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Hay un poema de Esther Morillas llamado Los largos silencios que retrata, lleno de ternura y de sátira, la vida de la mujer del escritor. "No me habla en toda la mañana, / pero no está enfadado: / mi novio es escritor, / y cuando lee o escribe o no hace nada / es que está trabajando. / Trabaja todo el día: los escritores son gente contumaz / llena de pensamientos. / Acuérdate de mí, le digo, / cuando lo dejo solo. / Yo sé que piensa en mí sin darse cuenta". No es fácil convivir con alguien que lleva una novela dentro. No es fácil lidiar con el proceso creativo del otro: la frustración, las manías, las horas muertas mirando a la pared, los años largos buscando la frase perfecta, redondeando el personaje preferido.
Acostumbradas estaban las mujeres talentosas -como Zenobia Camprubí con Juan Ramón Jiménez o Véra Nabokov con el padre de Lolita- a sepultar sus propias inquietudes por aupar y apoyar la obra de sus esposos. Suerte que de un tiempo a esta parte las silenciadas se han arrancado el último pelo de la lengua y han empuñado el teclado para narrarse, suerte que el mundo desde hace rato va llenándose de parejas de escritores que se entienden y se escaman, que se leen y que se editan, que se acompañan en la búsqueda del cuento, que se aman, en fin, porque amar es compartir neurosis.
De los clásicos -como Simone de Beauvoir y Sartre, Zelda y Scott Fitzgerald, Octavio Paz y Elena Garro o Galdós y Pardo Bazán- a los modernos -como Paul Auster y Siri Hustvedt, Almudena Grandes y Luis García Montero -sólo les separó la muerte- o Elvira Lindo y Antonio Muñoz Molina. ¿Cómo se aman los escritores? Quizá escribiéndose y colocando su devoción por encima de la literatura, como cuando Emilia le decía a Galdós: "Yo me acuesto contigo y me acostaré siempre, porque tienes la gracia del mundo y me gustas más que ningún libro". O con cartas apasionadas como las de Miller a Nïn: "Tal vez quiera hasta humillarte un poco, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué no me arrodillo ante ti y te adoro? No puedo, te amo alegremente. ¿Te gusta eso?".
O inaugurando una conversación genuina e interminable, como la de García Montero con Grandes, una complicidad férrea frente al resto: "Y me alegra escuchar noticias de la noche, / cotilleos del mundo literario, / que se te nota lo feliz que eres, / que no haces otra cosa que hablar mucho de mí / con todos los que hablas".
Todo eso les ocurre también a Manuel Vilas (Barbastro, 1962) y Ana Merino (Madrid, 1971), una de las parejas más exitosas del panorama literario actual: él, después de una brillante trayectoria como poeta, revolucionó España con su novela Ordesa (Alfaguara) y poco después fue finalista del premio Planeta 2019 por Alegría. Ella -hija del también escritor y académico José María Merino- es catedrática, fundadora del MFA de escritura en español en la Universidad de Iowa, poeta, dramaturga y ganadora del premio Nadal de novela en 2020 por El mapa de los afectos. Casi nada. Ella publica en pocos días su nuevo trabajo, Amigo (Destino). Él publicó el año pasado Los besos (Planeta).
Hoy celebran con nosotros el 14 de febrero y se sientan con EL ESPAÑOL | Porfolio en una cafetería de la calle Princesa de Madrid para contarnos cómo es la vida secreta de dos escritores que se aman y cómo se mezclan los afectos, las obsesiones creativas y la literatura. Toman té en la tarde, se completan los recuerdos el uno al otro. Ana conversa mientras dibuja en su inseparable bloc. Manuel ríe mucho.
Encuentros literarios
Durante media vida no coincidieron nunca, a pesar de que compartían editor de poesía. Fueron encontrándose en eventos literarios a destiempo, porque ella vive en EEUU y él en España. La primera vez, en la Feria del Libro de Madrid, fue un "hola y adiós". "No hubo chispa", guiña Ana. En noviembre de 2013 leyeron juntos en la Feria del Libro de Miami. Ella no había tocado ningún libro de Vilas, pero se dejó alentar por su amigo el historietista Max, que resultó ser un gran admirador de Manuel.
