Kafka y la vanguardia: he aquí una cuestión escurridiza.
La vida adulta de Kafka se desarrolló durante la etapa heroica de las vanguardias, y la escasa obra que llegó a publicar entre 1912 —fecha de aparición de su primer libro, Contemplación— y 1924 —año de su muerte— fue encuadrada a menudo en el marco —muy elástico, sin duda— del expresionismo.
El círculo de sus amistades literarias, tanto en Praga como en Viena y Berlín, orbitaba sin duda en la avanzada de la cultura centroeuropea, en cuyos órganos —diarios, revistas, almanaques— alcanzó a tener Kafka una reputación considerable. Su principal editor, Kurt Wolff, fue un destacado promotor de la nueva literatura, y con él compitieron otros editores también punteros —como Erich Reiss y Paul Cassirer— que aspiraron a incorporar los escritos de Kafka a sus catálogos. A pesar de lo cual, ni la obra ni menos todavía la personalidad de Kafka parecen encajar del todo en el concepto más trivial que nos hacemos de vanguardia. Pues asociamos a la vanguardia connotaciones de beligerancia, de agresividad, de radicalismo, de aventura, de riesgo, de hermetismo que sólo con dificultad —y desde luego no sin matices— cabe asociar a Kafka. Dicho sea sin menoscabo de la inagotable novedad de su obra, de su naturaleza esencialmente extraordinaria e inasible.
Es en las cartas donde Kafka deja que asomen sus orejas de lector atento y sensible a la literatura de su tiempo, con la que sintoniza mucho más de lo que aparenta
El expresionismo es sin duda un marco plausible en el que situar la emergencia de Kafka. La luz de sus narraciones y la gestualidad de sus personajes no queda lejos, a veces, de la del cine que se adscribe a esta tendencia. Pero la transparencia de su escritura, su rechazo de todo efectismo, de toda espectacularidad, su humor, su tembloroso sosiego, los ecos inmemoriales que parecen resonar en ella —la Biblia, la mitología clásica, la tradición judaica, la cultura china—, la sustraen de todo estrépito y extravagancia.
Curiosamente, es en las cartas donde un Kafka a menudo más desinhibido deja que asomen sus orejas de lector atento y sensible a la literatura de su tiempo, con la que sintoniza mucho más de lo que aparenta.
Como prueba traigo aquí un pasaje notable de una carta a Max Brod de finales de noviembre de 1917, escrita desde Zürau. Kafka le cuenta a su amigo la vida que lleva allí, en la granja que regenta su hermana Ottla. Se acerca el invierno, y la escasez de luz restringe drásticamente el tiempo que puede dedicar a la lectura. Y he aquí que de pronto, sin previo aviso, en el dibujo de su pacífica vida en Zürau, Kafka abre un paréntesis en el que se cuela, como una ráfaga de viento al abrir la ventana, toda la actualidad del momento —la actividad en los frentes de la Gran Guerra, la vida cultural en Alemania, los pálpitos de la Revolución rusa— en una especie de collage simultaneísta.
Kafka describe a su amigo cómo emplea el escaso tiempo de luz, y le dice que “ese tiempo en el que, entre oscuridad y oscuridad, uno quiere sacar algo de un libro (y entretanto las tropas húngaras despejan el delta del Piave, el golpe es dirigido desde el Tirol; se conquista Jaffa y Hantke [líder sionista] es dignamente recibido, Thomas Mann tiene gran éxito con una conferencia, Essig ninguno, Lenin no se llama Zederblum sino Ulianov, y cosas por el estilo), ese tiempo no quiere uno emplearlo para escribir, y apenas lo ha decidido cuando ya es de noche y sólo se ve con poca claridad a los gansos allá fuera, en el estanque”.
Este paréntesis sorprendente reclama una larga nota aclaratoria para descifrarlo bien, pero así, en crudo, revela la modernidad de Kafka bajo su aspecto más inesperada y convencionalmente vanguardista, que él mismo obvió cultivar.