1 julio, 2023 02:09

Entre 1556 y 1598, Felipe II se convirtió en el rey del mayor imperio conocido, un solo hombre que aglutinó el mayor poder jamás visto sobre la faz de la Tierra. Durante aquella época, España era el centro del mayor imperio del planeta, en una época considerada como la de mayor apogeo de la historia de la nación.

Felipe II sabía que, para conseguir convertir a España en aquel imperio, necesitaba ser muy hábil en su política exterior, motivo por el cual se casó con María de Portugal en 1543, con María I Tudor de Inglaterra en 1554 y con la francesa Isabel de Valois en 1559.

Y su estrategia funcionó.


En 1580, con la unión entre España y Portugal, los dos imperios más extensos de su época, tuvo bajo su mando a medio planeta, aunque su ambición parecía no tener límites. Tras anexionarse Portugal, asumió el lema “El mundo no es suficiente”, pero no todos veían con buenos ojos tanto poder. Antonio, Prior de Crato, hijo del infante Luis de Portugal, obligó al rey a tomar medidas en una batalla que no solo vencería, sino que situó a España como indiscutible dueña de los mares: la Batalla de isla Terceira.

El mayor imperio de todos los tiempos

Felipe II no solo había conservado los dominios que había heredado de su padre, el emperador Carlos I de España y V de Alemania, sino que los había aumentado enormemente. Había detenido la marcha arrolladora del Islam en el Mediterráneo, había impuesto al protestantismo las fronteras que no podría traspasar, había continuado la expansión hispánica por el Pacífico y estaba a punto de unificar la Península Ibérica en una sola nación, anexionándose Portugal, cumpliendo así con la gran aspiración de los Reyes Católicos.

En 1580, tras la muerte sin sucesión del rey Sebastián I de Portugal y el fallecimiento de su hijo Enrique I, Felipe II desplegó una fabulosa campaña diplomática para postularse como heredero a la corona lusa. El español contaba con el apoyo de la mayor parte de la nobleza portuguesa, así como con la aceptación de buena parte de las potencias europeas,excepto Francia e Inglaterra, ya que temían el poder que alcanzaría la casa de Austria, lo que motivó que estas dos naciones apoyaran la causa de don Antonio, prior de Crato, hijo bastardo de Luis de Portugal y nieto de Manuel I, que se proclamó rey con el apoyo del pueblo llano el 19 de junio de 1580.

Antonio, prior de Crato.

Antonio, prior de Crato. Wikimedia Commons

Ante estos hechos, Felipe II rehabilitó al duque de Alba, que se encontraba desterrado de la corte, para que marchara al frente de un ejército para derrotar al prior de Crato. Tras una operación relámpago que duró ocho meses, la victoria española llegó en la batalla de Alcántara. Lisboa cayó el 27 de agosto y Felipe fue elegido rey de Portugal con la condición de que el reino y sus territorios de ultramar no se convertirían en provincias castellanas.

Pero aquella victoria no pudo evitar la huida de Antonio y sus partidarios, que recalaron en la isla Terceira, en el archipiélago de las Azores, y donde levantaron a su población y a la de las islas noroccidentales contra el nuevo rey, lo que podía convertirse en un importante dolor de cabeza para España.

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La importancia de las Azores

Las Azores eran un punto de recalada habitual para la flota de Indias, un lugar de descanso y reaprovisionamiento para continuar su viaje a España, por lo que eran la llave de América. Sin las Azores, traer la plata y el oro americano a la península se convertía en una misión casi imposible.

Antonio era consciente de la importancia de estas islas, por lo que, a cambio de apoyo, ofreció a Enrique III, rey de Francia, el derecho a utilizar este archipiélago y Madeira como punto de apoyo para reafirmar la creciente presencia francesa en América del Sur. Igualmente, ofreció a Isabel I de Inglaterra estas islas para emplearlas como base de operaciones de sus corsarios que atacaban sin cesar los barcos españoles de la Carrera de Indias.

Por ello, Francia preparó una poderosa flota, bajo las órdenes de Philippe Strozzi, compuesta por 64 buques de guerra y 15.000 arcabuceros y con aportación de buques ingleses, para apoyar a Antonio, aunque debían aparentar que actuaban por su cuenta, ya que Enrique III mantenía relaciones amistosas con Felipe II e Isabel I no quería provocar un enfrentamiento directo con los castellanos, a los que temía.

Philippe Strozzi.

Philippe Strozzi. Wikimedia Commons

Felipe II dio orden, en enero de 1582, a Álvaro de Bazán, capitán general de galeras de España para preparar una expedición naval para liberar las islas de enemigos. Los preparativos comienzan en primavera, con la construcción el Lisboa y Sevilla de los buques y el reclutamiento de tropas con soldados portugueses, españoles, italianos y alemanes.

