En estos tiempos en que tan a menudo se oye emplear el término genocidio, no soy el primero en destacar la curiosa circunstancia de que dos películas recientes, las dos estrenadas este mismo año, aborden uno de los genocidios más atroces, sistemáticos y prolongados que ha conocido la Historia moderna.

Me refiero, obviamente, al de los pueblos amerindios, tanto del norte como del sur. Un genocidio que constituye la gesta fundadora de buena parte de lo que entendemos por Occidente, y que por ello interpela –con más profundidad y crudeza aún que los salvajes genocidios cometidos en África y en Asia por la Europa más depredadora– a la conciencia colectiva de una civilización, la nuestra, construida a fuerza de sangre, sojuzgamiento y exterminio.

Las dos películas a las que me refiero son Los asesinos de la luna, la última superproducción de Martin Scorsese, y Los colonos, primer largometraje del director y montador chileno Felipe Gálvez. El contraste entre ambas arroja algunas lecciones que no es lugar este para glosar. Me limitaré solamente a recordar aquello de que la necesidad hace virtud. En los 97 minutos que dura Los colonos se cuentan, con rigurosa austeridad, muchas más cosas y con bastante más espectacularidad y contundencia que en los 206 minutos de la –disculpen el desahogo– tediosa, repetitiva y artificiosamente estirada Los asesinos de la luna, en la que Scorsese, senilmente engolosinado consigo mismo, vuelve a autoplagiarse hasta la saciedad.

[Martin Scorsese, el retorno del coloso que ha diseccionado la violencia en Estados Unidos]

Como ilustración del genocidio de los indios Osage de Oklahoma, Los asesinos de la luna es inservible, cualquiera que sea el juicio que uno se forme de la película. Pues nos hallamos, como era de temer, con una película de gángsters disfrazados de cowboys. Que las víctimas sean indios es un dato casi anecdótico en el marco de un convencional relato de crímenes seriales impulsados por un mafioso avant la lettre.

En Los colonos, por el contrario, Felipe Gálvez aborda con mucha mayor ambición, y también mucha mayor contención, el brutal exterminio de los indios Onas (o Selk’nam) de Tierra de Fuego, conocidos por las impactantes fotografías que, poco antes de su práctica desaparición, hizo de sus últimos supervivientes el sacerdote y etnólogo austriaco Martin Gusinde, que captó sus rostros, ritos, atuendos y costumbres.

Como ilustración del genocidio de los indios Osage de Oklahoma, 'Los asesinos de la luna' es inservible

En Los colonos, no se priva Gálvez de hacer unos cuantos guiños –algo forzados, todo sea dicho– a los testimonios fotográficos de Gusinde, pero la fuerza de la película deriva de su sabia apropiación de los códigos narrativos del wéstern para solo esbozar, con el simple recurso de unos paisajes sobrecogedores y un puñado de actores bien escogidos, la violenta gesta de cacería y muerte emprendida por el muy histórico mercenario escocés Alexander MacLennan, más conocido como “el Chancho Colorado” (chancho, en chileno, significa ‘cerdo’), que trabajó al servicio del insaciable ganadero José Menéndez, de origen español, conocido a su vez como “el rey de la Patagonia”.

Gálvez acierta a captar un aspecto esencial del genocidio cometido a finales del siglo XIX por las bandas de capataces y peones ingleses, escoceses, irlandeses, italianos que cobraban una libra por cada par de testículos o de senos cortados, y solo media por cada oreja de niño: me refiero a su propia condición salvaje y a su incapacidad moral para reconocer en los indígenas que exterminaban ningún rastro de humanidad.

La violación múltiple de una india moribunda y el conradiano encuentro de MacLennan con un coronel británico enloquecido constituyen los puntos álgidos de una película que juega sutilmente con los puntos de vista empleados y que, paradójicamente, respira una serena belleza. Especial mención reclama el giro mordazmente irónico de la última escena, que pone en entredicho los amagos de reparación, por parte del Gobierno chileno, del crimen cometido.