El violín de las aguas envenena los sueños del poeta. Sobre sus agrias heridas se derrama la soledad sin codicia. Ángel Antonio Herrera aprendió a sentir entre espejos, siempre asomado al vértigo de una vida gastada entre el desgarro de lo inútil y la furia de lo efímero. El poeta anhela que sus versos sean un incendio. Que reflejen su escritura dada a la melancolía y por eso mismo delicada y profunda.
Antonio Lucas, que siente el temblor de la poesía, describe a Ángel Antonio Herrera en Los espejos nocturnos (Akal), como una incandescencia geográfica íntima. El poeta pretende volver de donde nunca estuvo. Navega entristecido y turbio junto a la airada voluntad de la belleza. Ama la vida y la desolación, el relámpago y la absenta del júbilo evanescente.
Bajo la última lámpara de la melancolía un lobo gobierna sus audacias, el lujo del precipicio y los huesos del paraíso. Huye devastado porque no quiere alcanzar la calamidad de la certeza y se instala, por eso, en la selva azul de la indolencia.
El poeta pretende volver de donde nunca estuvo y afirma que quien tiene el amor posee también su quemadura
El poeta encuentra, por fin, a la muchacha mágica. Con ella la esperanza viola los lutos lejanos. Sabe que al abrirse un amor se inaugura un pasado. Que llegará el ocaso y que la belleza del desmayo no podrá emborronar el lento color de la nostalgia. Se alza entonces sobre las cenizas del amor y sus versos se hacen más frágiles y desesperados.
Ángel Antonio Herrera afirma que quien tiene el amor posee también su quemadura. Y que la amada en el amado transformada le inunda con las nostalgias de Juan de la Cruz. El poeta cumple las trashumancias todas de la tristeza y viaja siempre de regreso. No le queda mediodía para debatir el desamparo porque las noches y los caminos se adentran huérfanos en la oscura penumbra del más allá, sin saber, como Rubén, adónde vamos ni de dónde venimos.
[Carlos Mayor Oreja, la descarga política de la tiza y la pancarta]
Siente el poeta que la muerte al acecho hará súbita cosecha atónita. Y sus versos se estremecen. Le dice a la amada lejana y sola que se ahoga la verdad en su anhelo, porque la verdad no acaba, porque es humo, porque es racimo y es río.
Como una plaga de póstuma plata transcurren los días del dolor, que es saber que el desamor nunca termina. Todo libro, le dice Ángel Antonio Herrera a la amada, “está escrito contra la muerte; todo libro, mi amor, dulce guía de la errancia, cada verso”. En los perdidos despeñaderos de la añoranza busca el poeta el párvulo cuerpo desnudo de la amada poque el recuerdo de ella es un holocausto de estrellas y mirar el amor es otro modo de nombrarlo.
[Periodismo cultural: atención al desafío de la inteligencia artificial]
Duerme al sol el ciego corazón aciago. No quiere sufrir el poeta con otras muchachas viendo en cada rostro los ojos centinelas de la amada que se ha ido. Y sitúa la soledad aparte para que a nadie azote la cruel cordura de haber amado y no haber muerto. Los espejos nocturnos han aprendido que fueron idioma del amor para que el hombre muriera entre sus brazos.
Se desploma la melancolía sobre los versos del poeta, devastado bajo el temporal de otro siglo junto a la mansa muchacha desnuda. Por los gélidos caminos de su ausencia, cómplice del fuego y de la nada, el poeta disipa las pe-numbras y abrevia la desolación de un solo álabe, con la esperanza de que ella descubra el mismo río de voraces sedas que desde sus adentros se desborda enardecido.
Cuando abre los candados de la soledad, se aleja de los ojos del poeta el ocaso como una herida del río enronquecido. Ángel Antonio Herrera se dispone entonces a arrojar a las aguas profundas la llave más querida. Sabe que en él está la primera ausencia, en él su última lejanía.