Ángel Martín (Barcelona, 1977) es uno de esos genios que se encogen de hombros, con todo lo que eso significa: una especie de “y a mí que me cuentas, el mundo anda pasado de rosca, nos quedará el humor, el escepticismo, la ironía negra”. Todo va muy deprisa incluso para los que no quieren ser hámsters en la rueda. Todo es bullicio y hay días que ya no escuchamos ni nuestra propia voz cuando le hablamos a los otros, como en los sueños raros.
Dice Ángel, que acaba de publicar Detrás del ruido (Planeta), su segundo libro tras el éxito editorial de Por si las voces vuelven, aquel en el que desmembraba su brote psicótico, que él siempre se ha llevado muy bien con el silencio. Y con su propio silencio, porque el silencio “no engaña”, por mucho que a veces nos afanemos en sumarnos a la orgía del runrún colectivo para no quedarnos a solas con nosotros mismos.
“A mí nunca me ha dado miedo quedarme a solas conmigo. No me engaño. Regulo el ruido. Creo que estamos en un momento donde tenemos ruidos constantes en la cabeza y el problema es que no sabemos a qué corresponde cada uno: cosas del pasado, miedos por cosas que igual nunca suceden, ansiedad, agobio, pánico… y cuesta mucho saber a qué sonido quieres cogerte para construir tú tu vida”, comenta. Han sido años difíciles. Años de exploración. “He conseguido encontrar una línea que me permite tener claro el porqué de las decisiones que tomo, y, aunque vaya a cagarla exactamente igual, ahora puedo echar un vistazo y decir ‘ah, pensé esto por esto, pues nada, lo tendré en cuenta para la próxima, ¿qué más voy a hacer?’…”. Ha entendido que el sonido que quiere construir está relacionado con la comedia, con las palabras.
P.- Recuerdo que un día le dije a la escritora Aixa de la Cruz que me sentía caótica y desbordada, como arrollada por una ola en una playa de Málaga, y ella me dijo “pues aunque resulte difícil creerlo, escribir es ordenar, hay un orden dentro de ti”. ¿Te sucede eso?
R.- Sí, creo que ayuda mucho. Estamos poco acostumbrados a escribir. Es verdad que de críos nos decían “escríbete un diario” y quizá estábamos mejor que ahora (ríe). Yo escribo cada noche. No cada noche, te mentiré, de repente hay dos o tres noches en las que no escribo, pero intento mantener una rutina de escritura que me permite tener una guía de qué carajo ha pasado durante el día. Ese orden te permite saber qué te ha sucedido y dónde estás.
P.- ¿Cómo has hecho para no perder del humor?
R.- Cuando sales del hospital estás en la mierda y no hay humor que valga.
P.- Lo que quedó de tu humor, entonces.
R.- La verdad es que el humor me salvó la vida en el momento más chungo, pero reconozco que al salir del hospital el humor directamente no existía. No es que no tuviera ganas de bromear sobre lo que me había pasado, es que no existía en el sentido de “no sé lo que es”.
P.- Lo que nos faltaba, ¿no? Ya llegas a decir “joder, si ésta es mi herramienta, si ésta es mi definición y mi cuerpo, todavía me quedo sin trabajo”.
R.- Totalmente. Pero había algo de músculo, estaba acostumbrado a trabajar con el humor, había formado una parte esencial de mi vida y a medida que fui remontando, fue apareciendo, fue floreciendo. Pero tardé mucho, mucho. Empecé a escribir primero porque tenía que trabajar, vamos, porque tenía que comer, pero sin humor (ríe). Tenía que actuar así que empecé a escribir un monólogo porque no quedaba otra, digamos. Se me había olvidado todo. Se había borrado de mi cabeza el monólogo en el que yo estaba trabajando en aquel entonces, y escribí uno nuevo por narices. Y como yo no me fiaba de mí, cada vez que escribía algo llamaba a mis amigos. “Oye, ¿crees que esto es gracioso?”. Y yo no les creía tampoco, obviamente, porque no te crees a nadie que te diga nada positivo en ese momento, pero hice un acto de fe. “Si dos amigos me han dicho que es gracioso, será que es gracioso”. Escribía con la ayuda de mis amigos confirmándome.
P.- Vaya vértigo, probarlo, al final, en la plaza, en el ruedo, como un torero.
R.- Sí. Subí al escenario, lo hice y la gente se reía. Da igual, porque tampoco te lo crees.
P.- “Bah, seguro que se están riendo para que me sienta bien…”.
R.- Sí. Pero al cabo de 20 funciones el cerebro dice “bueno, si son desconocidos y se están riendo, pues digo yo que será gracioso, porque tampoco me deben nada”. Y empecé a recuperar la cofianza, pero es un proceso muy lento.
P.- ¿Y recuerdas tu primera carcajada?
R.- ¡Hostia! Pues no recuerdo el día de mi primera carcajada. Es probable que me la sacase alguno de mis perros haciendo alguna idiotez. Pero no sabría decirte cuánto tiempo pasó.
