La emisión de Sin novedad en el Alcázar (1940) la noche del lunes en La 2 prendió Twitter de alegatos contra la querencia franquista de la cadena culta gracias a un tuit de la inflamable eurodiputada de IU Marina Albiol. El mensaje en cuestión -"Hoy La 2 retoma su particular ciclo de cine fascista emitiendo la película Sin novedad en el Alcázar. Tremendo"- es valioso porque concentra esa mezcla de estupidez, manipulación y cinismo que subyace en toda censura.
Si Albiol, que lleva algunos años viviendo de la política, no es estúpida, habrá que concluir que manipula descaradamente o que recurre al más grosero cinismo para intentar hacer pasar su totalitarismo por una defensa de la democracia y las libertades.
De hacerse extensible, el criterio de Albiol obligaría a prohibir las películas más conocidas de Eisenstein (El acorazado Potemkin y Octubre), los principales documentales de Riefensthal (Olympia y El triunfo de la voluntad), casi todos los western de John Ford e incluso no pocos éxitos de Eastwood (El francotirador y Banderas de nuestros padres). Llevada a la filosofía o la literatura, la censura de Albiol obligaría a esconder a Heiddeger, Celine o Hamsun e incluso a cribar la obra de Neruda, Alberti, los dos Machado, Quevedo y Cervantes. No es de extrañar que algunos internautas recordaran que El Prado tendría importantes problemas logísticos para ocultar muchas de sus obras por decididamente imperialistas o nacionalcatólicas.
Paradójicamente, gracias a la polémica sucitada, un "exponente del cine de cruzada" -según descripción de la presentadora del programa- como Sin Novedad en el Alcázar logró hacerse hueco en una parrilla en la que competían Bertín Osborne, Pablo Motos y Alberto Chicote.
El tuit de Marina Albiol tuvo 900 réplicas, así que -narcotizada por los humores del trending topic-, la eurodiputada ha denunciado a Televisión Española por apología del franquismo ante la Comisión Europea. ¿Se imagina a nuestros socios alemanes analizando la denuncia de Albiol tras haber comprado Mein Kampf?
Todo este asunto resultaría sólo disparatado si no permitiera entrever la delgada línea que separa la propaganda del documental y la apología de la hiperestesia. Si no retratara al natural el sentido totalitario de algunos políticos, en este caso de izquierdas. Si no permitiera valorar Tuiterland como lo que es: un charquito oceánico que amplifica las minucias y en el que cualquier aprendiz se siente aupado a una tarima.
Lo malo es el ridículo que haremos ante las instituciones europeas, donde siempre quedará el recurso de alegar que así son nuestros representantes. Es decir, "Sin novedad en España".