Inicialmente la flota estaría compuesta por 60 naos de guerra, 12 galeras y las barcas de desembarco. Las tropas de tierra serían 10.000 soldados bajo el mando del maestre de campo Lope de Figueroa. La flota debía destruir las armadas enemigas, recuperar las islas rebeldes y convertirlas en inexpugnables.

La noticia de que España estaba construyendo esta gran armada acelera los planes franceses e ingleses, provocando que Strozzi parta el 16 de junio con sus 64 buques a la isla Terceira.

En cuanto Felipe II fue conocedor de esta escuadra, dio orden de que Bazán partiera de inmediato con la escuadra que se preparaba en Lisboa. El 10 de julio se hacía a la mar con dos galeones del rey, de los cuales el San Martín era su nave capitana, y 27 naos de guerra. Además, decide no esperar a la flota que estaba preparada en Cádiz, para no demorar la salida.

Era la primera vez en la historia que se iba a producir una batalla entre galeones de guerra y ni siquiera Bazán podía imaginar que ocurriría en aquel enfrentamiento donde la artillería sería la gran protagonista. El capitán general, consciente de la incertidumbre, había embarcado al tercio de Lope de Figueroa, con el que esperaba superar a los franceses en caso de abordaje.

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Una batalla histórica

Tras varios días a la vista, pero sin enfrentamientos, el 26 de julio, las dos flotas se encontraron frente a frente preparadas para el combate. Los franceses tenían todo a su favor: el viento, las mareas, el sol, la tierra, el número,… pero tenían miedo. Miedo a la superioridad que los castellanos siempre habían mostrado en los últimos tiempos. Y por eso perdieron.

El galeón San Mateo, al mando de Lope de Figueroa y donde iban embarcados los mejores soldados de toda la flota, se adelantó al resto, se desconoce si por un error de navegación o como parte de la audaz iniciativa de Figueroa, conocido como uno de los héroes de la batalla de Lepanto.

Strozzi vio su oportunidad y se lanzó con todo a por el San Mateo con sus Almiranta y Capitana, sus buques insignia, además de otras dos naos. Otros cuatro buques más se interponen en el camino de los españoles para evitar que el galeón castellano reciba apoyo.

Lope de Figueroa ordena contener el fuego. Los enemigos llegan a su altura y se enganchan con cuerdas y garfios a babor, a estribor, a proa y a popa. Están completamente rodeados. Justo en ese momento Figueroa ordena disparar con todo. Los 32 cañones golpean a los cuatro buques franceses, mientras el tercio que transportaba barre sus cubiertas con sus arcabuces. Cuando los franceses reaccionan, ya habían perdido la ventaja.

Durante dos horas de lucha, los soldados españoles aguantaron imperturbables el ataque francés hasta tal punto que Figueroa tuvo que pedir a sus hombres que no se lanzaran ellos mismo al abordaje de los barcos galos.

Gracias al tiempo que el San Mateo había ganado, Bazán logró acercarse a la lucha lanzándose contra la capitana y la almiranta francesas, que comenzaron a ser atacadas no solo por el San Mateo, sino también por el resto de buques españoles, formándose un grupo de una docena de barcos que, apretados, luchan con toda clase de armas, mientras el San Martín, el buque insignia de Bazán, va maniobrando mientras descarga sus cañones en ayuda de los más apurados o destruyendo a los enemigos que intentan llegar en socorro de los que combaten enzarzados.

Isla Terceira.

Isla Terceira. Wikimedia Commons

Los franceses se vieron en un callejón sin salida, por lo que Strozzi decidió soltarse del San Mateo para intentar reorganizar el combate, pero el San Martín lo aborda por un costado y otra nao española por el otro, obligándole a rendirse, provocando que la flota francesa huyera despavorida dispersándose en mil direcciones.

Los españoles no perdieron ningún barco, pero sí a 224 hombres. Los franceses perdieron 10 buques y a 1.500 marineros.

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Ejecutando a los piratas

Finalizada la batalla, Álvaro de Bazán se mostró inflexible y ordenó ejecutar a 393 caballeros, soldados y marineros apresados. Aquella flota era una flota de piratas, puesto que Francia no había declarado la guerra ni estaba dispuesta a reconocer su participación directa en la contienda. La condena a muerte de tantos nobles estremeció a Europa y dio un aviso al mundo, si alguien quería enfrentarse a España, más le valía hacerlo sin rodeos y de manera directa. Quien no lo hiciese, correría la misma suerte.

A pesar de la aplastante victoria, Bazán no desembarcó sus tropas en la isla Terceira hasta 1583. La victoria en tierra permitió a las flotas españolas de la Carrera de Indias emplear las islas como lugar de descanso y reaprovisionamiento antes de continuar su viaje a la península, afianzando el poder del imperio hasta la independencia de Portugal de la corona española durante el reinado de Felipe IV 60 años más tarde.

La victoria del 26 de julio de 1582 no solo aseguró el futuro del imperio, también permitió a la generación de marinos más brillante de la historia asestar un golpe sobre la mesa, situando a España como la indiscutible dueña de los mares.