Fernando Arrabal es uno de los creadores españoles vivos que disfruta de más fama mundial desde hace décadas. Camino de los 91 años, parece vivir una eterna juventud en un cuerpo de niño grande. Posee una secreta e insólita colección de pinturas de Picasso, Dalí, Duchamp, Max Ernst…. Un legado que ha ofrecido gratuitamente a España, pero que hasta la fecha nadie ha querido.
La única condición que plantea es que se haga un inventario de las piezas, no se disperse el legado y se exhiba con carácter permanente en un mismo espacio. Así que lo más probable es que Francia acabe heredando el legado Arrabal, no sin cierta justicia poética.
EL ESPAÑOL | Porfolio habla con él en su casa de París, donde nos recibe hospitalariamente y nos regala una serie de reflexiones originales y jugosas vivencias. Y es que un caballero, decía Stevenson, no pontifica, solo refiere anécdotas.
Pregunta.– ¿A sus 90 años cómo se definiría?
Respuesta.– La gente siempre pensó que iba a ser dibujante o pintor. Y, en realidad, es lo que más me gusta y lo que más hago. Pero soy un fracasado en pintura, pues no tengo el talento de mi hermano, o mi padre o mis abuelos.
P.– Se celebra una exposición en la Galería Cayón de Madrid (hasta el 7 de julio). ¿Su hermano era pintor?
R.– Mi hermano Julio fue campeón mundial de acrobacia aérea en Bilbao, y que aprobó al mismo tiempo con 18 años los exámenes de acceso para la Academia militar de San Javier y la Academia de pintura de San Fernando: entre ser militar y pintor, eligió ser militar.
P.– ¿Su padre era también pintor?
R.– Lo más admirable que mi padre hizo fue retratar a todos los condenados a muerte que compartían prisión con él. Él era oficial del Ejército republicano. Yo publico mucho en Twitter y en Instagram, y allí avisé de que tenía los retratos hechos por mi padre, por si alguno de los descendientes, hijos o nietos, se interesaban. Nadie contestó a mi anuncio, nadie. Y, en el fondo, me parece bien y hasta muy hermoso, pues significa que todos quieren olvidar la que yo llamo la “Incivil Guerra”.
P.– ¿Y este busto Cervantes a la entrada de su casa?
R.– Tengo a Cervantes en la entrada de mi casa porque él es un genio y un gigante. Toda mi vida gira alrededor de él.
P.– ¿Pasamos al salón…? ¡Está repleto de objetos y cuadros por el suelo…!
R.– El salón no es mi lugar de trabajo, me sirve para almacenar cosas... Aquí un cuadro de mi hermano. Un autorretrato. Yo no tengo ese talento suyo figurativo.
P.– ¿Lo suyo es más conceptual?
R.– Yo no sé qué es el arte conceptual. Se lo pregunté a Joseph Beuys (1921-1986), pero nunca lo entendí.
P.– ¿Cómo era de niño?
R.– El niño que yo era en Melilla era un muñeco. Mi madre siempre que podía les contaba a las vecinas o la gente que venía a casa: "Fijaos en mi hijo, es un verdadero muñeco, tan guapo y tan listo. Tan listo es que un día el perro se meó en el salón, y como no sabía hablar me cogió por la falda y me llevó adonde lo que había hecho el perro. Y hacía 'guau guau', pero en realidad era él quien se había meado…"
P.– ¿Y de jovencito?
R.– Siempre me han rodeado personas que me han admirado inmerecidamente. La primera persona que me admiró fue la madre teresiana Mercedes Unceta. Una mujer extraordinaria. Cuando llegué a París pude tratar a personas como Breton, Duchamp, Picasso o Dalí, y no tuve ningún problema porque sinceramente ellos comparados con la madre Teresa…
P.– ¿Sigue estando de moda Arrabal?
R.– Todas las semanas llaman editores nuevos, para los derechos de libros o con encargos. Todos los días me llegan cuadros, libros…
P.– ¿Y este cuadro de Saura?
R.– Sí, es un cuadro de Saura, que no hacía nada realista, y yo le pedí un retrato de mi padre: "Yo soy abstracto", me dice. "Pues esta vez tiene que ser figurativo". Creo que es la primera ocasión en que hizo una obra figurativa.
