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La cuentacuentos Ana Cristina Herreros Ferreira -León, 56 años, filóloga, 18 libros publicados, décadas de trabajo 'cazando' tradiciones orales por medio mundo, de nombre artístico Ana Griott- dice que nadie es profeta en su tierra.
Se entera por este periódico de que su obra La verdadera historia de la rata que nunca fue presumida (Libros de las Malas Compañías, su propia editorial) ha sido recomendada entre las 25 mejores novelitas infantiles del año por el New York Times. ¿Cómo te quedas? Ella emite un gritito ahogado de alegría y sorpresa al teléfono. Todo en Ana tiene visos de cuento. Ojalá una pudiera dar siempre noticias así.
"Muchos de mis libros han sido importantes fuera, pero en España han pasado desapercibidos", murmura, como hablando consigo misma, para explicarse el insólito honor de aparecer en esa prestigiosa lista. "En 2012 me dieron un premio junto a Michelle Obama. Mis Cuentos populares del Mediterráneo (Siruela) se usaron para la pacificación de los Balcanes después de la guerra de Kosovo", esboza.
"Se trataba de contarles que la cultura une, no separa, y que sus diferencias no eran tan grandes. Los cuentos son universales, no entienden de fronteras. Surgieron en el siglo XIX para argumentar a favor del nacionalismo, con los hermanos Grimm, hasta que ellos mismos se dieron cuenta de que un cuento francés, polaco, catalán o almeriense es lo mismo. Son indistinguibles. Esa era la gracia: le contabas un cuento a un albanés y él decía 'este cuento es albanés claramente'. Y no, era kosovar", sonríe.
Cuentos para niños listos
Ana dice que fue a un colegio de monjas y que allí aprendió a desobedecer. Vive en Plaza de España, en Madrid, en un quinto sin ascensor. "¿Sabes que en este país los libros aún se queman?". En una ocasión, su antigua editorial la quiso hacer firmar la destrucción de 2.644 libros al final de un año. Eran libros olvidados, descabalgados, ¿inservibles? ¡De ninguna manera!
"Dos mil libros son dos mil kilos. Vivo encima de un bombero muy amable. Me dio no sé qué hundirle la casa. Así que empecé a venderlos y con lo que gané me fui a Senegal a construir una biblioteca". Allí se empapó de los cuentos africanos que le cuentan las abuelas a las niñas alrededor del fuego. Alfabetizó a mujeres en la lengua que ellas desearon -eligieron el francés- y su hazaña salió en todos los periódicos franceses. En España nadie dijo ni "mu". Le habría comido la lengua el gato.
"Los niños entienden a Cortázar porque hablan el lenguaje de lo simbólico; los padres no"
Ana modula la voz para hablarte y se te abre la boca como a un niño, dejándote arrastrar por su relato, como si tuvieras -aún- capacidad de sorpresa. Ana con su turbante de colores africanos. Ana negándose a disfrazarse de rata -"me parece indigno"-, pero sacando sus mejores galas para narrar, porque "contar es una fiesta". Ana con su gracia burbujeante para elegir las palabras. Ana misteriosa, evocadora, inteligentísima, sin paternalismos, sin azúcar, porque "acabar los cuentos con condescendencia y corrección es un insulto".
Ana otorgándoles a los críos categoría y respeto: "Ellos siempre entienden los cuentos porque hablan el lenguaje de lo simbólico. A quienes hay que explicárselos es a los padres. Los bebés entienden a Cortázar, los padres no", guiña. Ana estudiando las versiones antiguas de las historias: así fue como descubrió que el cuento tradicional de la ratita presumida fue recogido en el siglo XIX por el archiduque Luis Salvador en Mallorca y que no era, en absoluto, como nos lo habían contado. ¿Lo recuerdan? Una ratita que se compraba un hermoso lazo para la cola y se ponía a camelar en el balcón, rechazando a pretendientes como el burro o el buen ratoncito… y casándose con el gato, que al final se la comía, cumpliendo la ley imbatible de su propio temperamento felino.
La rata no era presumida
"Lo que nos decían es que a la rata se la comen por presumir: decir que 'si eres presumida te comen' es como decir 'si llevas minifalda, te violan'. A las mujeres no nos violan porque llevemos minifalda, sino porque nos consideran objetos, ¡mira las vallas publicitarias…! No nos leen en un plano de igualdad", explica Ana. Su versión, la rescatada, es, curiosamente, mucho más feminista que la que ha quedado en el imaginario popular. "Los cuentos no son machistas, ¡siempre los han contado las mujeres! Y ellas también hablan el lenguaje de lo simbólico. Ahora la gente se ofende o se sorprende porque contemos que un gato se come a una rata. Eso para los niños no es sádico, es normal, no hay ningún juicio, es naturaleza", expresa.
