
Georges Clairin: 'Retrato de Sarah Bernhardt', 1876 (detalle). Petit Palais, Musée des Beaux-Arts de la Ville de Paris
Marcel Proust al óleo en el Museo Thyssen: fondos y figuras del tiempo perdido
Primera exposición importante, desde los años noventa, que explora la relación del autor de 'En busca del tiempo perdido' con la pintura, un aspecto crucial en su vida y en su obra.
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Pienso que a Marcel Proust (1871-1922), tan esnob, le habría encantado pasar unos meses en el Museo Thyssen-Bornemisza, que, en su tiempo, era todavía palacio de los duques de Villahermosa, de gran abolengo. Como escritor, habría sacado partido a la saga de los Thyssen: su contemporáneo Heinrich fue un rico industrial, noble por matrimonio, que apoyó su ascenso social en una gran colección artística, y el hijo de este, Hans-Heinrich, un amante del arte con mucha actividad amatoria y pasión final por una Odette de Crecy, personaje de En busca del tiempo perdido que en los primeros borradores se llamaba… Carmen.
Pero Proust habría disfrutado sobre todo de las colecciones de este museo, con importantes obras del Renacimiento italiano, del Barroco neerlandés o del Impresionismo, sus grandes áreas de interés. La afinidad en el gusto queda demostrada por el hecho de que, para recrear el universo estético del escritor, se ha podido recurrir con largueza a las obras propias.
Sorprendentemente, no se había organizado –ni siquiera en el centenario de su muerte, en 2022– ninguna exposición importante sobre su relación con la pintura desde los años noventa. Y es en verdad un aspecto crucial en su vida y en su obra, hasta el punto de poder entender su gran novela como una anchurosa reflexión sobre la creación.
Fernando Checa, especializado en el Renacimiento y el Barroco, y comisario de memorables muestras –la última fue La otra Corte en el Palacio Real– se ha revelado como un atento estudioso de Proust y nos propone un acercamiento a su formación estética, a los lugares reflejados en su obra –París, Venecia y Balbec (la costa de Normandía)– y a las personas que orientaron su criterio y que inspiraron personajes principales. Obviamente, si han leído En busca del tiempo perdido van a apreciar mejor este fresco.
El canon artístico proustiano no solo se dibuja en los siete tomos de su novela: escribió crónicas de los Salones y artículos para revistas, algún ensayo breve e innumerables cartas. En Los placeres y los días, que centra la primera sala, refleja su iniciación en el Louvre a través de algunas de las obras –un refinado Van Dyck entre ellas– que glosó en ese librito, ilustrado por la "emperatriz de las rosas", Madeleine Lemaire (Madame Venturin en la ficción); ella fue una de las personas que, junto al conde de Montesquiou (barón de Charlus), doblemente retratado aquí, no solo le facilitaron el acceso a los círculos aristocráticos que le fascinaban sino también herramientas para afinar su apreciación del arte.

Claude Monet: 'Hôtel des Roches Noires, Trouville', 1870. Musée D’Orsay, París, donación de M- Jacques Laroche, 1947
En esta tarea tuvieron también gran peso los coleccionistas y críticos Charles Ephrussi y Charles Haas, que comparecen en retratos de León Bonnat y James Tissot, transmutados en Charles Swann en la novela. Y John Ruskin, a quien Proust traduce ¡sin saber inglés! y a quien se dedica una sala, marcó en buena medida su interés por la arquitectura gótica francesa y por Venecia, desde donde Mariano Fortuny, a quien cita a menudo, impone su moda revival.
Hay que tener muy claro que Proust, quien a pesar de su esteticismo y de su mediana fortuna (heredada) no sintió la pulsión coleccionista, fue incapaz de apreciar el arte más innovador de su momento: ignoró a Van Gogh, Gauguin, Toulouse-Lautrec, Matisse, Modigliani, Brancusi… Amó la gran pintura francesa de Chardin, Watteau o Corot y la modernidad de artistas de la segunda mitad del XIX como Manet, Renoir, Monet o Whistler, todos ellos presentes en la muestra.
Pero la mayoría de los que trató fueron pintores de segunda fila, que frecuentaban como él los salones de las damas en el fin de siécle: retratistas de la alta sociedad como Jacques-Émile Blanche –autor del célebre busto del escritor que abre el recorrido–, Lucien Ducet, Antonio de la Gándara, Georges Clairin –vean el de Sarah Bernhardt, voluptuoso–, paisajistas aptos para la decoración de mansiones, como Paul-César Helleu y T. Alexander Harrison, y observadores del ocio elegante –paseos, cenas, vacaciones–, como Jean Béraud y René Xavier Prinet. Son esos los géneros que predominan en la exposición.
En su aceptación de la vanguardia artística su límite fue el grupo de los Nabis –conoció a Vuillard–, pero Checa defiende, e incorpora obras que lo subrayan, que hay elementos del cubismo o del futurismo en su descripción de percepciones espaciales. A Picasso se acercó cuando ya era un artista mundano, vinculado a los Ballets Rusos de Diaghilev de los que Proust era incondicional.

Ignacio Zuloaga: 'Retrato de la condesa Mathieu de Noailles', 1913. Museo de Bellas Artes de Bilbao
Su relación con España, explicada en el catálogo, fue indirecta. Nunca estuvo aquí, pero fantaseaba, arrastrado por tardíos ecos orientalistas, con nuestro pasado islámico, romántico, y con ciertos artistas del ayer –El Greco– y del presente, siempre en la órbita social señalada: frecuentó a Raimundo de Madrazo e, íntimamente, a su hijo Federico (Cocó), a Ignacio Zuloaga –se incluye su retrato de la condesa de Noailles– y a José María Sert, ausente de la muestra.
En la ficción, el pintor de referencia de Proust es Elstir. Su nombre rehace el de Whistler pero su cambiante ideario estético se basa en Moreau, Manet, Monet y Harrison. Las colecciones del museo y de Carmen Thyssen arropan la presentación de este artista imaginario mediante notables cuadros, presididos por unos nenúfares de Monet.

Johannes Vermeer: 'Diana y sus ninfas', h. 1653- 1654. Mauritshuis, La Haya
No ha podido venir la Vista de Delft –que provocó la muerte del escritor Bergotte en el inmortal pasaje literario–, de Vermeer –pintor preferido de Swann y de Proust, si bien poco conocido entonces–, aunque sí un cuadro que este cita, Diana y sus ninfas. El otro artista neerlandés que veneró, Rembrandt, personifica a través de dos autorretratos que declaran los estragos del tiempo el final de la gran novela y cierra melancólicamente, junto las imágenes de Proust muerto, demasiado joven, la exposición.