P.– ¿Y esta foto?
R.– Son Ángel, mi padre Fernando, y otro tío mío, Rafael, condenado también a muerte: esta mujer, mi abuela, es muy bella. André Breton nos llamaba los Arrabeaux, que se traduciría como los "Arrabellos". Ella era muy bella. Vivía en Córdoba, y atraviesa toda España, en plena "Incivil Guerra" para besar a su hijo, pero no lo logró. Llegó al Castillo de Mallorca donde él será ejecutado.
P.– Veo que tiene libros de Kundera dedicados. ¿Qué escritores le han interesado?
R.– Los checos. Kundera es un amigo, Kafka siempre, y Bohumil Hrabal, a quien no pude conocer en persona; se tiró por la ventana. Él no está en el cuadro de la Santa Cena (pintado por S-M Félez (1930-2020) sobre un boceto de Arrabal). Pero sí Borges.
Borges nunca me llamó Arrabal y eso que hice una película sobre él. (Borges, una vida de poesía, 1998). Creo que es la mejor que se ha hecho, modestamente. Él me llamaba: Africano. Lo curioso es que la madre Teresa, cuando yo llegué de Melilla a Ciudad Rodrigo me llamaba "africanito", con lo que esto suponía para una teresiana.
P.– ¿Se siente algo africano?
R.– Me parece una suerte inmerecida el haber nacido en Melilla.
P.– ¿Qué pasó con su padre?
R.– Yo pregunté mucho a la administración española sobre su paradero durante años. Y hasta hoy, nada. Un día recibí una carta de elogio de Alfonso Guerra, le pregunté si no podía dar con pistas sobre mi padre. Él me contestó diciéndome: "Su padre parece que era amigo íntimo del alcalde socialista de Melilla, pero tenemos la sensación de que esta amistad era solo pictórica…"
P.– ¿Qué relación tuvo con Octavio Paz?
R.– La primera vez que lo vi fue como invitado por el presidente de la república de México, con García Márquez. Algunos miembros del gobierno mexicano decían que el Gulag no existía: y entonces Octavio Paz se enfureció de mala manera. Y yo me puse de su lado. Le tengo en gran estima porque fue una de las personas que firmaron la petición cuando me encarcelaron en España. Arthur Miller en sus memorias habla de mi detención y lo importante que fue el poder hacer esa defensa. Miller cuenta que el presidente del tribunal que me ha de juzgar es un admirador del New Theater, y, sobre todo, de su obra.
P.– ¿Fue decisivo esto para su liberación?
R.– No, el que decidió todo fue Franco. Ahora bien, he de decir que siempre tuve una relación excelente con los policías. En Murcia fuimos a pasar el verano. Y una noche, ¡de pronto aparecen cinco policías con cinco pistolas! Y entonces yo les dije algo que les hizo reír mucho: les dije que con un tirachinas conseguirían lo mismo que con las cinco pistolas… Más tarde me llevan a comisaría y al día siguiente dos policías me custodian de Murcia a Madrid, un trayecto muy largo en aquella época. Y con uno intercambiamos unas frases que son, casi literalmente, las de mi obra Picnic en el campo de batalla: "¿Oiga, no le molestará que le quitemos las esposas, ¿verdad?". Y yo le contesto como el protagonista de la obra: "Bueno, yo lo que no quisiera es molestar…". [Risas]
P.– Una situación muy de Kafka.
R.– Total, que esta pareja de policías me llevará de Murcia a Madrid parando en todas las churrerías, pues le dije que en París no se podían comer churros y que me gustaban mucho.