A ella le pareció un hombre muy misterioso. Él encontró en ella algo exótico: "Tenía la sensación de estar ante una americana que hablaba perfectamente español. Ana lleva viviendo más de veinte años fuera. Tenía lo mejor de la América moderna: sus componentes sentimentales, sociales, su compromiso, su empatía… todo lo que le pasa a alguien es como si le pasara a ella. Era la América mejor", sonríe. Ambos habían estado casados antes con otras personas. Volvieron a verse en Poesía en Abril, en 2014, en Chicago. Más tarde, en un congreso literario en Nicaragua.
Pregunta.- Madrid, Miami, Chicago, Nicaragua… así me enamoro yo también.
Ana.- Ya ves. Así empezamos a frecuentarnos. Ya en Nicaragua, yo estaba de vacaciones y Manuel me dijo: "Me voy a un Congreso en Francia, ¿te vienes conmigo?". Y me fui con él. Fue muy bonito. Fuimos a ver la tumba de Paul Válery. Luego nos fuimos a Avilés, porque yo quería ser discreta (ríe).
En sus primeras conversaciones hablaron de Kafka. Y de Cervantes. Luego se entregaron al viaje en coche -el Ford de Ana- por carreteras secundarias, aventurados y en descubrimiento mutuo: ahí el viaje sentimental y el geográfico. Su memoria común, cuentan, está muy vinculada a los hoteles, a las carreteras del Medio Oeste, a los ríos, a los restaurantes, a las ferias de ganado, a Graceland, a Nashville, a Atlanta, a St. Louis, a la puerta al Oeste, a Minneápolis… "Fuimos a todas partes. El viaje americano tiene algo especial: la naturaleza te sobrecoge mucho. Tienes presente ese imaginario de las películas en las que se hace de noche en el Medio Oeste y entiendes que pasan cosas extraordinarias en los bosques", esboza Manuel.
"En nuestras primeras conversaciones hablamos de Cervantes y de Kafka"
"Hacíamos recorridos literarios. Fuimos a Hannibal, que era realmente el Sant Petersburg inventado de Mark Twain, donde vivió desde los nueve años: ese es el pueblo de la cueva donde se pierden Tom Sawyer y Becky. Llegamos a un hotel, de improviso, y era un hotel de lujo de hace cincuenta años. No había nadie. Sólo una piscina desértica y nieve fuera. Por la mañana llegó un autobús de chicos con problemas mentales y nos los encontramos a todos en el desayuno: hacían actividades, excursiones. La vida parecía una película de los hermanos Coen. Nos descubríamos el uno al otro mientras descubríamos el mundo. El país nos hizo compañía", revela Vilas.
P.- Manuel, Ana a ti no, pero, ¿tú la habías leído a ella?
Manuel.- Sí. Había leído un libro suyo que se llama Curación, que fue finalista del premio Gil de Biedma. Me sorprendió el título, Curación, algo poco esperable en la poesía española. Lo leí en 2010.
P.- ¿Qué sabe uno de la vida, eh? Uno lee un libro en 2010 y cuatro años más tarde está enamorándose de su autora.
Manuel.- Todas las posibilidades están abiertas. Le dije que había leído su libro, pero tampoco lo usé como un tema de conversación. Aunque sí… cuando se conocen dos escritores, hay un riesgo enorme de hablar sólo de literatura. Puede estar bien y puede estar mal. ¡Hablar del oficio es tan poco original!
Más que de literatura, se acaba hablando de la sociedad literaria. "Yo soy amigo de tal, de cual…". "En tal congreso vi a no sé quién…". Depende de la edad. Dos escritores de 30 años, jóvenes, que se vayan a enamorar, hablan más de literatura porque tienen más fe en ella. Están más motivados, tienen ideas muy claras… yo cuando tenía veintitantos años tenía mucha teoría literaria en la cabeza, la poesía tiene que ser esto o lo otro. Todo eso se va desvaneciendo con la edad.