"El gato se come a la rata: eso para los niños no es sádico, es naturaleza"
Hay muchas maneras de contar un mismo cuento, precisa. "No hay que tener prejuicios con los cuentos tradicionales. Si nos han llegado versiones machistas es porque los recopiladores han sido, casi siempre, hombres vinculados a la Iglesia, y han perpetuado el relato que más convenía a su ideología. El cuento de la ratita se vuelve machista cuando llega la Ley Moyano y en Francia la enseñanza se vuelve laica para seguir con los postulados de la Revolución Francesa. Allí expulsan a monjas y curas de los colegios y la mayor parte de ellos se vienen a España y fundan colegios aquí. Yo misma fui al colegio de la Asunción, que es de los marianistas. Entonces toman los cuentos, las leyendas y los romances y los adaptan a su idea de la educación de las niñas, que no era forjar a una mujer profesional y emancipada, sino a una mujer recatada, sumisa y buena esposa. Ahí es cuando la rata se vuelve presumida".
La rata, en verdad, quería una habitación propia, como Virginia Woolf: lo que hace es comprarse una col y hacerse con ella una casa para ser una rata independiente. Los animales no se quieren casar con ella porque esté bonita, sino porque tiene un hogar en propiedad y no está casada. Eso les chirría.
"Ella no es una rata tonta, pero elige tontamente, sin reflexionar. Elige al gatito. El problema, querida, es que lo elige de oído y hay que elegir de olfato". ¿Cómo es eso, Ana? "Las abuelas dicen que para elegir a un hombre te tiene que entrar por la nariz. Si te entra por el ojo, es apariencia. Si te entra por la oreja… ¡ay, esos son los peores! Te van directos al corazón, te dicen unas cosas preciosas, son unos cantautores embaucadores…", ríe. "Nada de eso es cierto. Te tiene que entrar por la nariz. ¿No te ha pasado que cuando te gusta alguien siempre te huele bien y cuando dejas de amarle te huele mal?". Pues sí que nos ha pasado, Ana.
Niñas que aprenden a elegir
No obstante, la rata manejaba argucia: elige a un gatito cojito y pequeño. Sabe que para ella, en el fondo, es un depredador. Lo cierto es que el gato es buen marido y siempre la cuida: se cae en el agua y la saca, se hace una heridita y va a buscar hilo para cosérsela… hasta que ve la sangre y le pega un lametón. "Entonces se da cuenta de que le gusta la rata. Le gusta de otra manera: es su comida. Y se la come. Este no es un cuento que culpe a las mujeres por ser presumidas. Es un cuento que ayuda a las niñas a elegir bien. Si eliges a un depredador, estás en peligro".
"Éste es un cuento que ayuda a las niñas a elegir bien. Si eliges a un depredador, estás en peligro"
En el libro, cuando la rata muere, hay unas páginas silentes. La ilustradora Violeta Lópiz acompaña el relato con simbolismo y sensibilidad: "Ahí se ve que la rata es una mujer. Aparecen imágenes donde todo está roto. Ella coge una escoba y se pone a barrer… recoge lo que le sirve, tira lo que está roto. Se corta la trenza: eso significa que ha dejado de ser niña. Y cuelga su trenza con un lazo rojo. Cuando ha hecho algo con todo su dolor, se va. El libro está dedicado. 'Para todas las mujeres que alguna vez han caído en manos de un gato'", esboza. Y resulta emocionante.
El puritanismo de Disney
Todos los cuentos, dice, tienen un trasfondo erótico y hablan sobre cómo se construye el deseo de la mujer. Todos los cuentos hablan de cómo se llega a ser mujer. En los varones, los ritos de iniciación parecen más claros. En las hembras, parece que el momento llega con la menstruación, pero Ana dice que eso es un absurdo: "Nos hacemos mujeres cuando aprendemos a elegir". "Los niños aprenden, en los cuentos, a sobrevivir, a no perderse en el bosque. Las niñas no necesitan eso: las niñas somos el bosque", indica, enigmática.
Lo peor es Disney. "Esa es la puntilla final: tan puritano, tan conservador, tan machista", resopla. A Blancanieves, recuerda Ana, no la salvó el beso de ningún príncipe: el chico se enamora de una mujer yerma, que cree muerta, pero que estaba envenenada por un trozo de manzana. Cuando sus criados, hartos de cuidarla, le meten un meneo al sarcófago, sale la manzanita obturada y ella revive. La Bella Durmiente, que en la versión original queda embarazada de dos gemelos mientras duerme, tampoco echa a hablar con ningún besito: es uno de sus bebés el que, intentando mamar, chupa la espina con la que se pinchó y la devuelve al mundo.
"Disney es puritano, conservador y machista: a ninguna mujer la salva, en los cuentos tradicionales, el beso de un príncipe"
Pero, ¿debemos contar a los niños que la Bella Durmiente, al cabo, fue violada? "Ella tiene dos niños, dos gemelos, niño y niña. Uno se llama Sol y otro Luna. ¿Por qué? Porque ella es Aurora. Este es un mito estelar. Habla de la luz que penetra en la oscuridad para engendrar el día. Habla de las estrellas. No es literal en ningún caso", sonríe. "Es interesante que trate rituales que hablan del hacerse mujer. ¿Qué induce el sueño ritual a la Bella Durmiente? La rueca. Usa un instrumento de mujer cuando aún no está preparada. Es un 'estate quieta'. En el cuento de Blancanieves es igual: no en todas las versiones aparecen los enanos. Los enanos son sus hermanos, no la desean. Cuando está con ellos, no está en peligro. El problema viene cuando aparece el deseo", ilumina Ana.
