Un día de noviembre del año 1872, el joven George Smith salió de un cuarto trasero del Museo Británico corriendo y gritando ante el asombro de todos los presentes. Acababa de leer un texto escrito hacía 4.000 años que llevaba perdido dos milenios y medio: la epopeya de Gilgamesh.
En el año 612 antes de Cristo, Babilonia había destruido a una de las civilizaciones más avanzadas de todos los tiempos, los asirios. Su última capital, Nínive, fue arrasada junto a su biblioteca, un tesoro concebido para preservar todo el conocimiento humano, que permaneció enterrada hasta diciembre de 1853, cuando un equipo de arqueólogos encontró sus restos.
Todos los descubrimientos fueron enviados al Museo Británico donde se almacenaron sin clasificar hasta que, en 1872, George Smith leyó entre ellos un relato con una versión sobre el Arca de Noé que no era la libro del Génesis, sino un poema épico de la civilización sumeria que cuenta la historia de un gigante, un semidios, un héroe: Gilgamesh, el rey de Uruk.
Este poema fue toda una sensación y desató debates en todo el mundo, ya que muchos no fueron capaces de distinguir los hechos de las alegorías. Siglos más tarde, otro imperio, el español, tuvo su propio gigante, su propio héroe rodeado de exageraciones, incoherencias y mitos, un extremeño que era admirado por el emperador Carlos I y que acababa con sus enemigos con sus propias manos: Diego García de Paredes y Torres también conocido como el 'Sansón extremeño'.
El nacimiento de un gigante
En 1468, en Trujillo, Cáceres, nacía Diego. Era el hijo primogénito de un veterano militar y una noble de esta ciudad amurallada. Desde muy joven mostró gran apego por las armas, pero también fue instruido en el arte de leer y escribir.
A medida que Diego se iba convirtiendo en un gigante, que llegaría a alcanzar los 2,10 metros de altura y más de 120 kg, también aumentaba su explosividad, su fortaleza y su temeridad, lo que le valdría para ser considerado por muchos como el mejor soldado de combate de todos los tiempos.
Su osadía era tal que se cuenta que, en 1496, estando su madre gravemente enferma, Diego decidió que su progenitora no iba a saltarse sus ritos cristianos, por lo que arrancó la pila bautismal de la iglesia de Santa María la Mayor para llevarla a su casa para que pudiese santiguarse con agua bendita. La pila se mantuvo durante siglos en las escaleras exteriores de la iglesia hasta que se pudo volver a restaurar en su interior.
Con 30 años, tras la muerte de sus padres, Diego parte a Italia en busca de fortuna como soldado, donde Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, combatía en Nápoles contras las ambiciones francesas de anexionarse este reino. Sin embargo, justo a su llegada, cesaron las hostilidades entre ambos bandos, por lo que decidió desplazarse a Roma.
En la ciudad eterna deambulaba por las callejuelas buscando “ventura de enemigos”, personas a los que desafiar en duelos nocturnos para, una vez derrotados, robarles para ganarse un sustento. Algunos escritos afirman que participó y ganó más de 300 duelos a muerte, pero aquel “oficio” no era una forma muy noble de ganarse la vida, por lo que se hizo con un puesto de alabardero en la Guardia Papal. Un día, un grupo de veinte soldados italianos se mofaron de él, por lo que, armado con una barra de hierro, mató a cinco de ellos, hirió a otros diez y puso en fuga. El papa Alejandro VI fue testigo de aquella proeza y no dudó en asignarlo a su guardia personal y más adelante, como capitán, al ejército pontificio. Pero durante un duelo en el que negó clemencia a un hombre desarmado, y al que cortó la cabeza de cuajo, provocó que la Santa Sede prescindiera de sus servicios.
El origen de un héroe
Durante su huida de Roma, Diego se unió a los ejércitos del Gran Capitán, quien reclamaba hombres para recuperar la fortaleza de San Jorge en Argostoli, Grecia, arrebatada a la República de Venecia por los turcos, que llevaba dos meses bajo asedio sin poder ser tomada y que parecía inexpugnable. Allí se produjo su primera hazaña, quizá la más famosas. Más de setecientos jenízaros, la élite del ejército otomano, defendían la fortaleza, para ello artilugios como los “lobos”, unos ingeniosos garfios que eran lanzados desde estructuras de las murallas con los que atrapaban a los enemigos por su armadura para alzarlos y estrellarlos contra los muros.Diego, que se en
contraba en primera línea, fue enganchado por uno de esos garfios con el que intentaron acabar con su vida sin éxito, por lo que tomaron la fatal decisión de subirlo a las murallas para acuchillarlo en las almenas. Al llegar arriba, Diego, que no había soltado su espada ni su escudo, comenzó a defenderse. Durante tres días seguidos luchó en el interior de la fortaleza sin que pudiera ser reducido hasta que le fallaron las fuerzas y fue encerrado en la prisión del castillo.
