Cuantas cosas qué compartir cuando estoy solo. Me hablo, me abrazo, me susurro al oído lo mucho que me amo, me guardo mis mejores secretos... Qué pocas cosas necesito para descubrir lo bonita que es la vida. Solo con poder estar un ratito conmigo mismo es suficiente. Pero ¿quién hace esto? ¿Quién habla solo sin imaginar que está loco? ¿Quién se abraza y se ama sin pensar que está contagiado por el ego o el narcisismo? Casi nadie, muy pocos.

A mí me costó más de una conversación con mi hijo aprender a hablar conmigo. Él me enseñó a sonreír cuando tenía ganas de llorar, a dibujar gaviotas cuando tenía ganas de pintar surcos en la mar, a mirar al arco iris cuando el negro era mi primer plano de visión; él me enseñó a hablar con Andrés cuando tan solo el eco me acompañaba hacia el vacío.

Aprender a hablar con uno mismo es una ofrenda que muy pocas personas se harán en la vida. Pero es normal: desde que nacemos nos envuelven en papel de regalo, nos adornan con unos preciosos lazos: azul si fuimos un niño, rosa si fuimos la princesa de la casa; y nos regalan al mundo como si fuéramos cajas vacías. Toda la atención de cara a la galería, pocos se preocupan de embellecer el interior. Así que la caja termina siendo utilizada como una papelera donde depositaremos los papeles arrugados y los lazos rotos que nos envuelven, las ilusiones y los deseos que hacía tan solo un momento era lo que más deseábamos en el mundo.

Y así crecemos, llenando los depósitos de materia de tan poco peso que con solo un soplido se los llevaría el viento.

Una vez un niño de cinco años me preguntó por la sorpresa de aquel día. Yo le contesté que las sorpresas se daban en Navidad y en los cumpleaños. Entonces me respondió que él tenía que recibir un regalo todos los días, o de su mamá o de su papá o de sus abuelos. Perplejo miré a la madre. Ella me contestó que como todos los niños de su clase tenían un álbum, que su hijo no iba a ser menos.

Vaciamos nuestros bolsillos más que nuestros corazones por darles toda la materia existente en este mundo con el único fin de que cada vez nos quieran más, o para que se comporten bien en el colegio, o simplemente para que no nos molesten a la hora de la novela. Hipotecamos nuestras vidas por ellos hasta que un día, ellos no tienen ningún reparo en decirnos adiós. Ahí os quedáis, gracias por todo. Y yo pienso: gracias por nada. Así fueron construidos.

Y sigo hablándome. Este será mi regalo hoy. Llevo un rato repasando mi día: empecé en el despacho desde bien temprano compartiendo con mis compañeros una jornada más, almorcé en el hospital con mis hermanos Roberto y Eduardo. Tras la sesión de reiki me acerqué al cementerio. Ayer falleció Loli, la madre de alguien cercano. Doña Lola fue una señora que en cierta forma me recordaba a mi abuelo, porque siempre quiso tener a toda su familia unida. Sinceramente, a este que baila a diario con la muerte no le gusta ir al cementerio. Con todo el respeto del mundo, creo que no deja de ser un acto social donde me siento fuera de lugar. Allí puedes encontrar personas hablando de deporte, de juergas y hasta empresarios cerrando algún que otro trato. Mientras unos lloran sin consuelo, a unos metros están los primos riéndose del diablo.

Son momentos duros donde solo el silencio tiene derecho a hablar. Son momentos para abrazar el alma de la familia, para respetar su espacio. Pero en cambio, encubiertos en envoltorio de regalo, negro para la ocasión, los velatorios se llenan de supuestas muestras de cariño, de palabras vacías que no sabemos ni de qué llenar, de apariencias o del tengo que ir porque el qué dirán si no me ven. «Cuánta hipocresía».

Recuerdo en el funeral de mi hijo la cantidad de personas que pasaron a darnos el pésame. Durante dos horas recibimos abrazos, palabras de ánimo, muestras de consuelo de amigos y conocidos a los que siempre le estaré agradecido. Los meses siguientes sentía que la gente me huía por la calle, que no me saludaban como antes lo hacían. Si podían se cruzaban de acera por no saber quizás, qué decirle a un padre al que se le había muerto un hijo.

Un día vino a visitarme un conocido a la empresa. Cuando me vio sus palabras fueron: —Andrés siento mucho lo de tu hijo—. Lo miré y le pregunté: — ¿Qué sientes?—. Entonces se le cambió la expresión de la cara. —¿Cómo que qué es lo que siento? — Yo le animé a que expresara sinceramente su sentimiento por la muerte de mi hijo. Se lo llegué a pedir por favor. Se quedó atónito. No sabía ni qué decirme, se le iban y venían los colores.

Entonces le dije: «querido, conocido, cuando verbalizamos sentimientos, estos deben ser sentidos de verdad: pena, tristeza, amargura, lo que sea que tenga que ser. Pero no vengas a darme un abrazo cuando te están esperando en la puerta, cuatro amigos para irte de copas, que de la pena a la juerga no se pasa en tan poco tiempo».

Cuántos aprendizajes deberíamos desaprender para volver a ser nosotros, cuántas creencias limitantes que invadieron nuestro subconsciente, para dejáramos de ser quienes fuimos al nacer.

Y sigo conmigo, ¡qué maravilla! Hoy me permito oír música para los dos, pasear sin hacer ruido por la ciudad, leer el libro perfecto, aquel en el que siempre encontramos los mensajes adecuados para cada momento. Hoy escribo para mí y para ti.