A los nudistas catalanes la licra en la playa les parece una falta de respeto. A mí, fuera de ella, también. The Guardian ha hablado con la Federación Naturista-nudista de Cataluña, molesta porque en sus playas empiezan a pasearse bañistas revestidos. Las declaraciones han despertado el pitorreo.

¡Un traje de baño, una afrenta! Por supuesto que lo es. Sobre todo si se trata de uno de esos retales fluorescentes que algunos fulanos se remangan hasta la ingle para lucir una parte del muslo que a lo largo de la vida solo deberían haber atisbado médicos, madre, pareja y enterrador. 

Nudistas en la localidad almeriense de Vera.

Nudistas en la localidad almeriense de Vera. EFE

La incomodidad de los nudistas es natural. La desnudez arrastra vergüenza cuando se enciende la conciencia de sus posibles implicaciones. Ante el desnudo del otro, la igualdad. Frente a quien se presenta cubierto, la vulnerabilidad. El contexto transforma el significado.

Un paseo por la playa en bikini no activa medio músculo de las cejas. En ropa interior el chismorreo revuelve los del cuello y la lengua. Hay que estar tururú de la cabeza, en cualquier caso, para querer pasearse vestido entre cuerpos desnudos. Algo se ha desenroscado en el cerebrito en el que el cuerpo humano conduce sin cambio de marchas a lo sexual. 

En estas playas, al sur de la Península, el topless se ha contagiado y las madres, en sus corros de toallas, se resisten. Sus hijos pequeños, dicen, no tienen por qué ver los pechos de nadie, menuda vulgaridad. El cuerpo lo sexualiza la mirada de quien lo observa.

Al niño, como en aquel anuncio de Ausonia, se le sienta antes de salir y se le explica que su trozo de piel no es más santo que el de ellas. Y se les recuerda, entonces, que como no estén mejor atentos a sus propios cuerpos les va a pasar a ellos lo mismo que a los que fisgonean a las mujeres a lo lejos: sus pechitos se les van a sentar en el balcón de una barriga cervecera. Y ahora, a jugar. Un euro y a por un poloflash.

Me he topado con un torso descubierto que no estaba presupuestado en mi biografía. El de Pelayo Díaz. Está forrado de tatuajes, libre de vello y atravesado por dos barritas de metal. Una en cada pezón.

Díaz se hizo viral hace unos meses después de que pidiera en público el despido de la community manager de Stradivarius, quien en su cuenta personal se había burlado de uno de sus atuendos. Consideraba el influencer que la chica había "echado su trabajo por tierra". He llegado a su foto en bañador tras leer la entrevista que firma Ana del Barrio en El Mundo.

En la charla asegura que el conjuntito (chaqueta, Birkin y bermudas deportivas de compresión) no se entendió porque las generaciones de ahora no tienen referencias. No saben quién es Lady Di, no ven películas, no leen. El titular: "La gente no tiene buen gusto, para conectar con ellos tienes que bajar a las cloacas". Chico con suerte. Parece que no le van a salir agujetas en las piernas.