Tengo en la retina la Yerma de Nuria Espert, la grande, la inmensa, mi inolvidada Nuria Espert. Y recuerdo la de Aurora Bautista, la de Silvia Marsó y algunas más que incendiaron las salas alternativas. Por eso acudí al teatro Quique San Francisco con esperanza y expectación.
La belleza de la palabra, el verso de aliento surrealista, con André Bretón y Tristán Tzara al fondo, más la fuerza expresiva de Federico García Lorca, se derramaron sobre el escenario, bajo la dirección sabia de Ernesto Caballero, que modernizó el surrealismo lorquiano con el neoexpresionismo abstracto de una escenografía desolada y liminar. Como en los Sonetos del amor oscuro, el tiempo encumbró a Federico y a Caballero y los dejó ajenos y destrozados en una experiencia teatral que estremeció a un público joven y especialmente entendido.
Cerró el espectáculo la ovación incesante, el aplauso de la sinceridad al esplendor de la obra y al esfuerzo de las actrices y los actores. Karina Garantivá, Rafael Delgado, Felipe Ansola, Raquel Vicente, Ksenia Guinea y Ana Sañiz, ajenos todos al divismo en una interpretación coral sin desigualdades y tal vez, con escasa conciencia de la belleza que, en sí misma, enciende la palabra lorquiana.
La tragedia de la esterilidad sigue vigente en la actualidad, pero no en la proporción del mundo rural durante la época en que Lorca la llevó al escenario. La mujer, en el sector campesino de entonces, solo se valoraba si paría hijos. No tenerlos era una desgracia profunda, tal vez el silencio de Dios, la maldición divina.
Que no se le busquen simbolismos políticos a Yerma. No los tiene. “Federico –me dijo Rafael Alberti, cuando estrenó, en el teatro Pablo Neruda del sótano de mi casa, su Venus y Príapo, que interpretó, con insólito acierto, Aitana Sánchez-Gijón– no entendió nunca que un escritor, que un intelectual debía comprometerse con la política al servicio de la clase trabajadora. Reconozco que su teatro permanecerá por los siglos de los siglos porque se nutre de la condición humana, el amor, el odio, el desprecio, los celos, la madre, los hijos, la soledad, la pasión, la infidelidad…".
La nueva generación española está más cerca del Lorca esencial, sobre todo cuando la sabiduría de Ernesto Caballero lo vanguardiza y lo hace elemental sin cegar el fulgor de su palabra
No le faltaba razón al autor de El adefesio al describir, quizá con alguna acritud, el fondo del teatro de Federico García Lorca, aunque justo es reconocer que al regresar de Nueva York escribió El público, anticipándose veinte años al teatro del absurdo. Si la guerra incivil no hubiera evitado su estreno a tiempo, si el inmenso poeta de los Sonetos del amor oscuro no hubiera sido atrozmente asesinado, figuraría hoy a la cabeza del movimiento que dos décadas después consolidaron, desde el absurdo a la crueldad, Samuel Beckett, Ionesco, Arrabal, Adamov, Pinter, Artaud, Genet, Sanchis Sinisterra, Volojov, Jarry, Stoppard…
Ahora sabemos que Federico se anticipó a todos con El público. El París vanguardista de los años sesenta que conocí de cerca hubiera admirado la última obra teatral del autor de La casa de Bernarda Alba. La nueva generación española, sin embargo, está más cerca del Lorca esencial, sobre todo cuando la sabiduría de Ernesto Caballero lo vanguardiza, lo desmenuza y lo hace elemental sin cegar el fulgor de su palabra ni la profundidad del verso del poeta vilmente asesinado. Federico soñaba con el amor oscuro entre las ruinas de su pecho hundido y quería matar al único testigo para el asesinato de sus flores, las mismas que se esparcieron sobre el escenario del teatro Quique San Francisco y que convirtieron el llanto del poeta tras los ojos de Yerma en eterno montón de duro trigo.