"Cuando se conocen dos escritores, hay un riesgo enorme de hablar sólo de literatura"
Ana.- Yo lo leí más tarde, después de conocerle, y me gustó mucho. Pero creo que me hubiese gustado igual aunque no me hubiese gustado cómo escribe. Me encantó como persona y me alegré de que me encantase también como escritor. Yo creo que el amor va al margen de los atributos o del talento de alguien.
El amor es una cosa y la creatividad es otra. Tú sales con lo cotidiano, con lo vital, con lo que acompaña. Su talento está en los libros y en las bibliotecas, la gente lo disfruta y tú también, pero tú a quien tienes que amar es a la persona. A lo mejor eso lo aprendí porque soy hija de un escritor, mi padre es José María Merino: yo amo a mi padre y, aparte, él es un escritor maravilloso. Diferenciarlo es importante.
P.- Pero, ¿es posible amar a alguien de quien pensamos que es un patán literario?
Ana.- No lo sé…
P.- Imagínate que te enamoras de un ser humano y luego le lees y dices: "Pero, ¿y este idiota? ¿Qué está diciendo?".
Manuel.- (Ríe). Fíjate, eso da para un buen relato. Dos escritores: uno se enamora del otro y luego descubre que es un negado. Yo sí creo que eso puede ser un problema en esa relación. Al principio estás con la fiebre del enamoramiento y no lo ves, pero…
Ana.- En cualquier caso, cuando hablas con esa persona, ya transmite algo que luego escribe, aunque luego lo haga bien o mal. El hecho de que Manuel fuera escritor no fue relevante para mí, no dije "¡ay, qué emoción!". No. Para mí fue: "Es un hombre agradable, enigmático, de conversación inteligente, con curiosidad hacia el mundo, divertido…". Es eso con lo que quiero estar. Luego puede tener mejor o peor fortuna como escritor. En este caso, escribe muy bien. Pero si no llega a ser así, habría pensado "bueno, se esfuerza" (ríe). Yo creo que el enamoramiento no discrimina: es un arrebato por el que te dejas llevar. La profesionalidad va al margen. El escritor, vale, se sienta a la mesa y se pone a imaginar. Pero si fuera funcionario, o si fuera Kafka… ¿cuánto publicó en su vida? Te puedes enamorar de Kafka: ¿dónde trabajó? En una empresa de seguros. Te enseñaría sus dibujos… ¿no?
Manuel.- Pero Kafka era muy guapo.
Ana.- Sí, pero fue una figura que trascendió a través de su muerte y gracias a su editor.
Manuel.- En vida no era famoso, pero tenía su círculo.
Ana.- Hablo del escritor a posteriori. El amor no está ligado al talento de esa persona, sino a su textura humana.
El ego de los escritores
P.- ¿Habíais salido antes con escritores o con artistas de algún tipo?
Manuel.- Ella sí, estuvo casada con un pintor.
Ana.- Por eso aprendí a diferenciar entre el talento y la persona.
Manuel.- Mi primera mujer era profesora de universidad.
P.- ¿Cómo se convive con los egos literarios? ¿Quién tiene más ego de vosotros dos?
Manuel.- Nos ha cogido ya en una edad madura. Cuando uno cumple años, los egos más primitivos, los más sofocantes… ya no los tenemos. Tienes un ego bastante educado. Más relacionado con escribir algo que esté bien que con esperar llegar a no se sabe dónde.
P.- El ego mal entendido también es fragilidad. No poder aguantar la mínima crítica…
Ana.- Exacto. Manuel es maravilloso. Manuel escucha. Siempre digo que hubiese sido un magnífico estudiante de taller. Escucha, aprende y piensa. Eso me encanta. Es un atributo de mi padre también: son personas que escuchan muy bien al lector. El escritor inteligente escucha. Escuchar puede matizar tu texto: sus detalles. Puede mejorarlo muchísimo.
