No recuerdo qué edad tenía cuando leí Los versos del capitán de Neruda. Lo que sí recuerdo es la sensación física que me produjo: el deslumbramiento de la belleza de hundirme en un mar de palabras que me hablaban. Neruda y su poesía fueron omnipresentes en los 70, cuando escribí mis primeros poemas. Uno empezaba a leerlo y cuando creía que ya esa voz no podía elevarse más, pasabas la página y “me gustas cuando callas porque estás como ausente” te hacía contener el aliento.
Si hay algo extraordinario en su poesía es la resonancia, la música que le imprimía a sus versos. Es contagiosa. A mí su aliento poético me cargaba las cámaras del fusil de palabras que andaba a cuestas, y tenía que esperar varios días para escribir porque, de lo contrario, no podía evitar sentir que lo imitaba. Hija de Darío, como nicaragüense que soy, había crecido con la poesía sonora y las rimas de nuestro panida, pero ya mi generación lo había digerido hasta el empacho.
Éramos sucesores de la generación de Vanguardia, que colocó a Darío en su nicho y le dio la espalda para abrirse a las influencias de la poesía norteamericana de Ezra Pound o T.S. Eliot, ese verso libre cuya musicalidad no provenía de la rima sino del misterioso don de hilar palabras que contenían en sí mismas la armonía. No era lo mismo, sin embargo, leer traducciones, que encontrar un poeta como Neruda que lograba imprimir la grandeza de su voz poética tanto a su poesía de amor como a su oda a la cebolla, y que, además, cantaba a la geografía y a la identidad latinoamericanas con el vuelo de cóndor de las grandes ideas libertarias.
Un libro que me impresionó y marcó en esos años fue el de sus memorias. Confieso que he vivido. Lamento no tenerlo a mano, pero sé dónde estaba el ejemplar leído y releído en mi secuestrado estudio en Nicaragua. Pasajes de ese libro: la lluvia de Temuco, los caballos percherones, la manera en que él valora, como joyas que cayeran de la montura de los conquistadores españoles, el idioma esplendoroso que nos dejaron, residen en los surcos de mi memoria, árboles crecidos de esas semillas.
Neruda cantaba a la geografía y a la identidad latinoamericanas con el vuelo de cóndor de las ideas libertarias
Todavía estaba el dictador Somoza en el poder, cuando un día al abrir el ahora confiscado periódico La Prensa, vi una esquela que me hizo creer en los milagros.
Se anunciaba que esa semana Pablo Neruda leería su poesía en la Biblioteca Nacional. ¡Pablo Neruda en Managua! –salté– ¡Por fin podría escucharlo leer esos poemas, oír esa sonoridad en su propia voz! Mi hermana Lucía estaba por casarse con mi cuñado español, Antonio Martínez. No pude reclutar como acompañantes a mi madre y Lucía, pero convencí a Antonio.
Yo nunca había puesto pie en la Biblioteca Nacional en tiempos de Somoza, pero no me importaba ir a un establecimiento de la dictadura para oír a Pablo, a quién secretamente recriminé que se presentara allí, sin que mi crítica disminuyera mi afán por escucharle. Antes del terremoto que en 1972 destruyó todo el casco urbano de la ciudad, la Biblioteca estaba en medio del mercado San Miguel, una aglomeración caótica de puestos rústicos que ocupaban aceras y calles donde era imposible transitar en coche.
Antonio y yo no nos arredramos ante el molote, las cáscaras... ¡Íbamos a ver a Neruda! Pobre hombre, pensé, imaginándolo al cruzar esa aglomeración descuadernada. Llegamos a la puerta de la Biblioteca a toda prisa y un vigilante nos indicó que el recital sería en el segundo piso. Allí nos esperaba una pequeña sala, ordenada, con hileras de sillas acomodadas frente a un tocadiscos. Al desencanto, siguió la risa. Decidimos quedarnos. A la hora indicada, un formal funcionario dejó caer la aguja sobre el vinilo. Así oímos a Neruda recitar con voz cascada y parsimoniosa: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche”.