‘El quinto mandamiento’: el asesino del Imserso
La serie reconstruye los crímenes reales que cometió Ben Field, que se hacía pasar por un estudiante religioso.
De las producciones británicas, especialmente de aquellas que van mataselladas con el logotipo de la BBC, uno admira su precisión narrativa, la mayor parte de las veces asociada a una concisión que no atiende a modas como no atendía a las viejas imposiciones que orquestaban las parillas de otras cadenas -públicas y privadas- del resto del mundo.
El único motivo para que The virtues (Shane Meadows, 2019), Condena (Jimmy McGovern, 2021), Life after Life (Batsheba Doran, 2022) o Nolly (Rusell T. Davies, 2023) duren lo que duran son sus presupuestos dramáticos. Las historias dan para lo que dan y lo demás —por mucho que las justificaciones se pongan el disfraz de la profundidad (conocer más a los personajes, explorar el contexto y demás zarandajas)—, es filfa.
Y ahí están la última temporada de Fargo (Noah Hawley, 2023) o Monarch: Legacy of Monsters (Chris Black & Matt Fraction, 2023) para corroborar que ni el talento de Noah Hawley ni la coartada del entretenimiento pueden doblegar el arco dramático de un personaje cuando éste es demasiado largo.
Hay, reconozcámoslo, un gran número de series alargadas de manera innecesaria, por eso los cuatro episodios de El quinto mandamiento (Sarah Phelps, 2023) son una bendición (la tienen en Filmin desde el pasado 13 de febrero).
Si en Un escándalo muy británico (2021) Sarah Phelps ya demostraba que, como narradora, daba para mucho más que para seguir revisando la obra de Agatha Christie— ha adaptado Diez negritos, Testigo de cargo o El misterio de Pale Horse, entre otras— su nueva apuesta seriada lo confirma, al tiempo que impugna las tendencias que se han apoderado de un subgénero como el true crime.
Y lo hace apartándose de ese modelo documental enfermo de sensacionalismo y dominado por las formas del reportaje para abrazar la dramatización de unos hechos reales sobrecogedores, tristes y desasosegantes.
Esta es la historia de Ben Field (Éanna Hardwicke), un estudiante y aspirante a vicario que cortejó, manipuló y envenenó hasta causarle la muerte a Peter Farquhar (Timothy Spall), un veterano profesor jubilado que seguía dando conferencias en la universidad de Buckingham.
No fue su único crimen. Tras eliminar a Farquhar replicó la misma estrategia con la vecina de este, Ann Moore-Martin (Anne Reid), mujer solitaria de avanzada edad que residía en la localidad de Maids Moreton.
En lugar de demorarse en el repaso morboso de las técnicas de seducción que envolvían la comisión de los crímenes perpetrados por Field —cuyas víctimas eran personas mayores, vulnerables y sentimentalmente accesibles, como si las eligiese cruzando el censo del barrio y la lista de inscritos en el Imserso— la guionista británica elabora un análisis de perfil clínico sustentado por una metódica disposición del material extraído de la realidad.
Si la presencia del sociópata calculador es la constante de la serie, cada uno de los cuatro episodios se centra en un personaje/suceso.
Así, el primero se ocupa de Peter, el segundo de Ann, el tercero de la investigación y el cuarto del juicio. Pese a contar con una trama horizontal, su estructura es acumulativa: en cada capítulo se nos introducen nuevos personajes que serán decisivos para el desarrollo de la historia y que irán engrosando el corpus de una narración coral.
Para que eso funcione, Phelps se entrega a un minucioso diseño de caracteres. Pensemos, por ejemplo, en las presentaciones del inspector jefe Mark Glover (Jonathan Aris) y del fiscal Oliver Saxby (Rick Warden).
Por más que asuman un papel secundario en la organización narrativa general, los capítulos tercero y cuarto son, respectivamente, sus episodios, por eso aparecen al principio y sus aportaciones serán decisivas.
Glover llega a la comisaria enfundado en un traje de cuero y subido a lomos de una imponente BMV. Cruza el aparcamiento y vemos su silueta enrejada por una especie de valla hasta superarla y un ocupar un espacio despejado (¿acaso no será él quien resuelva un caso intrincado y traiga la claridad?).
