'El misterio de Pale Horse'. Las brujas de Surrey
Las radiantes y aleccionadoras obras de Agatha Christie, en las que el mal siempre acababa pagando, se tiñen en esta versión de un tono oscuro
De la guionista Sarah Phelps ya se habló en este blog a propósito del estreno de El misterio de la guía de ferrocarriles —¿se acuerdan de aquel Poirot interpretado por John Malkovich?— así que huelga enlistar su trayectoria como adaptadora catódica de algunos de los grandes nombres de la literatura inglesa, les basta con recuperar el inicio de aquella entrada que les dejo a solo un clic de distancia. Si traemos a colación el nombre de la dramaturga británica es porque #0 de Movistar + estrenó el pasado 14 de julio su postrera incursión en el universo Agatha Christie, ocupándose esta vez de The Pale Horse (El misterio de Pale Horse, en castellano) novela publicada en 1961. Como suele ser habitual en las revisiones de los clásicos firmados por ‘la gran dama del crimen’ que acomete Phelps, la historia original sufre un pulimento que la aligera de tramas y/o de personajes superficiales según el criterio de la adaptadora que, en este caso en particular, elimina las figuras de Katherine ‘Ginger’ Corrigan -que realiza el papel de ayudante del protagonista- o de la escritora de novelas de misterio, y trasunto de la propia Christie en el relato, Ariadne Oliver, carácter secundario recurrente en la bibliografía de la autora de Torquay, tanto que aparece hasta en otras siete de sus novelas.
Sin embargo, y recuperando un rasgo característico de las actualizaciones practicadas por Phelps, lo más interesante de esta miniserie producida por Mammoth Screen para Amazon y la BBC One no se encuentra en esas modificaciones más o menos sustanciales de la trama, sino en el tono oscuro que tiñe sus dos episodios, dirigidos por la joven Leonora Lonsdale. Las radiantes y aleccionadoras obras de Christie, en las que el mal siempre acababa pagando y los finales eran felices para los personajes que obraban según las disposiciones del Código Penal y tenían la fortuna de sobrevivir a la pluma de la novelista (se corría el riesgo de engrosar la lista de víctimas del homicida de turno); toda la luz de la justicia que alumbraba cada rincón de aquellos relatos criminales, aquí, en esta versión para plataformas, se ve embrutecida por un fluido negro que, como un velo tenue e implacable, se va extendiendo por las imágenes (por cierto, los créditos sobre la dirección de fotografía son otro de los misterios de esta serie… no se sabe a quién pertenecen: existe un operador, Sam Garwood; un director de fotografía de la segunda unidad, James Moss; e incluso Stuart Biddlecombe tuvo que hacer trabajos de fotografía adicionales… Sin embargo, no hay ni rastro del cinematographer oficial).
Esa tendencia al claroscuro está directamente relacionada con la psicología del protagonista, Mark Easterbrook (el anguloso Rufus Sewell). Sin entrar en los cambios que el personaje sufre con respecto al original literario -que son notorios y trascendentes- se hace imperioso constatar que estamos ante una víctima que, sin embargo, dista mucho de ser un héroe (es, más bien, todo lo contrario). Un año después de la muerte, aparentemente accidental, de su primera esposa Delphine (Georgina Campbell), este acomodado propietario de una tienda de arte y antigüedades está casado en segundas nupcias con Hermia (Kaya Scodelario), solo que la institución matrimonial se le queda pequeña y no duda en habilitarse una salida de emergencia que conduce hasta la pequeña buhardilla de Thomasina Tuckerton (Poppy Gilbert) con que la comparte cama y fluidos hasta que, una mañana, la joven pelirroja de vida disoluta amanece fría como una noche polar. El señor Easterbrook, acuciado por el oprobio que le supondría verse pillado en falta e impelido por la velocidad nerviosa que otorga la ausencia de valentía, no duda en abandonar la escena y esperar a que la prensa le resuma los hechos y ponga en su conocimiento qué grado de implicación tiene en tan repentina muerte. No obstante, la llamada que le obligará a visitar la comisaría de policía no está relacionada con el fallecimiento de su amante, sino con la aparición de su honorable apellido en un listado. El documento, garabateado con una serie de nombres por la trémula mano de una moribunda, es hallado en el zapato de una anciana cuyo cadáver aparece en mitad de la calle sin presentar signos de violencia. Los integrantes de esa lista o bien han muerto o bien irán muriendo en las jornadas que suceden al apagamiento de Miss Tuckerton sin que a sus decesos pueda atribuírseles ninguna otra causa que exceda a los caprichos de la naturaleza.