P.– Fueron momentos duros supongo…
R.– Llego a uno de los lugares más sórdidos e inquisitoriales que he conocido, la Dirección General de Seguridad de Madrid, en el sótano; porque resulta que yo intenté matar a Franco, junto a un físico atómico. En fin, cuando se abre la puerta de la DGS, el carcelero, que era un gordo, me anuncia que tengo la cena preparada, yo le digo que no puedo tragar por los nervios de verme allí encerrado. "¡Pero si es una fabada estupenda!", me anima. "Si a mí me encantan las fabadas, pero es que no puedo tragar…". Y entonces se sienta mi lado: "Una cucharadita para papá y otra cucharadita para mamá…" [Risas]
P.– Esas cosas no se inventan…
R.– Los policías españoles siempre han sido extremadamente amables. Eran señores que tenían que hacer unas cosas que no iban con ellos. El que no se portó tan bien fue el juez; me llevaron preso a las Salesas, e inmediatamente mi hermana Carmen se precipitó a buscar al juez: "Vengo aquí a cambiarme por mi hermano, yo que tengo buena salud, pues mi hermano es tuberculoso…". Ella da su carne contra mi carne.
P.– Una Antígona…
R.– Y el juez le pregunta por qué razón haría eso, a lo que mi hermana le responde: "¡Porque es un genio!". El juez no se arredra y le dice que él sabe de mí porque lee el diario Pueblo (que como toda la prensa nacional decía pestes de mí), y entonces empieza una discusión teológica entre ambos y le anuncia que no va a permitir el canje. Les pregunta a los policías si saben cómo va Fernando Arrabal. Le dijeron que tenía una cagalera extraordinaria.
P.– ¿Y qué hizo su hermana?
R.– Inmediatamente mi hermana me prepara una caja con limones y toda clase de medicinas contra la diarrea. El juez, quien le dice que él nunca autorizará que me entreguen esa caja, porque soy un enemigo del régimen. Pero misteriosamente algo pasó porque al final sí me llegó el paquete.
P.– ¿En qué circunstancias?
R.– Imagine lo que era estar en las Salesas, un lujo respecto al sótano aquel. Era un lugar espacioso, con unas ratas simpatiquísimas que venían a verme y a las que yo hablaba, aunque no sé si me entendían. De pronto un día se abre la puerta un poli y deposita una gran caja con limones y medicinas y yo me digo; ¡ahora estos me quieren envenenar! Y entonces lo tiré todo por el desagüe, avisando a las ratas que mejor no tocasen nada. [Risas]
P.– ¿Qué le habría dicho a Franco en persona?
R.– No lo sé. Yo le escribí una carta, que es muy corta. Ahora la van a publicar otra vez. Es uno de los best-seller de mi vida.
P.– ¿Más que la Carta a Fidel Castro?
R.– Mucho más. Aunque me han ocurrido cosas curiosas con esa carta. Una con Regis Debray (París, 1940). Resulta que estamos en el Concorde, y me encuentro con Regis Debray: entonces le apunto con el dedo y le digo: "Usted, usted que es el consejero íntimo de Mitterrand y también el de Fidel Castro, usted lleva en su bolsillo las llaves que encierran en el Gulag cubano a los poetas libres". Y él me contesta: "Pero si yo hago todo lo que puedo para que los liberen". Y decía la verdad, a la luz de los libros que escribió posteriormente. Con el tiempo cambió: es hermoso que la gente cambie.
P.– Parece ser que lo vigilaron ya estando en Francia, quizá algún agente que trabajaba en el consulado español, que está a pocos metros de su casa. ¿Iba por allí usted?
R.– Yo iba a renovar mi pasaporte al consulado, y me hacía acompañar siempre por alguna muchacha armada con un paraguas, por si allí no era bien recibido… No hizo falta, siempre me dieron los papeles que les pedía.
P.– No evitaba pues el lugar…
R.– Por allí me encontré una vez con Jean-Paul Sartre, que era amigo. Él tenía una amiguita por el barrio. De repente hizo un gesto extraño, se puso los dedos en la boca y silbó de un modo tremendo para detener un taxi. Françoise Sagan me decía que había un hotelito para citas de hombres que dejaban que sus mujeres fornicaran con otros. Me contó que todos iban desnudos y cubiertos solo con una toalla, y que se cruzó con Sartre.
P.– ¿Es usted distinto de cuando era joven o niño?
R.– Yo no tengo necesidad de cambiar.
P.– ¿De quién se acuerda más?
