“¡Que fabriquen ellos!”
Miguel de Unamuno, filósofo y escritor de la Generación del 98, y una de las figuras españolas más ilustres del Siglo XX, puso en boca de uno de sus personajes en cierto ensayo: “Inventen, pues, ellos y nosotros nos aprovecharemos de sus invenciones. Pues confío y espero en que estarás convencido, como yo lo estoy, de que la luz eléctrica alumbra aquí tan bien como allí donde se inventó.”
Con estas célebres palabras Unamuno retrató la idiosincrasia española, que por siglos ha denostado la ciencia y la tecnología, olvidando que el valor de generar conocimiento supera, y en mucho, al simple disfrute de los avances científicos y tecnológicos.
A la luz de lo sucedido en la última parte del siglo XX con la deslocalización masiva de la industria, no únicamente en España, sino en gran parte de las economías desarrolladas, hoy Unamuno bien podría escribir: “Que fabriquen ellos”. En muchos países la industria pasó de ser el motor del progreso a verse, año tras año, relegada frente a los servicios. Hemos primado los bajos costes de los objetos manufacturados en la otra punta del mundo, pero se nos ha olvidado que disponer de un fuerte tejido industrial aporta valiosos intangibles… No en balde las economías con un fuerte componente industrial han sido más resilientes ante las últimas crisis económicas.
La tragedia de la Covid-19 no ha hecho más que reforzar esta observación. Ante el desabastecimiento global de objetos de primera necesidad, como equipos de protección para sanitarios (EPIs) o respiradores para enfermos en hospitales, cientos de miles de personas anónimas han enfermado o muerto, ante la impotencia de los Estados. Acudir al mercado en busca de mascarillas, test diagnósticos o respiradores ha sido frustrante. “Que fabriquen ellos” ha probado ser una estrategia fallida, insostenible a largo plazo.
Ante semejante pico de la demanda, sin embargo, una tecnología ha emergido, capaz de dar respuestas rápidas y eficientes, de manera local y descentralizada: la impresión 3D. A diferencia de las tecnologías tradicionales de fabricación que por lo general se basan en la sustracción o transformación de material, la impresión 3D, también llamada fabricación aditiva, consiste en la aportación capa a capa del material de construcción. Como resultado, la impresión 3D permite la fabricación flexible de objetos, sin necesidad de invertir en moldes o utillajes, sin grandes inversiones iniciales ni grandes instalaciones industriales.
Si bien su capacidad productiva todavía no puede competir con tecnologías tradicionales, como la inyección de plástico, permite la democratización de la capacidad productiva. Hay tecnologías de impresión, como la FFF (fused filament fabrication, basada en la deposición de filamento plástico fundido) que permite a hospitales fabricar decenas de EPIs en apenas 24h, con un coste más que asumible. O incluso individuos particulares pueden tener su impresora 3D en el escritorio de su casa y fabricar piezas que, como hemos visto en los últimos meses, pueden salvar vidas o preservar la salud de nuestros trabajadores sanitarios.
Aún hay un gran campo de mejora para la impresión 3D. A nivel tecnológico debemos seguir trabajando para mejorar la productividad de los equipos, los materiales compatibles o las propiedades de la pieza final. También los entes regulatorios deben adaptarse a esta nueva realidad industrial y tecnológica. Pero no cabe duda que la impresión 3D, en su conjunto, ha salido reforzada de crisis sanitaria provocada por la Covid-19. Y muy probablemente será un actor más en la batalla de la recuperación económica.
El “que fabriquen ellos” ya no vale. La industria debe reforzarse, ser competitiva y generar valor; los Estados deben ser capaces de autoabastecerse ante los previsibles rebrotes que se esperan; y las empresas deben ser ágiles, flexibles y menos dependientes del exterior. La impresión 3D ha dado un golpe sobre la mesa. No es una moda pasajera, sino un actor clave del cambio industrial que se avecina.
Eric Pallarés, director de Tecnología de BCN3D