Le pregunto a Ángel cómo se lleva con su memoria y si aún confía en ella. ¿Qué pasó con los días negros, con los días nublados, con los que eran irreales, con los que ha olvidado…? ¿Cómo fue capaz de diferenciar lo que había pasado de lo que no, lo que quería o no quería olvidar? Cuenta que él se lleva bien con su cabeza. “No hay momento bloqueados, no he tenido miedo a no abrirles la puerta. Al escribir los dos libros decidí que no podía haber puertas cerradas”, sonríe.
P.- Dicen los psiquiatras que algunos traumas están bien tapados y es por algo: de repente escarbas para sacarlos, por el deseo psicoanalítico de la explicación original del dolor, y tocas ahí un ecosistema que había montado nuestra cabeza, y resulta que salen otros dolores nuevos y a ver cómo arreglamos ahora el chiringuito. Estaba todo ordenado de alguna manera, dentro del dolor inherente.
P.- Yo no he recurrido a psicólogo ni al psiquiatra. Vamos, tuve un psicólogo nada más salir del hospital, pero no encajamos, así que no volví. Tuve una mala experiencia. El tío lo hizo mal, ahora lo sé ya confirmado, al menos por psicólogos que han venido a espectáculos o que han charlado conmigo y me ha dicho “tío, es que éste es un gilipollas”. Y sí. Lo era. Hay psicólogos muy buenos, seguro, pero hay algunos realmente malos. Hay gente chunga en cada gremio, no pasa nada. No he tenido relación con ellos y me he encargado yo solo de ir abriendo mis cosas. Tampoco tenía otro plan. Cuando salí del hospital era consciente de todo lo que había pasado, pero a la vez, el universo que recordaba que existía antes de entrar ahí ya no estaba y yo no sabía quién era, todo estaba roto, no tenía nada, estaba perdido.
"No hay vuelta a casa. No hay sensación de volver a casa porque “casa” es “nada”
P.- ¿Cómo fue volver a casa?
R.- No hay vuelta a casa. No hay sensación de volver a casa porque “casa” es “nada”. Sentía succionadas todas mis emociones. Volver a casa era simplemente no estar en el hospital: tener un salón para mí solo y no estar con 20 personas, tener libertad de horarios, levantarme y acostarme cuando quiera… pero el concepto de “casa” estaba vacío”.
Ahí empezó la reconstrucción: buscó primero a gente a la que le hubiese pasado algo parecido y descubrió que estaban estudiando para saber quiénes eran, quiénes habían sido antes del brote. “Quería recuperar lo que yo recordé que era antes de ese momento”. Fue casi como hacer un perfil de sí mismo hablando con amigos o gente querida. Dejándose vertebrar por las canciones que le gustaban, por las viejas películas. Pero no funcionó mucho. “Si me decían que me encantaba una canción antes, por ejemplo, y ya no me gustaba, yo me frustraba, porque no me encontraba. Así que dije ‘vale, todo lo que he construido hasta los 40 años se ha roto, y ya está, voy a centrarme en las cosas que ahora me generen buena vibra y punto’”.
P.- Es complejo. Todos estamos cambiando constantemente… no somos los mismos que hace una semana.
R.- Sí. Además, todos somos distintos dependiendo de quién tengamos delante también. Ese fue uno de los problemas para empezar a reconstruir. Ahora ya no soy distinto en ningún sitio. Perdí la identidad, estoy construyendo una nueva y a tomar por culo todo lo que he sido y me ha gustado hasta ahora. Me pongo con lo nuevo y ya está.
P.- ¿Una pequeña biografía?
R.- No sé (ríe). Trato de escuchar muy bien. Trato de ser coherente con las decisiones que tomo. Soy un tío tranquilo, muy calmado. Aburrido, probablemente.
Se despidió de varios amigos, por desgracia. O quizá se despidieron ellos de él. No volvieron a hablarle después del brote. “Que les follen”, dice ahora. “Fue de golpe. Salí del hospital y había mucha gente que ya no estaba, que ya no me hablaba. No hay más. Yo no le hice daño a nadie, no le hice la vida imposible a nadie, no fui ningún hijo de puta con nadie. Te soy honesto. Durante el brote, es cierto que tuve discusiones con gente que no las merecía, pero ¡porque yo no estaba discutiendo en realidad con él o con ella…! Estaba discutiendo telepáticamente. Lo que estaba haciendo era expulsar a un demonio de su cuerpo. O mandé algún mensaje desconcertante”.
Continúa: “Y también es cierto que al salir del hospital, si recordaba que había tenido alguna movida chunga con alguien, le escribía y le decía ‘oye, perdona, porque creo que ha pasado esto, ¿no?’. En general, casi todo lo que uno rompe lo puede reparar, pero yo no tenía nada que reparar, porque no tenía nada. Yo no sentía culpa, sentía desconcierto. Nunca he tenido la sensación de que fuese algo voluntario. Me centré en la gente que tenía”.
P.- ¿Recibiste algún mensaje arrepentido después, algo del estilo “Ángel, perdona por desaparecer, fui cobarde, fui una rata”?
R.- No. No he recibido nada. Por lo menos han sido consecuentes.
