Las relaciones paternofiliales vienen constituyendo, desde hace al menos siglo y medio, un asunto vertebral de la narrativa contemporánea, que en el transcurso de todo este tiempo ha ido reflejando las profundas transformaciones que esas relaciones han experimentado. Me refiero ahora, específicamente, a las relaciones padre/hijo. Las relaciones madre/hijo y madre/hija, así como las de padre/hija, reclamarían otras consideraciones.
El caso es que, si en la primera mitad del siglo XX predominó el conflicto del hijo con la figura por lo común dominante y a menudo autoritaria del padre –un conflicto que solía dar lugar a la rebelión del hijo y a sus intentos de emancipación–, en la segunda mitad se abrió paso, poco a poco, la figura del padre destartalado y huidizo, al que el hijo busca para reclamarle el afecto debido y la asunción de sus responsabilidades.
Las décadas de los ochenta y de los noventa están llenas de hijos tras el rastro de padres fugitivos, a los que interpelan con actitud más conciliadora que acusatoria.
De ahí arranca, ya entrados los 2000, lo que se dio en llamar la “literatura de hijos”. Empleaba yo mismo esta etiqueta, hace ya un montón de años, al comentar en una de estas columnas sendas novelas publicadas en 2011 por Patricio Pron y Alejandro Zambra.
En la segunda mitad del siglo XX se abrió paso, poco a poco, la figura del padre destartalado y huidizo, al que el hijo busca para reclamarle el afecto debido
Las dos trataban, con estrategias muy distintas, de la asunción, por parte de sus respectivos narradores, de la conflictiva herencia de sus padres. La novela de Zambra se titulaba Formas de volver a casa, y en ella se leía: “Los padres abandonan a los hijos. Los hijos abandonan a los padres. Los padres protegen o desprotegen pero siempre desprotegen. Los hijos se quedan o se van pero siempre se van”.
Más de diez años después, en un libro-artefacto de carácter mucho más coyuntural y desenfadado que el de aquella novela, el mismo Zambra acaba de publicar Literatura infantil (Anagrama), que amaga con humor y ternura ya no una “literatura de hijos” sino una “literatura de padres”. Cabría referirse así a la literatura surgida de una figura nueva y hasta cierto punto insólita: la del padre encandilado con su propia vivencia de la paternidad, que experimenta con actitud pionera, imbuido de su nuevo rol en la tarea de la crianza.
Esta nueva figura lleva segregando, al menos de momento, un notable caudal de libros embarazosamente escorados hacia un sentimentalismo ramplón de corte más bien narcisista y exhibicionista. El librito de Zambra, con todo, permite esperar algo más.
Pero entretanto la “literatura de hijos” no remite su caudal y sigue dando libros interesantes y a menudo emocionantes (como lo fue en su momento Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente). Acaso porque la asunción de la figura paterna, por problemática que sea, sigue constituyendo un expediente inesquivable en la cadena de transmisión cultural, al menos en el estadio actual de una sociedad susceptible todavía de ser tachada, con buenas razones, de heteropatriarcal. Es Telémaco quien tiene que reconocer a Ulises, y no al revés.
En este contexto, cobra una particular significación el empeño asumido por Juan Villoro en La figura del mundo (Random House), donde emprende una resuelta dilucidación de la personalidad de su padre, el filósofo Luis Villoro. Se trata, como ya he dicho en otro lugar, de un riguroso, conmovedor y a ratos desopilante ejercicio de filiación, de construcción crítica pero comprensiva de la figura paterna, que en este caso era la de un intelectual poco predispuesto a las obligaciones de la vida familiar y poco atento a sus complejidades afectivas. Una operación que, inesperadamente, Villoro remata y matiza con la intervención final de la madre, en un juego –un relevo– de “roles” que enriquece y complica sutilmente el admirable ejercicio de filiación.