Raúl del Pozo tiene la mano apoyada en la mesa. Mantel blanco y comedor grande en la Posada de la Villa. El otro Raúl, Cancio, amaga con clavarle un cuchillo en el centro de la palma: “Éramos compañeros, pero cuando llegaba el momento de la verdad, no dudábamos en darnos la puñalada”.
El “momento de la verdad” era la pelea por la primera página del diario Pueblo. Y su traducción fue lema en aquella redacción de la calle Huertas: “En el pan como hermanos; en la información, como gitanos”.
Arturo Pérez-Reverte, que está sentado con los dos Raúles, fue el chaval que, como nosotros ahora, quedó fascinado por lo que había dentro de Pueblo cuando llegó. Y nosotros, los que no habíamos nacido, podemos conocer esa historia gracias al otro miembro de la mesa: el escritor y periodista Jesús Fernández Úbeda. El libro, recién publicado, se titula Nido de piratas (Debate, 2023).
En la Posada nos tratan hoy a los plumillas como trataban en los restaurantes de los sesenta y setenta a esa élite periodística que fue Pueblo: como no sabemos cuándo volveremos a comer así, dudamos todo el tiempo entre la libreta y el plato. Fernández Úbeda ha escrito la historia de Pueblo desde el asombro, que es el único camino posible.
Los Raúles y Pérez-Reverte eran y son hermanos. Se saludan con un abrazo y un beso en la mejilla. Pero confirman la hipótesis de Cancio y el puñal. Pueblo era así. Para firmar en la portada, no había escrúpulo que valiese.
El libro de Úbeda, vamos comentando a lo largo de la comida, tiene una virtud inquietante. Obliga preguntas que tambalean la creencia de lo políticamente correcto, que es donde más confortable se está. Asumir el gris y digerirlo nos deja sin credo; y ese es el estado más vulnerable de hombres y mujeres.
Preguntas como por ejemplo éstas: ¿cómo es posible que el periodismo más libre de entonces se hiciera en el diario del sindicato vertical? ¿Cómo es posible que el periodismo más brillante ocurriera en un lugar donde no importaba la veracidad? ¿Cómo es posible que el fin siempre justificara los medios? ¿Cómo es posible que los piratas de aquel nido recuerden con nostalgia un lugar donde trabajaban asesinos, fascistas, militantes de extrema izquierda y “simpatizantes de ETA”?
–¡Qué coño, simpatizantes! –tercia Raúl del Pozo cuando Úbeda los define como “simpatizantes”. Etarras, vamos.
A nosotros, educados en la deontología de la facultad, también nos cuesta entenderlo. Pero el libro de Úbeda, sin ser un evangelio, nos convence a través de una narración de los hechos que a ratos, ¡tantos ratos!, parece una novela.
Conviene precisar algo: los nostálgicos de Pueblo aquí presentes no creen que deba volver a existir un periódico como aquel. Es más, se reiteran en lo contrario. Pérez-Reverte: “Pueblo no debe volver a existir”. Lo dice a cuenta de una pregunta que trasladamos los que todavía tenemos abril en los ojos, que decía Ruano. “No había sentido de la moral”, concluye el académico.
Arturo y los Raúles no creen que el periodismo necesite de aquel ambiente para germinar. Fue una “coyuntura”, una situación muy concreta. Pero ocurrió, pasó y, en ese clima, renació el periodismo. Siempre se escribió bien en la España de Franco. Muy bien. De hecho, las plumas azules de Falange merecen muchísima consideración estilística: el cura Yzurdiaga, Ridruejo, García Serrano, Torrente Ballester, Cunqueiro, Ángel María Pascual… Pero el periodismo languidecía asfixiado por el nacionalcatolicismo. Y Pueblo inventó un género: esa especie de populismo que consistía en burlar al máximo posible la censura para contar todas esas historias amarillas, vivas, humanas.
Es icónica la definición de censura que hacía Emilio Romero, su director: “La censura es una cuchilla que baja rítmicamente cada tres segundos. Si entiendes el mecanismo, puedes pasar”.
Han sacado ya la carne roja. Casi todos los bueyes al punto y poco hechos. Lame la sangre nuestros platos. Y es una imagen visible, agradable, de bonito contraste con el mantel blanco… y fiel parecido con aquella redacción. Momento por tanto de dibujar –sin destripar demasiado– lo que convenimos en llamar “el ambiente de Pueblo”.