Pero gracias a su descomunal fuerza, en cuanto puedo recuperar el aliento, escapó de su cautiverio y ayudó a que las tropas del Gran Capitán, quien lo convertiría en su mano derecha, pudieran tomar por fin la fortaleza.
Esta gesta corrió como la pólvora por toda Europa, provocando que autores como Lope de Vega, Cervantes, escritores franceses e italianos lo nombraran en sus obras literarias.
Solo ante 2.000 franceses
En 1503 se produjo su otra gran hazaña, durante la guerra de Nápoles, en la que se enfrentaron Fernando el Católico y Luis XII de Francia por el dominio de este reino. Durante la contienda, Diego se sintió ofendido por Fernández de Córdoba y decidió acabar con las tropas francesas en solitario. Para ello se dirigió con su monumental espada a un puente que defendía un destacamento francés de más de 2.000 hombres sobre el río Garellano, donde desafió a todos los soldados franceses, comenzando una matanza de enemigos durante la cual se cuenta que el gigante acabó con la vida de más de 500 franceses partiéndolos por la mitad o arrojándolos al precipicio desde el puente, amontonando cadáveres a su alrededor.
Ni los franceses ni los españoles daban crédito a lo que veían sus ojos en una gesta que quedó plasmada en los libros de historia.
Tras el fin de la guerra en Italia en 1504, el Gran capitán nombró a Diego marqués de Colonnetta, pero cuando acudió a la corte para recibir el título, comenzó a escuchar graves insultos sobre su protector y tuvo la osadía, en presencia del rey, de desafiar a quienes los divulgaban. Ninguno tuvo el valor de batirse en duelo con él y Fernando el Católico le reconoció que había cumplido con su deber de amigo, pero nadie podía lanzar desafíos en una corte real y menos contra un grupo de nobles, por lo que perdió el favor de la corona.Durante su exilio, se dedicó a la piratería en el Mediterráneo tras armar varias carabelas en Sicilia, hasta que, en 1509, recuperó su posición y se unió a la campaña española para conquistar el norte de África, donde participó en la toma de Orán bajo el mando del Cardenal Cisneros.
Con la llegada de Carlos I a España, gran admirador de su leyenda, Diego se unió a su séquito y lo acompañó por toda Europa tras nombrarle Caballero de la Espuela Dorada, la más alta condecoración en la caballería germana.
La muerte de un gigante
Sin embargo, su final llegaría de la manera más inesperada. Lo que no había conseguido la guerra, los duelos, los franceses ni los turcos, lo haría un sencillo juego infantil. En 1533, durante unos juegos en honor de Carlos I y el Papa Clemente VII, en Boloña, Italia, Diego se hirió de gravedad mientras jugaba con unos niños y falleció pocos días después con 64 años, una prodigiosa edad para la época.
Durante su entierro, los soldados españoles se peleaban por portar el féretro con sus restos, trasladados en 1545 a la iglesia de Trujillo de Santa María la Mayor, donde todavía reposan. En el siglo XX fueron exhumados para ser estudiados, confirmando la veracidad de su enorme tamaño y una anomalía en los molares que sus descendientes, en la actualidad, también tienen.
“Un Viriato tuvo Lusitania; un César, Roma; un Aníbal, Cartago; un Alejandro, Grecia; un conde Fernán González, Castilla; un Cid, Valencia; un Gonzalo Fernández, Andalucía; un Diego García de Paredes, Extremadura…”. Don Quijote de la Mancha - Miguel de Cervantes Saavedra.
Por cierto, cuando George Smith descifró el fragmento de la tablilla en 1872 en el Museo Británico, no solo gritó y corrió por todo el museo, sino que, tal fue su emoción, que se desnudó y se puso a bailar sobre su escritorio de esa guisa…