Cabe mencionar que en ese directorio fúnebre figura, también, el apellido Tuckerton, lo que agudiza los apremios investigadores de un Mark Easterbrook que no solo ostenta el título de candidato a un entierro prematuro, sino sobre el que, a poco que las autoridades husmeen, también colgará el cartel de testigo principal y quizá sospechoso del colapso vital de su concubina. En tales circunstancias, y al tiempo tratando de evitar que su segunda esposa sea capaz de conectar su distanciamiento conyugal con los desvíos carnales de su marido hacia los campos gravitacionales de otros cuerpos, el atildado anticuario iniciará una investigación paralela a la de la policía para averiguar cuán peligrosa es la situación en la que se encuentra y si, realmente, su vida está a punto de agotarse.
Sus indagaciones le llevarán al pequeño (y ficticio) pueblo de Much Deeping, en el condado de Sussex, lugar de residencia de unas supuestas brujas que ejercen sus dotes oraculares en una antigua taberna reconvertida en hogar que lleva por nombre Pale Horse. Al contrario que en el grueso de la obra de ‘la gran dama del crimen’, aquí entra en juego lo sobrenatural, por más que la resolución del misterio se efectúe apelando a las leyes de la causalidad y al arte de la deducción. Easterbrook cree haber dado con la solución del enigma cuando atribuye la cadena de asesinatos a los poderes mágicos de las tres pitonisas, trabajadoras por cuenta ajena encargadas de administrar muertes indetectables bajo demanda de unos contratantes cuyos beneficios aumentan cada vez que las personas señaladas reciben pasaporte para el otro barrio. Tanto Phelps como Lonsdale profundizan en esa veta esotérica incluida en la historia original y, por momentos, la miniserie se hermana con clásicos del terror británico como The Wicker Man (Robin Hardy, 1973), sobre todo en esa secuencia ambientada durante la Lammas Fair (las figuras de mimbre, los ritos paganos, las sensación de que detrás de esas tradiciones sacrificiales subyace algún rito sangriento… y el hecho de que la realizadora lo filme como una secuencia de terror puro: el travelling hacia adelante como si la celebración cayera como una amenaza sobre los Easterbrook, el uso de picados o la música de Anne Nikitin).
El cariz paranormal que, por momentos, adopta The Pale Horse se agranda en virtud de las asociaciones que va tejiendo el protagonista, puesto que su visita a Much Deeping se produce después de conectar los recientes fallecimientos con el de su primera mujer quien, tiempo atrás, también solicitó los servicios de las videntes para conocer si su vida marital había sido bendecida con la gracia de la longevidad. El resultado de esa consulta, contenedora de una maldición que nada tiene que ver con lo preternatural y sí con una enfermedad mucho más terrenal como los celos, será el causante de la defunción de Delphine, cuya aparición en la ficción se circunscribe al ámbito de lo memorístico y lo pesadillesco, recuerdo fantasmal que atormenta a su marido. Así pues, la añadidiura del componente ocultista a la carga espectral representada por la primera señora Easterbrook -Mark jamás estuvo casado en la novela original- permiten que Leonora Lonsdale saque partido del potencial gótico inherente a estos dos aspectos, por más que las recurrencias oníricas sean descaradamente efectistas (ralentíes, crescendo musical… la miniserie es, por momentos, excesivamente enfática, también en lo visual) y apenas aporten información hasta que se alcanza el tramo final (funcionan como trauma iterativo, como herida que no sana). Desde un punto de vista estético, se produce un curioso sincretismo entre un estilo decorativo propio de los años 60 y la arquitectura gótica que domina la mansión de los Easternbrook.
