La polémica surgida esta semana a propósito del papel del “castellano” en la futura Ley Orgánica de Modificación de la LOE (LOMLOE, llamada Ley Celaá), es, ciertamente una polémica artificiosa.
Se denuncia, por parte de la oposición (PP, Ciudadanos), que el castellano va a ser arrinconado con la nueva ley cuando lo que realmente hace esa ley -de momento en proyecto- es reafirmar lo que ya había: esto es, en efecto, el arrinconamiento y obstaculización del español como lengua de uso común en la enseñanza en toda España.
El mal de un sistema educativo, más “plurinacional” que nacional, ya estaba hecho, a partir de las leyes educativas que se han ido sucediendo hasta ahora, tanto las promovidas por el PSOE (LOGSE, LOE) como las promovidas por el PP (LOMCE), en cuanto a la marginación del español como lengua común, es decir, como única lengua española realmente nacional.
En el Antiguo Régimen (estamental) la educación (primaria y secundaria) dependía de los municipios y, por tanto, quedaba al albur de las decisiones locales, con sus arbitrariedades y dependencias.
Con la constitución de la Nación como sujeto soberano (frente al absolutismo), y con objeto de su alfabetización, se crean las primeras leyes educativas generales, así como un cuerpo funcionarial de profesores e inspectores que las lleve a efecto, con las que se trata de desbordar esas dependencias locales y lograr así una homogeneidad y uniformidad educativas inexistentes hasta ese momento (la jacobina Ley Bouquier de 1793, se aprobará en Francia buscando la escolarización obligatoria y gratuita para los niños entre los 6 y 13 años atendiendo a un mismo plan de estudios para todos los departamentos recién creados).
En España será el plan Quintana, asociado a las Cortes de Cádiz, al doceañismo liberal, el primer plan de una educación común para toda España, y en él se pondrá de manifiesto la necesidad de la acomodación de la educación al principio mismo constitucional: “nada más triste que ver a la Nación pagar la enseñanza de principios contrarios a sus propios derechos; nada en fin más doloroso que notar la absoluta falta de una educación realmente nacional” (Plan de Quintana, 7 de marzo de 1814).
Las siguientes leyes generales, desde el plan del Duque de Rivas hasta la Ley Claudio Moyano, transitarán por esta misma vía que busca unificar y homogeneizar nacionalmente una educación que, durante el Antiguo Régimen, permanecía completamente atomizada y diversificada localmente, expuesta, insistimos, a las arbitrariedades de la oligarquía local, civil, pero sobre todo eclesiástica.
Pues bien, en la España del siglo XXI, la del Estado Autonómico, como consecuencia de las sucesivas reformas educativas, se ha roto esa homogeneidad educativa nacional, y se ha terminado implantando justamente aquello que quería evitar Quintana: privilegiando el punto de vista de la división autonómica, frente al enfoque isonómico nacional, se ha tendido a hacer de cada autonomía, por la vía del traspaso competencial, un compartimiento estanco educativo (situación muy favorable, claro, para el nacionalismo fragmentario).
Ello se hace notar en el tratamiento que recibe uno de los principales componentes aglutinantes de España como nación, esto es, la lengua española, única lengua nacional, común a toda España, insisto, y cuyo estudio ha quedado, ya, definitivamente arrinconado y menguado en el plan de estudios de algunas comunidades. Un arrinconamiento o marginalidad que se ha producido bien sea por la vía de la influencia del uso oficial de las lenguas regionales (que introdujo el franquismo en la educación, por cierto, al amparo de la LGE del 70), con una presencia extraordinaria en los curricula, y sobredimensionadas al considerarlas como “lenguas propias” (haciendo del español, algo así, como una lengua impropia, ajena, incluso invasora en dichas regiones), bien sea por la promoción, también completamente exagerada (así por ejemplo en Madrid), de la “segunda lengua extranjera” (de facto, el inglés).
Una promoción, la del inglés, con la que se buscaba, probablemente, por parte del gobierno que impulsó la LOMCE (o Ley Wert), eludir el problema del arrinconamiento del español en muchas comunidades (Cataluña, Galicia, País Vasco, Navarra, Baleares, Valencia), y así salirse por la tangente del “bilingüismo” como (aparente) solución a dicho problema.
Y es que el Partido Popular tenía la pretensión, era lo que había anunciado con esta enésima reforma educativa, de “vertebrar” nacionalmente el sistema educativo, y evitar, así, con el traspaso de las competencias, su descomposición autonomista (en este sentido fueron aquellas controvertidas palabras del ministro Wert de “españolizar Cataluña”). Fue una pretensión absolutamente retórica, porque la LOMCE, realmente, seguía abundando en la descomposición, incluso profundizó más en ella (recordemos que Wert pretendía que si, en determinadas regiones, no se aseguraba una educación en castellano, el Estado abriría las puertas de la concertada y privada para que ello se lograse), convirtiéndose tal “vertebración” en algo completamente intencional y pretencioso (provocaba retóricamente al nacionalismo separatista, pero se seguía rindiendo ante él).
Y en esa retórica continúa el PP, escandalizándose ahora con el proyecto de la Ley Celaá, cuando lo que la LOMLOE busca es, sencillamente, sancionar lo que ya estaba en la LOMCE tocante a la única lengua nacional de España, esto es, obstaculizar su uso, arrinconarla, marginarla en determinadas regiones.
Y es que sepan cuantos, que, en España, desde la propia Administración (local y autonómica, como central), se lleva vulnerando cotidianamente, y durante años (en la cartelería, en la rotulación de edificios oficiales, en muchos comunicados oficiales, etc.), el artículo 3 de la Constitución (“3.1 El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla”), y esto con la aquiescencia, cuando no promoción, de aquellas administraciones dirigidas por gobiernos del PP.
En fin, tanto aspaviento, y tanto teatrillo, llevándose las manos a la cabeza por la acción del gobierno Frankenstein, cuando este no hace nada distinto, en relación a la lengua española, de lo que ya se venía haciendo desde el “Estado autonómico”. Como diría aquel, “es el autonomismo, estúpidos”.