R.– De la monja. Alguien me preguntó, ¿cómo es posible que la madre Mercedes le hablase del tohu-bohu [el caos total descrito en el Génesis, 1,2]? Obviamente, ella no podía hablarme de Duchamp ni del Surrealismo, pero sí de Las Hurdes. Con ella fuimos mucho allí. A Buñuel se lo conté, porque con él se podía hablar de todo.
P.– Hábleme de su película más famosa: Viva la muerte. (1971)
R.– Recuerdo que se presentó en el Festival de Cannes. John Lennon estaba allí: me para por la calle y me tararea la melodía, el leit motiv, de la película. Y cuando se entera Picasso de que estoy en Cannes, me manda una nota pidiéndome que vaya a verle a su casa. Pero no podemos hablar de Viva la muerte, ¡porque la palabra "muerte" para él estaba prohibida! Y yo se lo comento a Buñuel, y le sugiero que por qué no se acerca ver a Picasso, que se aburre mucho allí solo en su villa, y me contesta: "No, no vaya a ser que me enseñe sus cuadros…" [Risas]
P.– Usted triunfa en Cannes pero ¿por el arte o por la política?
R.– Creo que la película fue mejor acogida posteriormente. La prensa española se ocupó del asunto y tuvo muchos detractores. Y un periodista del régimen, como lo eran todos, le preguntó a Buñuel, al que le había gustado la película: "Pero ¿cómo le puede gustar si es una copia de su cine?". Buñuel le contestó: "Es que Arrabal y yo somos españoles… gracias a Dios".
P.– Tuvo buena amistad con Buñuel.
R.– Sobre todo le agradezco una intervención suya en México. Resulta que hubo un percance allí con el director teatral que me admiraba mucho, pero que no soportó que su mujer me enseñase México la nuit. Ese hombre me quiso matar. Buñuel y Jodorowsky hicieron lo posible para evitarlo.
P.– Precisamente con Jodorowsky (1929) y con Roland Topor (1938-1997) funda el movimiento Pánico, ¿con usted en el centro?
R.– El primero no tuvo tanta importancia en mi vida. En cambio, la llegada de Topor sí que la tuvo, fue capital. Creo que los avatares de la modernidad, que son el Surrealismo, el movimiento Dada, la Patafísica y el movimiento Pánico son determinantes para el arte de hoy. Constituyen lo que yo llamo la Confusión: Cervantes ya dijo que lo mejor de su vida había sido la confusión. ¿Por qué nos interesó tanto la confusión? ¿Es acaso una provocación que nosotros afirmásemos que la confusión es primordial? Yo lamento que exista, no soy su heraldo, pero existe, está ahí…
P.– ¿Quería usted hacer cine por vocación de cineasta o bien porque era en su momento la manera de que su universo tuviera repercusión?
R.– Creo que hice las siete películas que debía hacer. Sin pecar de falsa modestia, creo que son curiosas.
P.– Se estudian en el canon del cine de vanguardia.
R.– Le voy a contar una cosa: estaba jugando al ajedrez con Samuel Beckett, cuando aparece su mujer con un libro de Martin Esslin titulado El teatro del absurdo: estábamos en portada los dos y Ionesco. Cuando ella le da el libro, Beckett comenta: "¿Teatro del absurdo? Pero qué cosa más absurda..." [Risas]. Y del mismo modo, cuando se le hablaba de teatro de vanguardia, decía: "¿Pero ¿qué es esto…?" Estábamos intentando simplemente hacer un teatro mejor; no había guerra ni estábamos en ninguna vanguardia… Más bien creo que yo he estado toda mi vida en una retaguardia; mi salud no me permite otra cosa.
P.– ¿Cómo ha pasado la Covid?
R.– Muy bien, me he puesto todas las vacunas que me han dicho. Tengo unos recuerdos formidables del sanatorio. Antes era un colegio de monjas para niñas ricas de París, y hoy es un centro para atletas paralímpicos… cosa que me alegra mucho. Siempre tuve suerte en la vida. Llego a París con una beca de dos meses, e inmediatamente se dan cuenta de que tengo tuberculosis. Estuve dos años pagado por el gobierno francés para escribir. Y allí pude escribir mi primera obra y enseguida mi carrera está lanzada. Suerte tras suerte. Como a los 18 años, cuando tuve la aparición de la Virgen María.
