La paradoja del PP es que su éxito es su fracaso, por insuficiente, al contrario del fracaso del PSOE, que se puede dar por exitoso. En los últimos días, Pedro Sánchez levantó los ánimos con promesas de remontada, con un discurso menos ambicioso que la derogación del sanchismo, para lo que Alberto Núñez Feijóo requería de muchos asientos en el Congreso de los Diputados que los españoles le han negado.
Y aquí estamos. Feijóo ha cambiado la mayoría absoluta de Galicia por 136 escaños que cuestionan su competencia como candidato, a pesar de la mejora sustancial sobre el malogrado Pablo Casado (89). Sánchez, en cambio, vuelve al ruedo con dos diputados más que ayer (122) y sin el incordio de Unidas Podemos, y tiene en su mano cuatro años más en la Moncloa, a menos que el partido de los indultados Joaquim Forn y Jordi Turull prefiera jugar a los dados.
Durante semanas, Feijóo dio la presidencia por asegurada y quizá muchos votantes le creyeron. Los pronósticos de 160 escaños eran delirantes, pero durante un tiempo se asumieron como naturales. El expresidente gallego tuvo el arrojo de anticipar una negociación con el PSOE sin Sánchez, como si a estas alturas fuese imaginable, y algunos revivimos aquel reproche del socialista durante el debate: "¿En qué mundo vive, señor Feijóo?".
Porque lo cierto es que Sánchez se ha ocupado de reducir el PSOE a sí mismo, y no hay socialista que lo rebata. Convocó estas elecciones por su cuenta, después de un resultado penoso en las municipales y autonómicas, y la lectura de su jugada es evidente. Después de debilitar a todo su partido, y por tanto a todos los cabecillas regionales, es el único que queda. El PSOE está muerto, pero Sánchez está vivo, y se presentará a su investidura sin competencia interna ni externa, con Pablo Iglesias e Irene Montero temporal o definitivamente bajo tierra.
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La hoja de ruta está a la vista de cualquiera. Sánchez quiere culminar el cambio espiritual del partido más antiguo a semejanza de sí mismo, con sus grandes virtudes y una larga lista de perversiones, de un modo que no dista tanto de Donald Trump, por poner un ejemplo.
Los acuerdos con Bildu están naturalizados, pues se impone la fotografía de una izquierda nacionalista al recuerdo de un nacionalismo sanguinario, y con ERC ya sucede lo inimaginable: una mitad del golpe catalán ruega a la otra mitad que proceda a la investidura del candidato madrileño, ¡y que lo haga por Cataluña! Este proceso, que en otro tiempo necesitaría décadas, lo precipitó Sánchez con astucia, instintivamente y por supervivencia, y no parece que vaya a revertirse pronto.
El final del último ciclo electoral responde, a su vez, algunas dudas razonables. Cabía especular sobre las perspectivas de triunfo de Pedro Sánchez. Si acaso quedaba la posibilidad de que Sánchez siguiese desarrollándose como Sánchez después de julio, y si se impondría la sensación de un presidente sin control sobre su papel, perdido en un laberinto de quiebros y mentiras y condenado al retiro a cualquier otra cosa.
Parecía, incluso, que no había giro de guion que levantase una serie sin gracia para el público de masas. Pero llegaron los memes y los debates, la respuesta de los vascos y los catalanes, y una verdad salió a flote. Tal vez le bastase a la crítica con un par de temporadas de Sánchez, pero todavía queda público en las butacas, dispuesto a pagar por una tercera ronda, y sólo falta por descubrir a qué precio.