Montgomery Clift: la vida en siete minutos
Él era un ángel perdido, su prematura decadencia no pudo borrar esa inocencia que siempre le acompañó.
¿Cuánto tiempo hace falta para expresar los complejos meandros de una vida? No desdeño la vastedad, pues a veces es necesaria. No creo se pueda suprimir una de las casi tres mil páginas que componen En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, sin menoscabar su belleza.
Cada página es como el vitral de una catedral: frágil, irremplazable, única. Sin embargo, a veces solo es necesaria una imagen o una breve secuencia de tiempo para mostrar lo esencial. En 1961, Montgomery Clift solo necesitó siete minutos para sacar a la luz la fascinante conjunción de sensibilidad, inteligencia y vulnerabilidad que bullía en su interior.
Solo tenía 40 años y apenas le quedaban otros cinco de vida, pero el accidente de coche sufrido en 1956, las crisis depresivas recurrentes y la adicción al alcohol y las pastillas, habían provocado que su apariencia no se correspondiera con su edad.
Su aspecto no era el de un hombre relativamente joven, sino la de alguien que ya había iniciado el declive asociado a la vejez. Stanley Kramer lo había seleccionado para interpretar en ¿Vencedores o vencidos? (Judgment at Nuremberg) al desdichado Rudolph Petersen, sometido a esterilización forzosa por una supuesta discapacidad psíquica. Apenas se necesitó maquillaje para crear la sensación de una existencia en ruinas. Monty no solo había envejecido de forma prematura. Además, su mente se había hundido en el caos.
Incapaz de memorizar el guion, se confundía una y otra vez o se quedaba atascado en un silencio doloroso, como si no lograra sostener el flujo de su voz. Kramer resolvió la situación, indicándole que improvisara, que se olvidara del guion y dijera lo que considerara más adecuado para responder al acoso del fiscal Hans Rolfe, un despiadado Maximilian Schell empeñado en demostrar su condición de “minusválido” para justificar la esterilización forzosa, una cruel intervención quirúrgica contemplada en esas fechas como una media perfectamente legal en democracias como Estados Unidos.
Monty siguió las instrucciones de Kramer e hizo una interpretación memorable. En siete minutos visibilizó los abismos interiores más sombríos y el dolor psíquico más implacable. En sus balbuceos se apreciaban las ilusiones frustradas, las flaquezas y los miedos de un actor que nació en el seno de una familia acomodada, pero marcada por la insatisfacción y la infelicidad.
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Su madre, a la que llamaba “Sunny”, se había casado con un próspero banquero, pero el bienestar material no logró aplacar la tristeza que le produjo descubrir a los dieciocho años su condición de hija adoptiva. Sus padres biológicos pertenecían a la aristocracia del Sur y, pese a su insistencia, se negaron a reconocerla como parte de su linaje.
“Sunny” intentó inculcar en sus hijos el sentimiento de orgullo de pertenecer a una clase superior, pero la crisis del 29 hundió la economía familiar y sus fantasías se revelaron particularmente dañinas, sembrando en su entorno una sensación de pérdida y decadencia. Mediocre estudiante y con problemas de integración en el colegio por su carácter inseguro e introvertido, Monty se sintió atraído por el teatro y a los trece años logró debutar en un escenario de Broadway.
En 1948, apareció por primera vez en una pantalla de cine en Los ángeles perdidos, de Fred Zinnemann y, poco meses después, se convirtió en una estrella con su papel de cowboy en Río Rojo, de Howard Hawks, protagonizada por John Wayne, que nunca ocultó el desprecio que le inspiraba su compañero de rodaje.
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En una entrevista, el “Duque” describió a Clift como un “pequeño bastardo arrogante”. Un hombre que alardeaba de ser “feo, fuerte y formal” no podía congeniar con un joven de una belleza casi femenina, un carácter neurótico e inclinaciones homosexuales. Sin embargo, esa antipatía no impidió que Clift realizara una interpretación inolvidable.