P.– ¿Cómo fue?
R.– Estoy en la Malvarrosa, y tengo una aparición, inmerecida de todo punto. En ese momento estaba a punto de entrar en la Compañía de Jesús (creo que habría sido un buen jesuita), y luego me olvido de este hecho tan extraordinario de mi vida durante décadas. Hasta que en 1981 decido escribir sobre esto, contra toda expectativa, y el libro [La torre herida por el rayo, 1982] acaba ganando el Premio Nadal. La Virgen María se porta siempre de una manera totalmente amistosa conmigo. Me molesta que haya gente que diga pestes de la Virgen.
P.– Con la democracia, ¿tuvo la tentación de volver a España?
R.– Es imposible. Pero yo soy español. Le voy a decir algo: yo admiro a Picasso, pero no esto que hizo: se dirige al gobierno y pide ser francés. No quiero hablar mal de él, pero no se puede elegir: ¡somos españoles!
P.– ¿No se la ofrecen a usted?
R.– Cuando el gobierno francés me quiso dar la nacionalidad, me dirigí al de España, al ministro de Justicia, y me dijeron que hiciese lo que quisiera. Y entonces le escribí al rey Juan Carlos, que sin tardanza me respondió: "Usted no puede perder la nacionalidad, pero tiene que elegir". Yo tuve la suerte de haber nacido en Melilla, y no pienso renunciar a la nacionalidad.
P.– ¿En qué está ahora?
R.– En una nueva novela, que ya tengo acabada en español, pero que quisiera que saliese al mismo tiempo en francés.
P.– En el año 1966 publicó un soneto en una Tercera de ABC con palabras inventadas. ¿Lo recuerda?
R.– No. Caramba, el año 1966…
P.– Dice el texto, un poco a lo Lewis Carroll, y dice en el artículo que eso es la poesía pánica. Reza así y se titula Tofamilarin: "En la parta fistío de Alanipe/ las mejigas es vento de mi recho /en tecanos salpuentos del dejecho/ con las paullas de Tedros en Colipe etc. etc.".
R.– No lo recordaba.
P.– ¿Eso es más que la poesía de Mallarmé, ¿qué significa eso en el año 1966?
R.– Me parece exactamente pánico, algo que está informando sobre la actualidad científica, sobre la confusión, el tohu-bohu, Hesíodo y todo eso. Pienso que tiene una gran vigencia y siempre lo tendrá porque enlaza con el principio de la cultura.
P.– ¿No será su frustración más de científico que de pintor?
R.– Sí, me habría gustado serlo, cuando en esta cocina le pregunté a mi hijo, que acababa el bachillerato, qué quería hacer, me dijo que Física, un doctorado en Física. Fue la gran alegría de mi vida que mi hijo sea un científico.
P.– ¿A qué científico admira?
R.– A Echegaray, que pasa su vida haciendo un libro de ciencia. ¿Por qué todo ese odio a Echegaray? A lo mejor se confundió en algo, pero hizo lo mejor que pudo para la ciencia española
P.– Echegaray, ¿quién se acuerda hoy de él?
R.– Recuerdo una obra en Madrid, en una sala que se llama justamente "Madrid": se titulaba Una obra de Echegaray ¡Ay!. [Risas] No entiendo tanta burla. Lo consideran como un chistoso, un gracioso… Como a Dalí, que también quiso especular científicamente: decide organizar el mejor simposio de ciencia del mundo entero. Esa gran reunión habría que estudiarla bien.
P.– Hablemos de ajedrez: ¿llegó a plantearse ser profesional?
R.– No, desgraciadamente mi nivel no daba para eso. Marcel Duchamp fue muy bueno, ningún escritor ha tenido ese talento. Es curioso el caso de Borges, cuando escribe su primer cuento, se lo pregunté dos veces: ¿Cómo es posible decir que, si se cambian los movimientos primeros, no habría partida? Y entonces me dijo: "Yo no puedo hablar como Funes, porque no tengo su memoria". Funes tenía memoria del ajedrecista argentino Miguel Najdorf [1910-1997], que jugaba 47 partidas simultáneas siendo ciego. Yo no soy como Funes, tampoco.
