Pocas veces la lluvia tuvo tantísima importancia. Antes de que la final de Roma se parase casi media hora por un tremendo chaparrón, Alexander Zverev había conseguido desconectar el buen arranque de Rafael Nadal, al que ganaba 1-6, 6-1, 3-2 y saque, a tres juegos de la victoria. Tras volver del vestuario, después de pensar las cosas en frío y analizar con los suyos la perdida de concentración que casi le cuesta el título, el español respondió a lo grande: le arrebató el servicio al alemán nada más regresar a la pista (3-3), no le dejó sumar ni un solo juego (4-0 de parcial) y ganó 6-1, 1-6 y 6-3 su octavo título en el Foro Itálico (78 acumula ya en total y 32 son Masters 1000). Nadal, que con su triunfo le arrebató el número uno a Roger Federer una semana después de perderlo en Madrid, tiene motivos para celebrarlo. Por primera vez desde 2013, el español aterrizará en Roland Garros (desde el próximo domingo 27 de mayo) con el título de Roma bajo el brazo. Eso no es garantía de nada, pero sí quiere decir algo: el mallorquín, de largo el gran favorito a la Copa de los Mosqueteros, volará a París rebosando confianza. [Narración y estadísticas]
“No pensé que el parón por lluvia me ayudaría”, se arrancó Nadal ante la prensa, con la copa de campeón a su lado. “Es cierto que si lo analizamos ahora podemos decir que me ayudó, pero lo que realmente creo que me ayudó volver a la pista con una idea clara, a nivel táctico y a nivel de decisiones”, prosiguió el mallorquín, que rechazó hablar de Roland Garros cuando le preguntaron si lo sucedido en Roma tenía peso en París. “Siendo honesto, hoy es un día para disfrutar este título. Para mí, significa mucho ganar aquí en Roma. Ya habrá tiempo para hablar de París antes del torneo. No creo que lo que haya pasado aquí tenga un gran impacto allí, pero ganar siempre es ganar. Y por supuesto las victorias ayudan más que las derrotas”.
Casi toda la tarde, el impulso ganador de Zverev (13 victorias consecutivas, títulos en Múnich y Madrid) pudo con su cansancio, la consecuencia de haber acumulado todos esos triunfos en 18 días. El alemán, sin tiempo para respirar desde principios del mes de mayo tras enlazar tres torneos seguidos, llegó al pulso con Nadal sin la chispa de otros días, dolorido en el hombro derecho (necesitó ser atendido en el encuentro de semifinales que le ganó el sábado a Marin Cilic) y un poco agotado mentalmente, porque a veces ganar desgasta tanto como perder.
Como se presuponía en la previa, la final de Roma no se pareció en nada al encuentro que Nadal y Zverev jugaron hace unas semanas en la eliminatoria de cuartos de final de Copa Davis entre España y Alemania en la plaza de toros de Valencia. Para empezar, porque la gira de tierra europea todavía no había arrancado, ninguno de los tenía rodaje en arcilla y en esas condiciones el mallorquín siempre tiene las de ganar, algo lógico al tratarse de su superficie natural. Para seguir, porque la pista de Roma no es la de Valencia, donde jugar al ataque costaba muchísimo por las dimensiones del estadio (con mucho espacio en los fondos y a los lados) y por la velocidad de la bola, considerablemente menor que en el Foro Itálico. Y para terminar, porque Zverev no traía encima una racha tan buena como la actual, lanzado al conquistar un torneo en casa (Múnich), su tercer Masters 1000 (Madrid) y obtener luego la clasificación para intentar defender la corona en Roma, que en 2017 le ganó a Novak Djokovic.