P.- ¿Te sentías luego examinado por tus amigos? Lo típico de que te escuchan decir algo más raro, cuando todos decimos cosas raras continuamente, pero piensan “joder, a ver si le está volviendo”. Pasa con la depresión, creo. Vienes de estar mal y en cuanto alguien te ve un día triste, algo que forma parte de nuestra gama de emociones lógica, te dice “uy, has recaído”. Nos cuidan así, es una forma de atención.
R.- (Ríe). Eso es curioso. Y es bonito. Tengo un muy buen amigo, Jose, que me lo ha reconocido abiertamente: “Yo no lo voy a poder evitar, ya te lo digo. El resto de mi vida voy a estar pendiente y en cuanto vea algo raro voy a hacer llamadas para tratar de confirmar que todo está bien, ¿lo entiendes?”. Y le he dicho que sí, que lo entiendo perfectamente. Pero a día de hoy ya no me siento así de examinado. Cuando te pasa eso te sientes como en una especie de Gran Hermano.
El ingreso a mí me llegó porque se dieron cuenta de que estaba haciendo cosas raras porque hice una publicación, ¿no? Y eso saltó las alarmas. Pues poco después, al salir del hospital, cuando retomé las actuaciones, colgué en Facebook una publicación: un fotomontaje de Blade Runner y yo había puesto mi cara ahí y el mensaje decía “me han contratado para Blade Runner, pero Harrison Ford todavía no lo sabe”. Y claro, se dispararon todas las alarmas otra vez. Estaba anunciando una puta actuación, no era una broma por hacer, pero me di cuenta de que todo lo que dijese o hiciese iba a estar bajo lupa durante mucho tiempo.
P.- ¿Y tú, contigo mismo, cuándo te preocupas?
R.- Es difícil de saber, pero lo que hago seguro es que no lo dejo pasar. “Estar mal forma parte de estar vivo”, tal, con esa frase dejamos pasar cualquier emoción que nos haga sentir raro y parece que hay barra libre de emociones chungas. Yo si me noto triste, o con rabia, o melancólico, trato de descubrir por qué, y la mayoría de las veces encuentro el origen, “ah, estaba encabronado, he dormido mal, recibí una llamada de no sé quién”…
P.- Es agotador.
R.- Sí. Sólo un día me acojoné de verdad, porque me dio la sensación de estar viviendo los colores y los sonidos exactamente igual que durante el brote. Y me agobié. Pero quedó ahí.
P.- ¿Has echado de menos las sensaciones del brote? Toda esa vida tan extrema.
R.- Sí, claro. Y a veces si lo mencionas hay alguien que te dice que estás romantizando la locura. Dame un segundo: yo no estoy romantizando nada. Lo que trato de explicar es que mi cerebro ha tenido la sensación de estar a dos días de tocar la luna con la mano. Esa emoción es tan salvaje… esa química generada… claro, ahora es difícil que pase algo más emocionante que “estar a gustito”.
P.- Quizá algo similar a eso sea el amor. ¿Te has enamorado en este tiempo?
R.- Después de eso no me he enamorado. En los últimos años no. Esa sensación mola, ¿no? Tendría que pasar algo muy fuerte para que se pareciese. ¿Cómo no voy a echar de menos hablar con los perros, tío? He viajado en el tiempo y he escuchado a Mozart en directo. Claro que eso es más guay.
"Podría tomar drogas, pero tras el brote no me parece inteligente"
P.- ¿Tienes tratamiento médico? ¿Pastillas?
R.- No, nada. Salí con un tratamiento, con tres tipos de pastillas.
P.- ¿Y cuánto duró?
R.- Depende de la persona, imagino. Me he encontrado con gente que lleva años con eso. Yo me di cuenta en un momento que sólo el hecho de saber que tenía que tomarme una pastilla me ponía peor. Cuando se acercaba el momento de tomármela, me ponía peor. Me generaba ansiedad. Decidí tomar sólo media pastilla, se lo comenté a la psiquiatra y me dijo que no podía obligarme a tomar medicación, así que íbamos a ir viendo qué pasaba, prestándole mucha atención a mis reacciones. Fue una atención milimétrica. “Estoy bien ahora, pero cuando se acerca la hora de tomarme la pastilla, tengo ansiedad, me encuentro mal una hora antes”. Hicimos el ejercicio de ir quitándola y así fue. Pude sacarlas del todo.
P.- Se cargan la libido y todo.
R.- Claro, es que las pastillas no hacen una preselección de lo que tienen que apagar. Lo apagan todo, te hacen reset y ya está.
P.- ¿Tienes algo prohibido? ¿Hay algo que ahora no puedas hacer?
R.- No, por prescripción médica no hay nada que no pueda hacer.
P.- ¿Tomar drogas?
R.- Si quisiera, podría, pero ahora mismo no me parece lo más inteligente del mundo. No te voy a engañar (ríe). No me parece nada inteligente. No, no. No me parece útil.
P.- No te lo estaba recomendando (risas).
R.- (Ríe). No, no. Me he dado cuenta de que puedes llegar a los mismos sitios a los que creías que te hacían llegar las drogas, a los mismos lugares y a los mismos rincones.