Bajo las aguas tibias de un escepticismo insalvable, Carme Riera ha escrito, entre las ruinas de su corazón, la novela definitiva: Una sombra blanca. La autora se abre a la acidez de la vida y se enfrenta a la gran incógnita de la condición humana: la oscura penumbra del más allá.

Paso a la mujer que se abre paso. Me revientan las cuotas porque significan una ofensa abierta en canal sobre la capacidad femenina. Carme Riera no necesita cuotas. Son muchos sus relatos, sus ensayos, sus novelas admirables, y ahí están, robusteciendo una obra abrumadora y unos éxitos que pocos escritores españoles pueden exhibir. La palabra pedernal de Riera bordonea año tras año su musculatura literaria.

La gran novela, como escribió Proust, es la que plantea problemas morales y los deja sin resolver para que el criterio del lector se pronuncie sobre ellos. Asistí a la presentación que Julia Navarro hizo de Una sombra blanca (Alfaguara) y me impresionó el ejercicio de humor e inteligencia que ambas escritoras desplegaron en un escenario especialmente exigente.

Me ha emocionado la lucidez de Carme Riera al desarzonar a los jinetes del racismo

Carme Riera sabe muy bien lo que ella y su obra significan en la República de las Letras, y aunque el tirón catalán enrarezca en ocasiones su sabiduría literaria, el balance de todo lo que ha escrito resulta abrumadoramente positivo.

Una sombra blanca tiene sin dudas defectos que los heraldos de la crítica especializada señalarán. Yo no voy a hacerlo porque elijo para la Primera palabra aquellas manifestaciones culturales que despiertan mi interés por unas u otras razones. No pretendo criticar sino disfrutar y esclarecer.

Barbara Simpson, la soprano negra convertida en eje de la novela, revive en la UCI. “Había estado entre la vida y la muerte. En la muerte incluso, puesto que sus parámetros vitales fueron durante unos instantes apenas una línea inexpresiva. Pero consiguieron reanimarla y el corazón comenzó a bombear, el cerebro a recibir oxígeno, y la respiración se fue acompasando”.

Y añade la autora: “Tal vez había vuelto a la vida porque no debía morir. Todavía no. Antes tenía que resolver el asunto que la obsesionaba. No podía irse. Ni podía descansar pese a haber tenido la percepción de estar fuera de su cuerpo envuelta en luz y en una calma absoluta”.

La adjetivación justa, la metáfora fracturada sobre las vides abiertas de la palabra, la sintaxis especialmente atendida, los diálogos escasos pero certeros, el hierro derrotado, la profundidad psicológica al analizar a los personajes, convierten esta novela en una delicia para el lector. Carme Riera ha sido siempre sustancialmente antirracista.

En La negritud, el libro que escribí hace ya sesenta años, desmenucé algunas de las atrocidades que sufrió la raza negra por parte del cristiano mundo occidental. Me ha emocionado la lucidez de Carme Riera al desarzonar a los jinetes del racismo.

Y también el valor con que la novelista se enfrenta a la muerte. “Yo que no soy creyente y ninguna religión me satisface, estaba segura de que después de la muerte no hay nada. Pero mi trato con Barbara y después con Ripper con el que me entrevisté muchas veces a mi vuelta de Nueva York en 2005… me convencieron de lo contrario y me di cuenta de hasta qué punto tenemos miedo a aceptar lo irracional, lo que Jung llama la sombra, y de que los demás consideren que estamos llenos de fantasmas o dominados por el pensamiento mágico, como quiere el materialismo científico”.

A Alexis Carrel, médico e investigador de gran prestigio, Premio Nobel de Medicina en 1912, agnóstico de fondo, la desolación del más allá le zarandeó durante los años en los que profesionalmente trabajó en Lourdes. Escribió entonces La incógnita del hombre, libro que hubiera entendido muy bien Barbara Simpson.

Carme Riera, en fin, ha desnudado su escritura ante el lector para presentar un relato novelado que no sólo interesa, es que deslumbra.