ISQUIA. Pregúntenme en qué película me quedaría a vivir: en ¿Qué ocurrió entre mi padre y tu madre? (1972), quizá la (pen)última gran comedia de aroma clásico. Precioso hotel en Isquia con un director para llevárselo a casa, rica comida italiana con orquesta, bailar hasta el amanecer, bañarse desnudo en el mar, vivir una inesperada historia de amor, mudar de piel y ser otro más libre…
He vuelto a ver esa película a cuenta del centenario de Jack Lemmon (1925-2001), inolvidable como el estricto magnate norteamericano Wendell Armbruster III, que cae de su caballo de hierro al dejarse llevar por la vitalista y positiva Juliet Mills. Fue una de las siete comedias que Lemmon hizo con Billy Wilder, todas, menos la última –Aquí, un amigo (1981)–, extraordinarias. Y una de las once que impulsó con su productora, Jalem Productions.
Lo de ser hombre de orden, tipo republicano –él, que era demócrata–, y pasar a una causa progresista, lo haría luego más veces, notoria y trágicamente en El síndrome de China (James Bridges, 1979), drama proecologista, y, sobre todo, en Desaparecido (Constantin Costa-Gravas, 1982), como el padre yanqui que termina por admitir que su hijo ha sido víctima de la entente entre los golpistas chilenos y las autoridades norteamericanas. Con estas películas ganaría sendos premios de interpretación en Cannes.
DRAMÁTICO. Sin rastro de galán y con su apariencia de hombre del montón, Jack Lemmon fue el perfecto ejemplo de ese axioma sobre la mayor capacidad de los cómicos para hacer papeles dramáticos que a la inversa. Y es que bajo el humor suele traslucirse con frecuencia el drama (el patetismo, la tristeza), cosa que no sucede al revés. Ahí está su obra maestra con Billy Wilder, El apartamento (1960), y con su mejor partenaire femenina, Shirley McLaine, otra cómica dramática, director y actriz con los que repetiría en la parisina y chispeante Irma la dulce (1963).
Lemmon bordó un personaje dramático con el empresario fraudulento de Salvad al tigre (John G. Avildsen, 1973), su segundo oscar. El primero, como secundario y al inicio de su carrera, lo ganó con el marinero de Escala en Hawai (John Ford, 1955).
Jack Lemmon fue el perfecto ejemplo de ese axioma sobre la mayor capacidad de los cómicos para hacer papeles dramáticos que a la inversa
Formado en el teatro serio y con el método Stanislavski de Uta Hagen, Lemmon andaba preocupado en sus comienzos con su encasillamiento en la comedia. Entonces, y al igual que en el caso de Salvad al tigre, produjo con Jalem, y con toda intención, Días de vino y rosas (Blake Edwards, 1962), terrible drama sobre el alcoholismo que a él mismo le alcanzaría en los años 70. Con Edwards y con el pérfido profesor Fate (y también con Jalem Productions) se sacaría la espina en la regocijante La carrera del siglo (1965), en la que se afanaba en la ruina del blanquísimo –¡esos destellos de su dentadura!– Tony Curtis.
MATTHAU. Curtis, centenario también este año, y Jack Lemmon ya habían andado a la greña, saxofón y contrabajo mediante, como los músicos/as Joe/Josephine y Jerry/Daphne, perseguidores de Marilyn "Sugar" Monroe y su ukelele y perseguidos por la mafia en Florida, en esa comedia desopilante y pionera del travestismo cinematográfico que fue Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1958). ¡Qué tangos se marca "Daphne" con el libidinoso millonario Osgood Fielding III!
La "pareja de baile" por excelencia de Lemmon fue el narigudo Walter Matthau, su amigo durante cuarenta años y once películas. Wilder, again, los volvió a unir en la sátira periodística Primera plana (1974), pero fue él quien había dado con la clave en En bandeja de plata (1966): un Matthau tramposo y malvado y un Lemmon como su víctima propiciatoria. Esa fórmula se consagraría con La extraña pareja (Gene Sacks, 1968), parodia matrimonial escrita por el infalible Neil Simon. Lo dicho:
si desaparezco, búsquenme en Isquia.