La decisión de Puigdemont de alquilar una mansión en Waterloo, dos días después de que se difundieran los mensajes en los que ratificaba la muerte del procés, ha producido una catarata de comparaciones históricas y paralelismos biográficos. Inspirándose en la máxima de que la Historia se repite como farsa, la mayoría ha jugado con las resonancias napoleónicas del episodio. Otras, como la carta de Pedro J. Ramírez de este domingo, han comparado a Puigdemont con figuras ligadas a los temas del nacionalismo, el legitimismo y la esterilidad del exilio.
Permítanme aportar a este debate un paralelismo de moraleja más inquietante. Este año se celebra el centenario del fin de la Primera Guerra Mundial y, también, de una de sus consecuencias más inmediatas: la abdicación de Guillermo II, último káiser de Alemania.
Toda la evidencia que nos ha llegado de su carácter sugiere que Guillermo fue uno de los tipos más insoportables que ha producido la institución monárquica en la Europa moderna. Durante su reinado, y a consecuencia de una personalidad impulsiva, megalómana y mediocre, el káiser fue una fuente constante de inestabilidad institucional. Su ultranacionalismo le llevaba a diseñar grandes proyectos para el engrandecimiento de Alemania, que luego detallaba -para desesperación de sus ministros- ante dignatarios o periodistas extranjeros. Tal y como apunta Christopher Clarke en Sonámbulos, su matraca nacionalista hacía temer a la realeza de toda Europa "la posibilidad de verse atrapado por el káiser en una comida o una cena, cuando huir era imposible".
La agresividad nacionalista de Guillermo, amparada en la idea de que nada podía frenar la voluntad del pueblo alemán -debidamente interpretada por él-, logró unir a Francia y Gran Bretaña, que hasta entonces habían sido enemigos tan irreconciliables como, digamos, el PP y el PSOE. Sin embargo, cuando estalló la crisis de 1914, a la que tanto había contribuido con su belicismo y su retórica nacionalista, Guillermo se bloqueó. Enfrentado a la inminencia del verdadero conflicto, se quedó de piedra. Pero la maquinaria ya estaba en marcha, y la casta militar que el Káiser había colocado más allá del control institucional terminó de empujar al país a la guerra. Cuatro años después, y cuando las promesas de grandeza patria se habían traducido en derrota, dolor y miseria, la misma casta militar intentó ponerse a salvo forzando su abdicación.
Guillermo huyó de su país y se instaló en un castillo en Holanda. El tratado de Versalles preveía su procesamiento penal, pero las autoridades holandesas se negaron a extraditarlo y, en cualquier caso, varios líderes aliados -como el presidente de EE. UU., Woodrow Wilson- pensaron que someterle a juicio desestabilizaría la nueva paz europea. Así que Guillermo pasó 23 años en su castillo, recibiendo de forma regular a personalidades y comitivas legitimistas que entretenían su ocio con partidas de caza y sobremesas reaccionarias. El antiguo káiser fue ofreciendo análisis cada vez más delirantes de la política internacional tanto a sus huéspedes como a quienes aún le contestaban las cartas. También diseñó varios planes para el regreso de la monarquía a Alemania y publicó unas memorias que debían rehabilitar su imagen -no lo han hecho-. Cuando se aburría se acercaba al bosque y se ponía a talar árboles.
Guillermo murió finalmente en 1941. Los nazis le organizaron el funeral. Porque lo importante no era lo que había hecho un exgobernante mediocre con su estéril exilio, sino lo que había sucedido, entretanto, en el país que dejó en ruinas: el devenir de los procesos que él mismo había animado.