Después le veremos vestido de traje, desarrollando su labor policial y sabremos que le queda menos de un año para dejar su puesto. Cuando descubra qué hay detrás de la investigación que encabeza, no solo aplazará su marcha, sino que se dejará sus días y sus noches para atrapar al asesino: sus dos indumentarias ya nos decían que estábamos ante un policía concienzudo, pulcro y ordenado; también ante un tipo duro.
El cuarto episodio arranca con el ‘Stabat Mater’ de Pergolesi sobrevolando una secuencia de montaje en la que se nos muestra a los personajes principales justo cuando el juicio está a punto de iniciarse.
El fragmento se cierra con la entrada del fiscal Saxby a las dependencias judiciales, donde se nos revelará que la pieza que suena es la que él está escuchando a través de sus auriculares: de música extradiegética a diegética, una manera sutil de señalar que la actuación del abogado marcará el devenir del resto de los implicados, todos ellos envueltos por las voces de poema medieval musicado por el compositor italiano a mediados del siglo XVIII.
Añadan a ello la tenacidad que muestra Saxby en su encuentro privado con la defensa y entenderán tanto su importancia en la resolución del caso como sus métodos para que el joven asesino termine pidiendo el carnet de jubilado desde detrás de unos barrotes.
A esa exactitud en el diseño de personajes súmenle un brillante uso de la elipsis para concentrar la narración, pero, también, para insertar puntos de giro que rompen las expectativas (y las fibras sensibles) del espectador (el salto entre los capítulos uno y dos, con Peter saliendo, libre y sano, del asilo al final del piloto y la celebración de su funeral al inicio del segundo episodio).
Ese proceder sistemático y ágil al que se entrega Phelps no renuncia a las emociones —es esta una historia tristísima— a lo que ayudan las brillantes actuaciones de dos pesos pesados de la escena británica como Timothy Spall o Anne Reid, y la frialdad robótica que Éonna Hardwick le insufla al rictus del homicida.
Es, sin embargo, en los rostros de los familiares directos — la iracunda sobrina de Ann que encarna Anabel Scholey y el hermano de Peter (Adrian Rawlins), alguien que se pasó dos años pensando que éste había muerto por abusar del alcohol— donde se detectan las consecuencias de la injusticia vista como la suspensión de un tiempo que, sin embargo, no para de correr.
A todo ello contribuye la dirección de Saul Dibbs, aunque podría haberle sacado más partido a la parte judicial en la que abusa del contrapicado para retratar tanto a acusados como a víctimas y declarantes, lo que resta fuerza al recurso y, sobre todo, impone una igualación que no se da desde el punto de vista dramático (toda la elocuencia que transmite el picado final con el que encapsula a Field tras la sentencia se echa en falta a lo largo de la vista).
En todo caso, el director de La duquesa (2008) deja rastros de su buen hacer en cada episodio. En el primero utiliza un espejo (foto 2) para fragmentar el rostro de Ben y mostrarnos su personalidad perturbada (estamos ante alguien que, literalmente, tiene dos caras).
Los espejos se utilizarán en el segundo episodio para deformar el hogar de Ann (foto 3), como si la presencia del amante/asesino y la dieta que impone a sus cautivas parejas contaminase el espacio y lo convirtiese en un entorno siniestro (hay también un montaje por asociación —taza de té seguida de un cuadro con la foto de Ben que reposa en la mesilla de la anciana— que nos indica el método de envenenamiento sin necesidad de más información).
En el capítulo tercero vemos a Martyn (Connor MacNeill), el compinche inocentón de Ben, entrando en un coche policial profusamente enrejado, mostrando su situación de debilidad, algo que quedará refrendado en el episodio 1.04 cuando lo vemos entrar a la corte en una composición (foto 4) que insiste en su posición de inferioridad (él, como bien se explica en el prólogo de ese mismo episodio, también es una persona necesitada de afecto, otra víctima perfecta para los anhelos de Ben).
Y, por último, en el capítulo final veremos los estragos que ha causado el proceso en el matrimonio que forman Simon (Ben Bailey Smith) y Ann-Marie (foto 5) con esa ventana que rompe en dos una pareja a la que la investigación y el juicio han dividido (la secuencia prosigue con un juego cortantes de planos y contraplanos, cuando no de luces y sombras que refuerza esa división entre ambos). Todo eso en cuatro episodios. A veces (muchas veces), menos es más.