Hilario, el conserje, mata las ratas en Talleres con un 9 mm largo. Paco el Pata, otro conserje, ha fundado la UGT (Unión General de Televisores): toda una red de robo, contrabando y venta de teles, cámaras de fotos… Hay dos asesinos en la redacción. Uno mató a puñaladas a su novia. Otro tiró a un paralítico por las escaleras. Los ha fichado en la cárcel Julián Camarero. Vasco Cardoso, el jefe de Sucesos, tiene un cartel en su pared: “Menos urnas, más crematorios”. Tomás García de la Puerta, el crítico de cine, lleva una pistola prendida del cinto.
Eso en estático, pero veamos algunas de las técnicas periodísticas empleadas: Felipe Mellizo, corresponsal en Londres, escribe unas crónicas magistrales… desde un hotel en El Escorial, donde se funde la pasta que le ha dado el director. Tico Medina hace toda la cola de los pobres que recibía Indira Gandhi. Cuando le toca el turno, Medina se abraza a la hija de la paz, un fotógrafo escondido dispara... y luego el texto: “Entrevista exclusiva”. José María García le repite a la viuda del suceso: “Su marido se ha muerto”. Cuando, al fin, la viuda llora, el fotógrafo escondido dispara de nuevo.
Toda esta galería de personajes representa el lado más extremo de Pueblo, pero el resto de reporteros, quedándose la parte más útil de estas técnicas, conseguía información veraz, brillante, relevante. Irma Deglané se infiltró como enfermera en el hospital donde se extinguía Franco. Yale logró las fotos del primer trasplante de corazón en España. Las guerras de Pérez-Reverte, las de Vicente Talón. Los sucesos de Marlasca padre.
Gobernaba este sindiós Emilio Romero, un “rey feudal” que, según nos explican los piratas de Pueblo, tenía su propia Corte: sus pelotas, sus amantes, sus bailarinas, sus bufones, sus esclavos… Romero permitía ese ambiente porque su despacho estaba en otra planta y porque él era el máximo exponente de ese maquiavelismo. Si follas conmigo, portada. Pueblo era un edificio mastodóntico con su peluquería, su whiskería, su médico y su gimnasio.
No fue Romero ni de lejos reflejo de ese tan manido como falso “para ser buen periodista hay que ser buena persona” de Kapuscinski. Pero su carisma, su olfato y su defensa de los periodistas le encumbraban ante sus trabajadores. Una vez, el régimen le llevó una lista. “A estos 22 los tienes que despedir por rojos”. Él contestó: “Falta un nombre. Son 23”. Y añadió de su puño y letra: “Emilio Romero”. Cancio, con esas gafas de sol que lo presentan como un agente del FBI, nos cuenta que Romero le pagó durante meses el tratamiento de la meningitis.
A Úbeda le brillan los ojos cuando narra el proceso de elaboración del libro: más de treinta entrevistas con protagonistas directos, sus días en la hemeroteca de Conde Duque. Tiene el autor una habilidad especial –escrita y hablada– para dibujar ambientes, para resucitarlos. Coincide con sus padrinos en que Pueblo tenía que morir. Pero lamenta que muriera de aquella manera triste, sobrevenida, cruel.
Pueblo fue, al cabo, el gran alborotador de aquellos años finales de dictadura. Si nos creemos, como Miller, que un periódico es “una sociedad mirándose a sí misma”; el que mejor la retrataba era Pueblo. En una dictadura, ¿qué es más importante? ¿La veracidad de lo publicado o la libertad de lo publicado? Es otra de las preguntas que van naciendo en la tertulia.
Raúl del Pozo firmó el artículo en la última contraportada de Pueblo. Escribió: “He visto muchas cosas. La dictadura, la libertad, los pases y los goles. Me he dejado aquí la esperanza y media vista y ya no creo que el periodismo es una pasión, sino una gaceta que cuenta cada día las relaciones de clase y las contradicciones sociales. Pero cuando suena el teléfono, mi corazón de reportero aún se acelera”.
*** Fernández Úbeda presenta su libro hoy miércoles 17 de mayo a las 19h en el Café Varela junto a Arturo Pérez-Reverte, Raúl del Pozo, Raúl Cancio y Mamen Mendizábal