El lenguaje, sus expresiones desacertadas, la incorrección. No me refiero a una incorrección gramatical, sino a la tergiversación de su decir. Hablamos, escribimos arrastrados por esta corriente caudalosa que es la realidad y, en el mejor de los casos, procuramos asirnos a unas ramas para no ser engullidos hacia la desembocadura de un sinsentido.
Seducidos por la acuñación de rótulos propios de la ostentación que nos rodea, no los cuestionamos. Sin embargo, habría que considerar qué aquilatamos con el uso de tan suntuosos epígrafes. Uno de ellos, desde luego contradictorio –se trata de un caso más–, es el que responde a las hoy llamadas “industrias culturales”.
La creación es un acto en extremo solitario, el hecho más antagónico a la idea de “industria”. Una hazaña –en muchos aspectos debe considerarse como tal– que a menudo comporta un sacrificio individual difícil de asumir y una capacidad de renuncia a las comodidades más elementales.
Ese esforzado Escrevo atentamente, curvado sobre o livro de Pessoa en el Livro do dessasossego, es literal. Bachelard llamaba a su escritorio mesa de la existencia, y Bernhard máquina de desesperación. Un cuadro del belga Borremans recrea la figura de un hombre sentado ante una mesa inabarcable. Es una metáfora certera.
La creación es un acto en extremo solitario, el hecho más antagónico a la idea de “industria”. Una hazaña que a menudo comporta un sacrificio
La aparatosamente denominada “industria cultural” se alimenta de un vivero de gentes con trabajos temporales y mal pagados, de solitarios que resisten con ahínco, de traductores a los que se les cuenta “el número de caracteres” como si lo hicieran El cambista y su mujer, de Quentin Massys; de brillantes compositores que no saben si su obra será estrenada; de descollantes actrices que conviven con Medea e Irina Arkádina a la espera de una representación efímera o de una descolorida serie televisiva. Pintores magníficos, escultores a los que les cuesta pagar el alquiler del estudio, bailarinas admirables, cineastas, intérpretes musicales.
Es significativa la naturaleza de las ayudas que el admirable Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO), asociación de autores y editores, proporciona a sus afiliados, a los que facilita, con la aportación de un porcentaje, la compra de gafas, audífonos, dentaduras e implantes; el acceso a una fisioterapia de rehabilitación, y la adquisición de material adaptado; socorro en el pago del arrendamiento y en el caso de desempleo prolongado, tan común.
Que se haya fundamentado una “industria cultural” sobre un colectivo borroso a los ojos de todos los gobiernos, no importa la tendencia, pero también a los de la sociedad, significa que se desconocen el verdadero origen y los sótanos de esta cultura que, en general, se labra en condiciones que pocos colectivos tolerarían.
Quienes han sacado partido de los que se entregan a este sordo esfuerzo, los han exprimido para obtener sorprendentes ganancias, sean empresas discográficas, editoriales, distribuidoras –según una consultoría editorial, por cada libro, supongamos de 10 € (pvp), el autor recibe 1 €; el editor 3 €; ¡y el distribuidor 6 €!– y, ahora, los cíclopes de la venta en internet.
Vermeer no salió de la ruina en los últimos años, como De Hocch, que murió loco; Mozart falleció con deudas; sabemos en qué situación subsistió Van Gogh y en la que fue encontrado Poe; Dostoievski vivió en aprietos, como después Satie, Roth, Tsvetáyeva, Bartók y tantos más. Los últimos años de Musil fueron penosos; María Zambrano padeció estrecheces entre 1939 y 1984. Una vida.
Y sólo por mencionar unos casos conocidos, porque, por debajo de éstos, existe una arriesgada genealogía de autores menos conocidos pero necesarios para que podamos presumir de un tejido cultural. Los ejemplos actuales, abundantes, son silenciados en este artículo por decoro.
La operación ideológica que ha hecho de la cultura una aliada del ocio, y poco más, sin reparar en que ésta es compromiso y no un simple entretenimiento, favorece que se dé por buena la acotación de “industria cultural”, a menudo abastecedora de una diversión superficial y masiva, de trazo grueso, que nada tiene que ver con la reflexión, lentitud y silencio que preceden a la valiente, verdadera y solitaria creación.