Acompañado por la bellísima Joanne Dru, logró crear a un personaje lleno de matices y ambivalencias, abocado a una áspera lucha interior entre sus afectos y sus convicciones. La profundidad psicológica que imprimió a Matthew “Matt” Garth, dividido entre la gratitud, el deber filial y la rebeldía ante la injusticia y el abuso de poder, contribuyó a que Río Rojo adquiriera muy pronto el reconocimiento de clásico indiscutible.
En La heredera (William Wyler, 1949) fue un seductor sin escrúpulos y En un lugar en el sol (George Stevens, 1951), un arribista que no retrocedía ante el crimen para realizar su sueño de prosperar socialmente. Monty nunca me pareció creíble como villano y por eso comprendo que Elizabeth Taylor le quisiera tanto después de conocerle durante el rodaje de Un lugar en el sol.
Las revistas hicieron circular la idea de que había surgido un romance entre ellos, pero Clift no se sentía atraído por las mujeres y solo se trataba de una profunda amistad. El cariño incondicional de Taylor se puso de manifiesto en 1956 cuando Monty sufrió un accidente de coche. La actriz organizó una fiesta y Clift acudió de mala gana, pues odiaba la vida social.
En esa fecha, ambos participaban en el rodaje de El árbol de la vida, una cinta de Edward Dmytryk que pretendía emular el éxito de Lo que el viento se llevó, pero de escaso mérito artístico. Monty abandonó la fiesta a las pocas horas y se estrelló contra un árbol tras salirse de la carretera. Liz acudió al lugar del accidente y accedió al interior del vehículo por la luneta trasera. Le salvó de morir ahogado, extrayéndole tres dientes que se había incrustado en su tráquea y no permitió que los periodistas sacaran fotografías de su rostro desfigurado.
Monty hizo dos grandes interpretaciones antes del accidente. En Yo confieso (Alfred Hitchcock, 1953), encarnó al padre Logan, un sacerdote atormentado por la necesidad de respetar el sacramento de la confesión, pese a que su silencio le convierte en sospechoso de un crimen.
Clift muestra de forma muy convincente la angustia asociada a quedar atrapado en un callejón sin salida por razones de conciencia. En De aquí a la eternidad (Fred Zinnemann, 1953), Monty es el soldado Prewitt, un ex boxeador que dejó ciego a un adversario en un combate y no quiere volver a ponerse los guantes. No es muy convincente como púgil, pero sí como amigo del soldado Maggio (Frank Sinatra), un italiano enclenque, bocazas y con propensión a meterse en líos.
Cuando Maggio muere por culpa de los malos tratos del sargento “Fatso” (Ernst Borgnine), Monty interpreta el toque de silencio con lágrimas en los ojos, transmitiendo una aguda sensación de tristeza e impotencia. Actor del método, obsesivo y minucioso hasta la exasperación de los directores, aprendió a boxear y a tocar la corneta para interpretar al soldado Prewitt. No fue algo excepcional, pues ya había aprendido a montar a caballo para hacer de cowboy en Río Rojo.
En Vidas rebeldes (John Huston, 1960), ya era un hombre destrozado, un inadaptado, tal como reza el título original de la película, The Misfits. Marilyn Monroe, otra inadaptada, comentó que el sufrimiento interior de Clift superara al suyo, lo cual le parecía imposible, pues llevaba años hundida en una depresión con tendencias suicidas.
Un año antes, Monty había intervenido en De repente el último verano gracias a la mediación de Liz Taylor, pero sus problemas para memorizar el guion y su conducta imprevisible impacientaron de tal modo a Joseph L. Mankiewicz que intentó despedirlo. Taylor y Katharine Hepburn se opusieron violentamente.
Hepburn llegó a escupir en la cara al director por la forma en que trataba a Monty, humillándole constantemente con comentarios despectivos. En Vidas rebeldes, Clift, que interpreta a un cowboy ambulante especializado en rodeos, parece un perro apaleado y abandonado en una cuneta. Siempre me ha conmovido la escena en que apoya la cabeza en el regazo de Marilyn, tras ser pateado por un toro. El desamparo de su personaje es un fiel reflejo de su tremenda vulnerabilidad.
