Desajustes temporales
Pongo los Bridgerton en la supertele que me he comprado como paliativo a este confinamiento encubierto que estamos viviendo. ¡Horror! El tamaño y la buena resolución de la pantalla dejan al descubierto todo el atrezzo. Algunos decorados se ven tan de cartón-piedra como los de las antiguas películas del far-west. El vestuario podría servir para una fiesta de carnaval de nivel medio, pero su confección no está a la altura de los títulos nobiliarios de los personajes que los visten. Y las joyas son casi lo peor. Ni brillan ni pesan. Se nota tanto que son bisutería barata…
Me doy cuenta también de que, al contrario que en el primer confinamiento, las videollamadas para compartir un buen rato con amigos o familiares ya no me parecen una buena idea. Como mínimo no tan a menudo como antes. Cuando acaba el horario laboral estoy cansada de pantallas y no me apetece mantenerme “estéticamente presentable” para más videoreuniones.
¿Cómo voy a dejarme ver con este pijama? Me arreglaría si fuera para ir a una fiesta de verdad, pero no por una llamada. También, en contra de lo que pasaba en primavera, en los zoom de trabajo empieza a haber cada vez más gente que sigue la reunión con la cámara desconectada. ¿Las videollamadas no eran para vernos las caras? ¿Cómo sé si me están escuchando o qué les parece lo que estoy diciendo?
La tecnología avanza rápido, lo sabemos, pero su ajuste a nuestras preferencias y necesidades muchas veces requiere algo más de tiempo. Es el intervalo que necesitamos para tener claro qué parte de lo que aportan nos interesa y cuál es la parte que no queremos incorporar a nuestras vidas. Para aprender a sacar provecho de sus beneficios minimizando los efectos colaterales indeseables.
Por ejemplo, no queremos que el hecho de comprar en Amazon acabe con todo el comercio local, pero estamos muy a favor de poder hacer la compra en la tienda del barrio (también) por web o whatsapp. Como mínimo los que no nos gusta dedicar tiempo a explorar tiendas y tiendas hasta encontrar el producto que buscamos.
También nos horroriza que a través de las redes sociales se fomenten las noticias falsas y los discursos del odio, pero agradecemos que existan en estos momentos en que los adolescentes están privados de la libertad de movimientos que su psique y sus hormonas necesitan. ¿Cómo habrían podido soportar este larguísimo confinamiento si no existieran los móviles y las redes sociales? A mí, a su edad, no hubieran podido hacerme quedar en casa.
Vivimos un tiempo de discursos fáciles y tajantes en los que cualquier pretexto sirve para descalificar y demonizar. A la ciencia, a la tecnología, a los algoritmos de inteligencia artificial, a las grandes empresas tecnológicas, a nuestros gobernantes…
Un tiempo de filias y fobias en el que parecemos olvidar que no son las emociones lo que nos hace humanos, si no nuestra capacidad de entender el mundo, crear herramientas y consensuar mecanismos y valores de convivencia. ¿O es que las herramientas del paleolítico se decidieron a base de likes? Parece que más bien las elegimos y las fuimos perfeccionando en base a su utilidad a la hora de cortar, elaborar otros utensilios, cazar y defendernos.
Podemos reajustar el televisor para que no se note tanto el cartón-piedra de los Bridgerton o mejor cambiar de serie porqué tampoco aporta nada muy interesante desde mi punto de vista. Y también podemos, ¡y debemos!, crear los mecanismos para ajustar los avances tecnológicos a nuestras preferencias y necesidades como sociedad.
No se trata de renunciar a las redes sociales, sino de evitar la adicción a ellas y que triunfen las intenciones que se ocultan detrás de las fake-news. No se trata de odiar a Amazon, sino de encontrar un equilibrio entre la compra local y la compra a distancia, de fomentar el uso de la tecnología en los pequeños comercios tradicionales y de crear nuevas formas de negocio. No se trata de demonizar la tecnología, porqué sin ella no conoceríamos tan a fondo el virus que ahora nos amarga la vida ni habríamos podido encontrar tan rápido las vacunas que tienen que frenarlo.
La formación, la regulación, la investigación, la innovación son recetas tradicionales que requieren algo más de esfuerzo que un like o un RT. Pasaron décadas, por no decir siglos, hasta que supimos digerir civilizadamente toda la información que la imprenta de Gutemberg puso al alcance de nuestras manos, por entonces en formato libro. No son pocos los que comparan los efectos de la avalancha de información que recibimos en aquella época con los que están produciendo las redes sociales.
Sin embargo, no hace ni doce años que se inventó Whatsapp y este mes de enero ya hemos visto cómo la empresa daba marcha atrás a su nueva política de privacidad por la migración masiva de usuarios a Signal o Telegram. ¡Parece que vamos cogiendo velocidad! (Tampoco hay que ser veloces en todo. Podemos responder a los whatsapps horas después de recibirlos, que no pasa nada).
Las tecnologías disruptivas pueden provocar desajustes temporales. Nada que no podamos arreglar, si nos lo proponemos. Forma parte de nuestro futuro como especie saber corregir sus efectos indeseables. Lo que sería un error es fijarnos solamente en estos defectos y convertirnos en negacionistas de todo. O no fijarnos en ellos y dejarnos arrastrar por la corriente.
Ah, y aprovecho esta columna para pedir a las administraciones (reaccionen y actúen) que se pongan las pilas. Porque no tiene nombre que hoy en día en nuestro país aún no se pueda votar por vía electrónica o que hacer trámites por internet sea todo un calvario.
*** Gemma Ribas Maspoch es Head of Communications en el Barcelona Supercomputing Center -Centro Nacional de Supercomputación.