Vivan las brujas
Ana reivindica la figura de la bruja -también en Libro de las brujas españolas (Siruela)-, es decir, de las mujeres que demuestran que "pueden vivir sin un hombre". "Claro que hay brujas buenas y malas. Como las hadas. El hada es la bruja. Enterarse de eso es una cosa muy transformadora. Hasta hoy nos educan en que la realización de la mujer llega cuando tiene un hombre al lado, a ser posible, con prestigio social. Las brujas valen por ellas mismas y eso es revolucionario", alega.
"Si te das cuenta, los cuentos ponen en valor lo femenino. El príncipe no llega a ser rey hasta que se encuentra con lo femenino, con la mujer. No es rey en sentido literal: ser rey significa tener la soberanía sobre tu propia vida", indica.
"La figura de la bruja es transformadora: demuestra que se puede vivir sin un hombre"
También está en contra Ana de dulcificar los cuentos hasta el hartazgo, por aquello de la fragilidad social imperante que idiotiza a los niños. "Tiene que haber personajes perversos en los cuentos. Y claro que a veces ganan, como en la vida. A veces identificamos al 'malo' sólo como a un 'ser dañante', pero no es sólo eso: a menudo es alguien que te ha puesto en camino, como en el cuento de Senegal donde un chaval va a quitarle el sol al dragón que se lo ha tragado. El 'dañante' te hace actuar y buscar lo correcto".
Libros ¿inclusivos? para niños
Le hablo a Ana de un artículo interesante del crítico literario Alberto Olmos, publicado en El Confidencial, donde dice que ahora no les damos a los niños cultura, sino catequesis. Que muchos padres intentan "quedar bien" regalándole a sus hijos libros como ¿Qué es un refugiado?, de Elise Gravel, y no Historias de ratones, de Arnold Lobel. Que eso es puritanismo infantil. ¿Qué opinión le merece? "En los buenos cuentos, en los cuentos literarios, no hay un mensaje explícito ni adoctrinante. Si lo hay, es un libro de texto. La ambigüedad debe estar presente, y eso no lo digo yo, lo decía Jakobson, de la Escuela de Praga. Si no, los libros se convierten en una guía para conocerse el esfínter", ríe.
"Ahora los escritores andan asustados y hacen que todos sus personajes sean animales, porque si no es una polémica poner a un niño, o a una niña, por si acaso no es transexual, o por si la niña es blanca, o no es negra, o no es discapacitada. Los cuentos son más potentes y son siempre universales: son inclusivos de por sí", suspira. "Es absurdo reinterpretar los cuentos clásicos haciendo que una princesa sea lesbiana. ¿Por qué no se crean nuevos cuentos, mejor, con historias de princesas lesbianas? En cualquier caso, hay algo de arreglo barato en esto. En los cuentos tradicionales árabes, por ejemplo, la transexualidad está muy presente", explica.
"En los buenos cuentos no hay un mensaje explícito ni adoctrinante: si lo hay, es un libro de texto"
"Hay un cuento precioso de la tradición de Cuenca donde una mujer que se viste de varón va a trabajar a una ferretería y una chica se enamora de él pensando que es un hombre. El día de la boda le cuenta la verdad… y a ella le da igual. Un día, el padre de la novia, como ve que no le dan nietos, sospecha de la virilidad de nuestra protagonista. Y se la lleva al monte a cazar para verla desnuda en el río y comprobar si es un hombre. Ahí aparece un monstruo mitológico, un oricuerno, y al rozarla le sale un pene. El padre queda satisfecho. Ella vuelve a casa, se lo enseña a su esposa y ésta le dice: ¿y esto… para qué lo queremos tú y yo?", guiña. "Todo esto está en los cuentos tradicionales. No hace falta fabricar nada".
Una última pregunta, volviendo al libro de Ana que nos ocupa, el de la ratita, y relacionándolo con las lecturas de género: la niña aprende a elegir bien con este relato, pero, ¿qué aprende el niño, representado ahí por el gato voraz? "Es una buena cuestión y nadie me la había preguntado. El niño aprende que el gato tampoco debió de haberse casado con una rata. El gato sabe que su instinto prevalece ante su educación. Nos educan poniéndonos capas, pero estamos tocados por lo esencial. De eso hay que aprender. Los cuentos se repiten tanto… para no tener que repetirlos en nuestra experiencia", clausura. Y se desvanece con el sonido de una cortina de cristalitos, colgando el teléfono, como el hada definitiva, después de curarnos las heridas viejas del relato contaminado.