Manuel.- Las observaciones críticas son importantes.
P.- ¿Os acompañáis vosotros en ese proceso?
Ana.- Sí. Hablamos mucho, preguntamos. Eso es enriquecedor. Es alguien que te lee con amor y con precisión.
Manuel.- Leer a alguien es un acto de generosidad brutal. Cuando te lees el manuscrito de alguien tienes que leértelo como si fuese tuyo.
P.- En la serie Californication, el escritor protagonista -y díscolo- le decía a su gran amor respecto a su propia escritura: "Yo soy incapaz de ver la diferencia entre lo ridículo y lo sublime hasta que tú me lo dices".
Manuel.- Ese es un problema grave de la soledad de los escritores. Los editores literarios, cuando eran literarios, eran los encargados de decir "esto es brillante" o "esto es patético".
"Si nos obsesionamos con un personaje nos lo llevamos de viaje. Vamos nosotros dos y el personaje de uno y el personaje de otro, somos cuatro"
P.- ¿Confía uno más en la lectura de un editor o en la de un amor?
Ana.- Yo creo que en ambas cosas, porque se complementan. Cuantas más lecturas y más comentarios, mejor. Ambos disfrutamos mucho escribiendo…
Manuel.- Bueno, es un trabajo. Lo de "el disfrute"… como lo disfrutes mucho, luego no te pagan (ríe).
Ana.- Pero en el largo proceso de escribir, leer, releer, editar… cuantas más miradas tengas, mejor. Una novela es como una tesis doctoral: yo hice una tesis doctoral de cómic y lo sé. Ese método que requiere, esa constancia… es agradable tener a alguien al lado que puede entender tus obsesiones. A lo mejor estás obsesionado con un personaje o con una idea y te los llevas, te los llevas contigo a un viaje. "Vamos nosotros dos y el personaje de uno y el personaje de otro". Vamos cuatro al viaje. Ese es un momento de intensidad interesante.
P.- ¿Cuáles son los últimos libros que os habéis regalado?
Manuel.- Para su cumpleaños le regalé la biografía de Galdós.
Ana.- Yo le regalé Doña Concha, de Carla Berrocal. Es un cómic.
P.- ¿Qué tipo de manías detecta uno en el otro, en el amor-escritor? ¿Cómo se convive con el proceso creativo del otro, que a veces no coincide con el tuyo?
Manuel.- Respetando. Enseguida te das cuenta cuando el otro se ha metido en su habitación, en su despacho, y está con lo suyo. No está contestando mails, está escribiendo. Es la cara que pone: lo sabes, sabes que está escribiendo. Nosotros cuando estamos comiendo procuramos que la novela interna no nos asalte (ríe).
Ana.- También porque nuestra circunstancia es peculiar: yo paso una parte del tiempo en EEUU. Somos pareja de intensidad cuando se encuentra.
Manuel.- Pasamos tiempo separados y nos encontramos y nos renovamos en ese reencuentro.
Ana.- Yo siempre digo que nuestra relación es un poco como Lady Halcón, ¿te acuerdas de la película? Es un amor en el que uno por el día se convertía en halcón y ella por la noche se convertía en lobo. Manuel escribe por la noche: Ordesa lo escribió de noche. Siempre ha sido más nocturno, ahora quizá menos. Y yo a las diez y media estaba con la ceja para abajo porque a las seis estaba ya activa. El mapa de los afectos me lo escribí siempre a esa hora. Y Manuel se despierta a las once, llega a la cocina y estoy yo escribiendo a mano, porque las primeras versiones siempre las escribo a mano.
P.- ¿Os habéis 'usado', en el mejor de los sentidos, para crear algún personaje inspirado en el otro?
Manuel.- Sí, yo la usé a ella en la novela Alegría. Salía ella como personaje.
P.- Y tú luego, cuando te lees escrita por él, ¿te reconoces?
Ana.- Me hacía gracia. Me parecía que me sacaba muy dulce. Dije: "Uy, qué dulce soy".