Si durante toda la semana Nadal había ido ganando sus partidos dominando los puntos desde dentro de la línea, más metido en la pista que de costumbre porque en el Foro Itálico todo pasa más rápido y hay menos margen para defenderse, la final contra Zverev le exigió no perder esa posición. El alemán, claro, es un tenista acostumbrado a competir a palo limpio, aprovechando que su estatura (1,98cm) y sus palancas (brazos muy largos, como las piernas) le proporcionan todas las facilidades para poder hacerlo. Aunque con el paso de los años el número tres ha ido aprendiendo a sufrir en tierra, aceptando que hay puntos largos en los que no queda otro remedio que agachar la cabeza, apretar los dientes y prepararse para sufrir, su elección siempre será buscar las líneas antes que poner una bola más dentro.
Así, Sascha arrancó la final repartiendo latigazos, matando moscas a cañonazos. En cinco minutos, el alemán ya había roto el saque de Nadal, que aguantó con paciencia el empujón inicial de su contrario e inmediatamente después recuperó el break arrebatándole el servicio a su oponente en blanco (1-1), igualando el marcador y rompiendo el encuentro con esa reacción. El español pasó de invadido a invasor tras ese primer juego, devorando de un bocado los seis siguientes (de 0-1 a 6-1, parcial de 6-0) y abriendo una trinchera desde el ritmo y la intensidad, dos cualidades muy suyas que de repente perdió en la segunda manga, cayendo en picado a una espiral de tenis endeble, errores extrañísimos y decisiones cuestionables.
Con la concentración en el limbo, perdida por completo, Nadal entró en barrena y cuando quiso salir no encontró la manera. Con el cielo nublado, ni rastro del sol, las cosas se pusieron muy feas para el balear, incapaz de adaptarse bien a las nuevas condiciones del encuentro.
Enfurruñado, con el gesto serio y la piel muy tensa, el español jugó una media hora plagada de borrones, sin ningún brillo, y se encontró perdiendo 0-5, con Zverev acariciando un 6-0 que finalmente fue 6-1. La apuesta del alemán por multiplicar su agresividad, 12 ganadores por uno solo de su contrario en ese parcial, acorraló a Nadal, que no supo ni digerir ni tampoco frenar el mercurial estado que vivió el número tres, hambriento, enérgico, lleno de ganas de ganar.
Con todo empatado, a la 1h12m de final, la llegada de la tercera manga, la aparición de la lluvia y el dominio de Zverev, que explotando la columna vertebral de su tenis (buenos saques, tiros fulminantes y una determinación de hierro) se colocó 2-0, endosándole un sorprendente 8-1 a Nadal (6-1 y 2-0). Con 1h39m, la interrupción anunciada tras el amago anterior (el encuentro se paró durante 10 minutos con 3-1 para el alemán, aunque los rivales se quedaron esperando en la entrada a la pista). Damian Steiner, el juez de silla del partido, mandó a los jugadores al vestuario y ordenó cubrir la tierra porque la tormenta seguía descargando, y jugar se había convertido en un riesgo para los tenistas.
“Y si Rafa juega a su nivel, si consigue entrar con la derecha y dominar con ese golpe repartiendo de lado a lado, es superior a todos los demás en tierra”, había dicho Francis Roig, uno de los entrenadores del campeón de 16 grandes, el sábado por la noche. En la caseta, durante el parón por lluvia, el balear escuchó ese mismo discurso, se prometió recuperar el tono mental para luego hacer lo mismo con el físico y eso fue exactamente lo que hizo: con una puesta en escena granítica, de nuevo el Nadal de la primera manga, el mallorquín pasó de estar 2-3 a ganar 6-3 y lo celebró levantando un dedo mientras sonreía a su banquillo, clave en la recuperación de una batalla que estaba perdida.
Con la luz del sol diciendo adiós, el duelo coronó a Nadal, que como en 2017 aterrizará en Roland Garros tras ganar tres de los cuatro torneos que ha disputado en la temporada de tierra (Montecarlo, Barcelona y Roma), y solo con la derrota en los cuartos de Madrid ante Dominic Thiem. Lo que pasó este domingo en el Foro Itálico, sin embargo, es un salto importante antes de intentar otra gesta en París.
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