Donald Trump, el flamante presidente norteamericano, cree en la tortura. Defiende el waterboarding o ahogamiento simulado de los detenidos. Y está convencido de que funciona.
El uso de la tortura no es nuevo, por supuesto. Ya la practicaban los romanos. Lo hizo la Iglesia. Y la Gestapo, la KGB y, desde luego, la CIA.
En tiempos remotos no se practicaba la asfixia con agua, como hizo el Ejército estadounidense legalmente según sus propias leyes hasta 2006.
Pero han existido el cinturón de San Erasmo, un collar con pinchos en la cara interior que hiere al agredido con cada movimiento, incluido el de la respiración; la cuna de Judas, una pirámide puntiaguda sobre la cual se suspende a la víctima, a la que se la deja caer poco a poco sobre su zona genital o anal; la silla de hierro romana, que estaba al rojo vivo y en la cual se sentaba a la fuerza a su desafortunadísimo usuario. Los poderosos del pasado han permitido o impulsado también el uso de otros instrumentos de nomenclatura más elocuente, como el aplastacabezas, el desgarrador de senos o la pera vaginal.
Los humanos, a lo largo de la Historia, nos hemos esforzado por averiguar cómo provocar más dolor. Y lo seguimos haciendo. En el año 1252 el Papa Inocencio IV permitió oficialmente el uso de la tortura para descubrir y eliminar a los herejes y para reconducir, al menos, sus almas. Al cabo de un rato, era sencillo obtener confesiones de supuestas brujas o de indiscutibles blasfemos. Siglos después, en Siria, los crímenes de lesa humanidad continúan cada día, y no son mucho más amables o compasivos que los que se producían durante la Edad Media.
Igual que el presidente de Estados Unidos defiende el uso de la tortura, otros ciudadanos la combaten demostrando, sin duda, un valor extremo.
Porque hay que tener muchas agallas para salir a la calle en un país en el que se tortura sin límites vistiendo una camiseta contra la tortura. Mahmud Hussein las tuvo. Su osadía le costó más de dos años de cárcel y, precisamente, numerosas torturas. Se lo contó a Francisco Carrión, de El Mundo, para quien también posó este activista de 21 años. Si sus torturadores o los jefes de éstos lo quieren encontrar, lo tienen fácil. A pesar de todo el dolor, este joven sigue peleando por la libertad en Egipto; vivido el sufrimiento y apostado de nuevo, conserva no solo íntegra la dignidad, también el coraje.
Siempre me he preguntado cómo es posible torturar. Qué debe de ocupar la mente de alguien cuya labor consiste en generar dolor. Cómo se ocasiona tormento a otro y después se regresa a casa a jugar con los niños, o a acariciar a tu pareja. Asombrosamente, o quizá no tanto, hay muchos que hacen, exactamente, eso.
Resulta del todo inconcebible que continúe, prolongada la segunda década del siglo XXI, existiendo la tortura; en realidad, solo eso basta para cuestionar el progreso del ser humano. No se conocen torturas entre los animales. Solo los más listos entre éstos, nosotros, nos torturamos. Real, literalmente.
Mahmud Hussein es todo un símbolo de la lucha contra la barbarie. Tristemente, hay muchos más que, como él, sufren la maldad intrínseca en diferentes zonas del mundo; otros muchos que soportan la aplicación del suplicio por el suplicio mismo; el abuso sin más justificación que el propio abuso.
En el camino opuesto a Mahmud se encuentra el hombre que más poder atesora hoy en el mundo. Un presidente elegido legítimamente por los votantes estadounidenses; un empresario que se ha ganado el derecho de dirigir los destinos de la nación más poderosa y, también, inevitablemente en alguna medida, los de buena parte de la Humanidad. Un hombre, en fin, que cree en la tortura.