivera de la Cruz

Exconsejera de Cultura de la Comunidad de Madrid, actual delegada de Cultura del Ayuntamiento de Madrid y candidata al Congreso (PP). Su último libro es Nosotros, los de entonces (Planeta, 2016).

Sucedió hace nueve años. Acababa de meterme en la cama, y en el momento del duermevela, después de días dándole vueltas, vi claro el final de la novela que entonces estaba escribiendo. "¡Ya sé cómo acaba!", le dije a mi marido, que intentaba dormir. "Gracias a Dios", dijo. Porque su mujer llevaba bastante tiempo buscando algo que no encontraba, y como no lo encontraba, no hacía otra cosa que buscar. Y esa anécdota, que se ha quedado vieja, ilustra perfectamente lo que era mi vida de escritora, y explica por qué no he vuelto a escribir desde que entré en política. En el trabajo, soy una persona con cierta tendencia a la obsesión: si algún tema es especialmente importante, me acuesto y me levanto con el asunto en la cabeza. Y, desde hace unos años, los asuntos importantes se acumulan en mi mesa de trabajo, y colonizan sin piedad cada rincón de mi cerebro.

Nunca he podido ser una escritora a tiempo parcial. Y no estoy diciendo con esto que no escriba por falta de tiempo. Por muy absorbente que sea la política, no he dejado de leer, de ir al cine o al teatro, de ver a mis amigos y de encontrar momentos para la familia. Es una cuestión de actitud. Y si antes me acostaba pensando en cómo reconciliar a dos personajes secundarios, ahora lo hago pensando en la forma de obtener del responsable de Hacienda el dinero que se necesita para un proyecto importante, o en quién va a suceder a un funcionario que ha anunciado que se va a otro destino.

No quiero decir con esto que la literatura sea incompatible con la política. Estoy diciendo que lo es para mí, para mi forma personal de trabajar. Por supuesto que en estos años dedicada a la cosa pública podría haber arañado horas a mi tiempo libre para escribir una novela, pero simplemente no he sido capaz de gozar del estado de ánimo que yo necesito para enfrentarme al teclado. La política es un sacerdocio más estricto que el de la escritura, y exige entrega, compromiso y actitud. Y un estado de alerta que, para mí, es incompatible con el tipo de escritora que yo era.

Si antes me acostaba pensando en cómo reconciliar a dos personajes secundarios, ahora lo hago pensando en la forma de obtener del responsable de hacienda el dinero que necesita un proyecto

Cuando me preguntan si echo de menos escribir, respondo que por supuesto. Añoro escribir, y añoro ser escritora. Siento nostalgia por aquella mujer que era completamente libre en sus tareas, que reinaba en su mundo, que tenía más poder sobre su trabajo que todo el que se puede ostentar en una responsabilidad pública. Yo podía provocar la lluvia, conseguir que dos extraños se enamorasen solo con cruzar una mirada, salvar a alguien de la muerte. Podía construir un castillo, llevar a un ejército a la victoria, encontrar una mina de oro, hacer saltar la banca en un casino. Mi universo era mío. Ahora tengo más de tres millones de jefes, y sufro la dictadura de las rigideces burocráticas y la estrechez de los presupuestos. Pero llevo a las políticas públicas muchas cosas que aprendí en otro tiempo, y me muevo en un terreno que conozco bien.

Así que no soy menos feliz que cuando escribía novelas y perturbaba la vigilia de mi marido anunciando el hallazgo de la llave que cerraba una historia. Simplemente, lo soy de otra manera.

En el barro 

Por Mar Garcia Puig

Exdiputada en Cortes por En Comú Podem. Su último libro es La historia de los vertebrados (Random House, 2023).

Cuentan que el humanista renacentista Julio Escalígero afirmó fervoroso que prefería ser autor de versos como los de Lucano que emperador. Si me preguntan a mí, yo también apostaría por la poesía antes que por el poder político. Pero esta disyuntiva omite una incómoda obviedad: si nos mantenemos ajenos a que la política sea justa, quizás no habrá poesía que escribir ni leer.

Llegué a esa conclusión hace una década, cuando supe de dos suicidios que contenían tanta belleza literaria como injusticia social. En una Grecia ahogada por la deuda, un médico se colgó del techo y nos legó una vehemente defensa de que la violencia también puede ser económica. Al cabo de poco, un jubilado se pegó un tiro frente al Parlamento, después de escribir que la austeridad había acabado con su deseo de una vejez digna. Ambos suicidios me recordaron a aquel otro, ficticio pero de un realismo atroz, que narró Thomas Hardy en Jude el Oscuro. Después de escuchar cómo sus padres se lamentan por no poder alimentar a tantos hijos, un niño mata a sus hermanos y se ahorca. A su lado deja una nota escrita con temblorosa caligrafía: "porque somos demasiados".

Al leerlo, sentí un dolor que era también impotencia, por no poder cambiar ese final y darle a esos niños algo de esperanza infantil. Esa misma voluntad de cambiar un final injusto me hizo querer cruzar la pantalla donde miraba las noticias que venían de la cuna de la democracia y quitarle la pistola al jubilado, cortar la cuerda antes de que muriera el médico. Pero, como en casi todo, me di cuenta de que había que ir al origen y luchar contra un sistema que nos ahoga hasta preferir la muerte a la poesía. Meterme en política me pareció la forma de hacer justicia a estos suicidas y promover que la poesía gane a la muerte. Seguramente no es la única, pero es, con todo lo que tiene de prosaico, imprescindible. 

La política es una trituradora, pero si estos años he podido unir los trocitos de mí misma ha sido gracias al pegamento de la literatura. Esta ha sido refugio, y finalmente ha devuelto los órganos a su sitio

Durante un tiempo he renunciado a mi vocación literaria y me he manchado con el barro de los debates parlamentarios. Ocho años después, y habiéndole puesto un final no carente de espinas, no me arrepiento. Se dice que la política es una trituradora, y es cierto que algunas mañanas he tenido que recoger pedacitos de mí esparcidos por la habitación. No he podido apostarme en el cinismo, y muchas noches me ha martilleado el sufrimiento ajeno que no podía aliviar. Y entonces, me saltaba un trozo de rótula, o de arteria, o de epidermis. Tampoco he querido ceder antes las reglas de los partidos, y me he obcecado en mantener mi independencia. Y ante esa soledad, de nuevo un desgarro, y un trozo de ventrículo por los aires, otro de hígado, de lengua. 

Efectivamente, la política es una trituradora, pero si he podido unir esos trocitos de mí misma ha sido gracias al pegamento de la literatura. Estos años la literatura ha sido arma y refugio, y finalmente la escritura ha devuelto huesos, músculos y órganos a su sitio. Con alguna rozadura y algún golpe, pero de nuevo a su lugar. Y con la esperanza, algo soberbia, de que ese barro con el que me he manchado haya servido de alguna cosa.

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