Desde su accidente, Clift abusaba del alcohol, los analgésicos y otras sustancias. A los cuarenta años, parecía un anciano. Sumido en una profunda depresión, apenas comía, pues había contraído una disentería amebiana en México y su estómago apenas toleraba los alimentos. Sobrevivía a base de huevos, zumo de naranja y algo de carne. Su declive fue “el suicidio más largo de la historia de Hollywood”, según su profesor de teatro Robert Lewis.
Monty siempre había sido extravagante. Le gustaba comer con el plato en el suelo, conducía un coche viejo y barato, su armario ropero estaba medio vacío y la única decoración de su apartamento de Nueva York era la radiografía de un cráneo. Su frágil equilibrio mental se desplomó definitivamente después del accidente.
En un restaurante, se ocultó debajo de una mesa y se cubrió la cara con mantequilla tras ser abordado por unos clientes que le pidieron un autógrafo. El oficio de actor consiste en exhibirse ante las multitudes, pero él parecía querer desaparecer, desdibujarse y borrarse como un mal sueño.
Se ha especulado que el malestar psíquico de Monty procedía de una homosexualidad mal digerida, pero todo sugiere que asumió sus inclinaciones con bastante naturalidad. Dicen que su madre advirtió enseguida su identidad sexual, sin hacerle ningún reproche.
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Clift rechazó la posibilidad de seguir el ejemplo de Rock Hudson, que se había casado por contrato para ocultar su condición de gay. Monty convivió con varias de sus parejas masculinas en su apartamento de Nueva York y siempre contó con el afecto y la comprensión de su familia. Hollywood aceptó su homosexualidad, pero no soportó su desorden interior.
En 1962, interpretó a Freud en una película de John Huston. Su comportamiento caótico y sus reiteradas ausencias provocaron que los grandes estudios descartaran definitivamente volver a contratarlo. Aún protagonizaría un último film, El desertor (Raoul Lévy, 1966), una cinta de serie B ambientada en la Guerra Fría. Su deterioro era tan agudo que muchos aventuraron que no viviría hasta el fin del rodaje.
Elizabeth Taylor logró que se le contratara para protagonizar Reflejos de un ojo dorado, un film que dirigiría John Huston, pero la noche del 23 de julio de 1966 falleció en su apartamento de Nueva York. Lorenzo James, su amante, cuidador, secretario y confidente, lo encontró a la mañana siguiente, ya sin vida. Solo tenía 45 años. Se había marchado a la cama a leer, desechando la sugerencia de su amante de ver un pase televisivo de Vidas rebeldes.
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La autopsia atribuyó la muerte a un infarto agudo de miocardio. Su cuerpo estaba muy debilitado por la adicción al alcohol y las drogas, pero también por la disentería, la colitis crónica y la tiroides hipoactiva. Liz Taylor se encontraba en Europa participando en una película y no pudo acudir al funeral, pero envió un gran ramo de rosas. Sí asistieron al sepelio Frank Sinatra y Lauren Bacall, visiblemente afectados.
En Los ángeles perdidos, Clift interpretaba a un soldado estadounidense que ayudaba a encontrar a su madre a un niño judío superviviente de un campo de exterminio nazi. Se trataba de un filme de atmósfera neorrealista rodado entre los escombros de la ciudad de Núremberg. Monty aportaba ternura y delicadeza al personaje con su mirada húmeda y melancólica.
En realidad, él también era un ángel perdido, como se aprecia en los siete minutos de ¿Vencedores o vencidos?, cuando la edad y los excesos habían destruido su apariencia juvenil. Su prematura decadencia no pudo borrar esa inocencia que siempre le acompañó. La inocencia de las criaturas caídas en un mundo áspero, frío y poco compasivo.