Esta nueva versión de la novela de Christie cumple con todas las pautas que Sarah Phelps ha aplicado en sus trabajos anteriores basados en relatos originales de la creadora de Hércules Poirot: el oscurecimiento de los personajes (incluidos, y casi se diría que sobre todo, los protagonistas), un tratamiento de los ambientes que busca provocar incomodidad (bien a través de la sordidez, bien a través de elementos importados de otros géneros como el terror), el uso continuado de la analepsis (en este caso pasada por el tamiz de los sueños) y un cierre que subvierte el ideal de justicia que marca la obra de Christie, proporcionando desenlaces menos tranquilizadores para los espectadores. De hecho, el final de esta The Pale Horse desestabiliza las expectativas de la audiencia, no porque deje el caso sin resolver, sino porque la solución no implica acabar con el criminal (porque hay más de uno) y, sobre todo, porque ese jugueteo con el horror permite construir una secuencia final que, paradójicamente, abre en el relato una nueva posibilidad, la de expandirlo -pero también la de releerlo- hacia el territorio de las historias de fantasmas y asumir los episodios de sonambulismo que padece Easterbrook, las apariciones de su mujer muerta y los flirteos con la clarividencia (la presencia de las brujas frente a la cama del hospital en la que yace Hermia) como una realidad y no como un subterfugio que una novela de misterio emplea para distraer la atención del lector. ¿La secuencia situada al pie de la escalinata de la casa en la que Delphine ‘aparece’ en un espacio vinculado a la realidad y al presente narrativo (con esa mano que entra desde fuera de campo para introducirse en el mundo real) no está advirtiéndonos sobre está posibilidad (arranca, además, con un inquietante cenital)? ¿Acaso el desenlace no anuncia que el terror sustituye al crime and mistery como género dominante?
La serie, más allá de su pulcra realización, nos entrega imágenes interesantes, como la apertura del segundo episodio, un travelling de retroceso que parte desde el rostro de Hermia reticulado por una composición con reminiscencias religiosas -posición centrada, ordenamiento simétrico, el espejo formando una corona alrededor de su cabeza- que se complejiza a medida que la escala se amplía: va maquillada y vestida para salir a la calle, está fumando y, simultáneamente, somete su cuerpo al masajeo que le proporciona una maquina de gimnasia pasiva destinada a tonificar su esbelta figura. Es, a su modo, una santa, una mujer que se sacrifica para estar a la altura de un marido que ignora sus esfuerzos. Una esposa psicológicamente rota, que sabe que su pareja le esconde cosas, que sospecha que la engaña y cuya atención no logra atraer: duermen separados, discuten habitualmente y ella, que prácticamente vive recluida en casa, está al borde del estallido, una inestabilidad psíquica que se refleja en planos como el que aparece en la segunda fotografía de esta entrada.
Esa relación matrimonial queda excelentemente descrita en una secuencia sencilla pero planificada con rigor. Los Easterbrook tienen una fuerte discusión en el salón de su amplia casa. Todo empieza con un plano de situación que nos muestra la situación de los dos personajes en la estancia. Le siguen una serie de planos y contraplanos hasta que Mark, que acaba de entrar, toma asiento frente a Hermia. En esas composiciones se observa parte del cuerpo de ella cuando lo mira, comparten cierto espacio. Cuanto se sienta, ella le pregunta “¿por qué te casaste conmigo?” a lo que él responde, “alguien tenía que desembalar las cajas”. En ese momento, Lonsdale toma otro plano de situación en el que los vemos a ambos frente a frente. Hermia anuncia que se va a la cama. Corte. Mark la retiene por el brazo y la siguiente sucesión de planos y contraplanos es diferente: la escala se acorta, es más opresiva, aplasta a los personajes que ya no volverán a compartir plano, solo la mano de Mark invadiendo el espacio que ‘corresponde’ a su esposa, un gesto acorde con las amenazas e insultos que le lanza en ese momento y que revelan su verdadera naturaleza (la de un sociópata). La escena termina con él dejándola sola en el salón. En la siguiente le veremos lavándose los dientes mientras su rostro es reflejado simultáneamente por dos espejos, símbolo de un personaje escindido, marcado por su doblez de carácter (vean la foto que abre el post).
Hemos llegado al final sin mencionar siquiera el personaje del o de la asesino/a, tampoco hemos apuntado que obra con total impunidad (quizá excesiva) y que su furor homicida se desmanda hasta alcanzar, incluso, a las fuerzas de la ley. Con todo, son menos interesantes la mente criminal y las explicaciones de su plan maestro que Mark Easterbrook -cuya creación se debe casi enteramente a Sarah Phelps- y su conducta egoísta que lleva a abrazar creencias que antes consideraba supercherías con tal de salvarse. Los fans de Lady Agatha vuelven a tener una cita (aunque los excesivamente fieles quizá no se encuentren a gusto con las modificaciones made by Phelps).