"¿Qué queréis: que os cuente un mito o que avancemos por el razonamiento?” Y se contesta el propio Protágoras: “creo que es más agradable contaros un mito”. Y cuenta el de Prometeo en el diálogo platónico que lleva el nombre del sofista. Este titán robó el fuego y las artes industriosas necesarias para usarlo y se los dio a los hombres, desprovistos de garras y colmillos. Con todo, los pobres andaban solos y dispersos por carecer de las artes políticas. Zeus, compadecido, se las regaló también a través de Hermes entregándoles dos dones más: dike y aidos, la justicia y la vergüenza, para así “crear ciudades ordenadas y atar lazos de amistad entre los hombres”.
La existencia del individuo solitario y aislado es miserable por comparación con la que disfruta si se asocia con otros en una ciudad. Pero para esa existencia política superior necesita dos sentimientos divinos, ambos relacionados con el temor. Una posible interpretación de ambos dones es la siguiente: dike representa el miedo a la ley coactiva, aidos la vergüenza por un comportamiento reprochable. La coacción y la autocoacción moral. Sin ellas, viene a decir Protágoras, no hay vida civilizada.
Una sociedad prospera cuando generaliza a la mayoría el asco y crea una costumbre sentimental compartida
Hay un temor servil nacido del castigo previsto en la ley para los rebeldes a su cumplimiento. Merece el dictado de servil porque el obediente obra por miedo al azote, en la inteligencia de que esquivaría la ley si encontrara el modo de escapar al látigo. El temor civil, en cambio, determina a hacer lo debido por la vergüenza que sentiría ante los demás y ante su propia conciencia de realizar un comportamiento reprochable, aunque sea lícito. En ocasiones el bochorno duele más que la cárcel. Ese pudor, la interiorización de la ratio de la norma, por la que uno ejerce la coacción interna sobre sí mismo sin esperar la externa, es oro político. La espada no basta para construir ciudad. No se niega el carácter regulador y a veces educativo de la ley, orientadora de conductas. Pero sólo cuando prevalece en la sociedad la íntima convicción sobre la necesidad de una regla, brota la concordia, literalmente, el sentir idéntico de muchos corazones. La ciudad está en vilo mientras se urbaniza el corazón de sus miembros.
Refiere Norbert Elías que los señores medievales se sentaban a banquetear con el rey en unos sillones provistos de orinales. De esta manera, podían completar el ciclo digestivo entero desde la masticación hasta la evacuación sin abandonar el copioso festín. Pero un día, alguien empezó a sentir asco de tanta promiscuación y, separando el final y el principio del proceso, sintió la necesidad de practicar separado los actos de Deméter: se inventó el retrete que, como su nombre indica, implica un oportuno retraimiento de la espontaneidad orgánica. Civilizar no consiste en negar la naturaleza sino en retraerla para educarla.
Nadie ha podido demostrar la verdad de los bienes morales: la justicia, la bondad o la libertad. Se reconocen únicamente por el asco que produce la visión de su atropello. Si nos repugna que lo violen es porque se ha hecho evidente para todos su precioso valor, digno de respeto. Una sociedad prospera cuando generaliza a la mayoría el asco y, a partir de ésta, crea una costumbre sentimental ampliamente compartida. En el fondo, el progreso moral consiste en una multiplicación de retretes.
Protágoras nos advierte contra la tentación elitista. Nadie debería estar a salvo de los sentimientos de justicia y vergüenza. Significativamente, el mito termina con la consulta que Hermes formula a Zeus antes del reparto de los dos dones: si basta con entregarlos a una minoría, como suele hacerse con las artes técnicas especializadas. Responde Zeus que no, que los entregue a todos sin excepción, “pues no habría ciudades si sólo unos pocos participaran de esos dones”.