Manuel.- En teoría, si somos escritores, tenemos que estar acostumbrados a aparecer como personajes.
Ana.- Cuando te transforman en literatura eres otra cosa. Yo sí he sacado cosas de Manuel en poemas… he expresado ese amor… pero en novela aún no he sacado a un personaje como él, y eso que me dará mucho juego el día que lo saque.
Manuel.- En realidad es un trabajo de albañilería, es como si fuésemos los dos albañiles. "Oye, voy a usar un material tuyo, ladrillo, o piedra, hormigón…".
P.- Qué putada lo de aparecer en el libro de alguien cuando lo dejas con esa persona. Toda la vida encerrado en su libro, toda la vida encerrado en la obra de la persona que amaste y que quizás te ha herido. Un castigo, ¿eh?
Manuel.- Pero creo que somos sujetos civilizados y tenemos que tomarnos las cosas de la literatura de forma más laxa (ríe).
Ana.- Mira la exmujer de Emmanuel Carrère, que lo llevó a juicio, que dijo que ni hablar, que no la sacaba así. O la de Karl Ove Knausgård.
P.- He visto que ella se ha tomado la revancha y este año publica su propio libro contestándole.
Manuel.- Deberíamos ser más tolerantes a la hora de valorar esto. No nos tiene que desgarrar tanto. Eso forma parte de la libertad. Hay que verlo como una expresión de libertad más. Eso sólo puede ocurrir en sociedades muy libres. En una dictadura no se le ocurriría a nadie contar su vida. Que haya literatura autobiográfica significa que la sociedad es democrática, tolerante y libre. Es una buena prueba del algodón.
P.- ¿Os habéis escrito cartas de amor?
Manuel.- Ella sí.
Ana.- A mano. Y con dibujitos. Siempre voy con mi bloc para pintar.
Manuel.- Yo he perdido la manualidad, no sé ni escribir una hoja a mano.
P.- ¿Qué pasaría si dentro de cien años sacaran vuestras cartas, como sucede con las de Pardo Bazán a Galdós? ¿Tenemos derecho a leerlas?
Ana.- Sí, claro que sí, cuando ya pasa el tiempo… ¿qué más da, cómo nos va a importar? Si a alguien le inspira, perfecto.
Manuel.- Esas cartas sirven para que nosotros conozcamos cómo era la sociedad del siglo XIX.
Ana.- La curiosidad de conocer cómo se aman los demás es bonita. Eso te da energía. El amor es luminoso.
P.- Hablamos del amor como un tú y yo. Pero, ¿quiénes sois frente a o con el mundo? Habéis sido premiados casi a la vez, vais laureados… son tiempos de bonanza. ¿Cómo os relacionáis con los demás, qué tipo de reuniones sociales frecuentáis, os caen bien el resto de escritores, no…?
Manuel.- Tenemos buenos amigos en la literatura.
Ana.- Tenemos compañeros y gente que queremos, pero claro, llevamos dos años confinados… el sistema cultural español e iberoamericano propone muchos encuentros de escritores y ahí nos hemos conocido. Hay gente interesante, hay gente que se enfrenta a las mismas incógnitas que nosotros, a los mismos procesos de creación.
Manuel.- Ahora la vida de un escritor es la de un viajero. La promoción es viaje.
Ana.- Yo es algo que he vivido al ser mi padre escritor y sus amigos escritores. Es muy amigo de Luis Mateo Díez. Lo bueno de tener amigos escritores es que tienes buenos lectores.
Manuel.- Como tienes los mismos defectos de fábrica, las mismas obsesiones, toleras mejor al amigo-escritor porque se parece mucho a ti. Es un mismo mundo temperamental. Hay una misma complicidad del oficio. Creo mucho en la amistad entre escritores, porque el escritor es una persona muy solitaria en todo, y cuando encuentra a alguien con quien genera un afecto… se hacen compañía. Tienen las mismas minusvalías. Cuando estás con un escritor te sientes más libre.