P.– Pero tiene usted una memoria prodigiosa.
R.– Yo no, mi hija Lelia sí, que tiene una enfermedad mental, ella tiene una memoria prodigiosa. Le pregunto qué pasó en Nueva York y me dice: el 17 de enero a tal hora hicimos esto o lo otro. Le comentaba el otro día algo sobre cuándo habíamos visto a Jean-Paul Gaultier en Nueva York, y ella me corrige: pero si lo vimos en el bar New York Sud, concretamente. ¡Cómo se puede acordar de estas cosas…! A Gaultier le dijo, señalándolo con el dedo: "¿Sabe usted que mucha gente aquí en Nueva York, por admiración hacia su persona, bautiza a sus hijos con el nombre de Gaultier?". Y la respuesta de él fue: "¡Es que tienen muy mal gusto!" [Risas].
P.– ¿Sigue jugando al ajedrez, ¿verdad? ¿Se mejora con el tiempo?
R.– Ayer precisamente jugué mejor, crucé una barrera que me era difícil de superar. Pero soy un jugador mediocre. No soy como Duchamp, ni Beckett, Cioran o Ionesco; a Dalí no le gustaba jugar, a su mujer sí, pero él era el mejor de todos, en mi opinión. Mi nivel es escaso.
P.– Pero su pasión es grande.
R.– No puedo pasar un día sin jugar, aunque sean dos o tres partidas de diez minutos.
P.– ¿Es como gimnasia mental?
R.– No, es una necesidad vital. Hoy en día es muy divertido porque estás jugando, pero no sabes contra quién. De pronto te sale que es un islandés… Hay obviamente muchos rusos y ucranianos.
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P.– ¿Qué fue ese premio de superdotado cuando era niño? ¿Se lo creyó?
R.– No, en absoluto, solo lo consideré bueno para mi mamá, por nuestra complicada situación económica desde la desaparición de mi padre. Pero nunca pensé que yo era superdotado. Más bien que había ganado con trampa. Todos los días de una semana entera nos hacían exámenes escritos; evidentemente, sobre todo de matemáticas. A mí me había educado la madre Mercedes y las de matemáticas las superé sin problemas. Y llegó la última prueba. Y pasé el primero. Abrí la puerta y vi a ocho miembros del jurado muy mal encarados. Y uno de ellos me dice: "La prueba consiste en lo siguiente, no tiene que decir más que nombres. Nombres, nombres, los que sea…". Y entonces dije: corbata, botón, gafas. Y me di cuenta de que ya no podía decir más palabras.
Así que se me ocurrió soltarles: "Ataúlfo, Sigerico, Walia, Teodorico, etcétera”. Y me dicen que la prueba ha terminado. Y pensé que había cometido un error garrafal, pero al final gané el premio. Y cuando ya me iba de la sala me dice un miembro del jurado: "Y ahora enséñenos su paquete". Supongo que como era hijo de un condenado a muerte republicano, pensaban que algo raro debía de tener yo. Así que en cuanto salí afuera se lo conté a la monja Mercedes, ella exclamó: "¡Si hubieran sido mujeres no se habrían atrevido a semejante cosa!" Como siempre, la madre Mercedes era enorme.
P.– El sexo ha sido muy importante en su vida, ¿no?
R.– Sobre todo, hoy. Cuando se dice la palabra mujer, hay algo que ocurre debajo del pantalón. Más que nunca está presente. En cualquier momento, se puede despertar. Cuando se tiene la suerte inmerecida de contar con una nueva presencia femenina… No creo que haya mayor deflagración que la que siento hoy. A mis amigos médicos les pregunto si no se está estudiando este fenómeno. No se puede comparar con los veinte años, claro, cuando eso es una cosa corriente. Ahora en cambio, ya no es tan corriente, pero le aseguro que se pueden tocar las campanas…
Y nos despide jovialmente, emplazándonos para futuras visitas, ofreciéndonos antes unos cuantos zumos de fruta Arizona.