Javier Tomeo, muerte y soledad
El hombre bicolor (Anagrama) es uno de los libros póstumos del aragonés Javier Tomeo (1932-2013) y posee todos los rasgos conocidos y reconocibles de ese creador en verdad singular y excepcional, puesto que muy pocos escritores españoles, de antes y de ahora, han cultivado su terreno, inquietante mezcla de realismo y fantasía que, a veces, provoca la extraña sensación de estar ante una manifestación de metaliteratura.
Hermógenes, el protagonista y narrador de El hombre bicolor (aquí puede leer el comienzo), vive entre la dualidad, la escisión y la esquizofrenia, representante cercano de la figura del “doble”: tiene un ojo azul celeste y otro verde esmeralda, metáfora de la existencia dentro de sí de dos “yos” que se materializa al establecer diálogos con un “alter ego” que habita dentro de él.
Su profesión, en el imaginario país de Burgundia, quizás centroeuropeo, a fines del siglo XIX, es la de Inspector de Segunda Categoría del Cuerpo Especial de Recaudadores Comarcales, cometido que, desde su mismo enunciado, evoca la posibilidad de una grisura funcionarial y oficinesca propicia, según el tópico literario, a protagonizar una peripecia que no puede dejar de definirse como kafkiana.
En efecto, el tal Hermógenes llega en misión laboral a la pequeña ciudad gótica de Boronbourg y, tras constatar que nadie ha acudido a recibirle en la vacía estación, comprueba que la población está desierta, que sus habitantes la han deshabitado. Al borde también de una inmersión en la atmósfera del absurdo existencial, Hermógenes, en las semanas siguientes, inasequible a la desesperación desde la habitación de un hotel igualmente abandonado, entrará en contacto con sus inoperantes y espectrales superiores, mientras sólo puede identificar como rastros de vida el ladrido de un perro móvil, el sonido de una campana y la voz al teléfono de un empleado del municipio que le reitera que “aquí no hay nadie”.
A través de Hermógenes, Tomeo nos divierte y nos angustia con sus descabelladas especulaciones sobre la indescifrable naturaleza y los presuntos porqués de lo que está sucediendo –que es más bien nada-, mientras recuerda a su grotesca tía Rosamunda –trasunto progresivamente esperpéntico de una inexistente madre- y, como dije, entabla conversaciones de acompañamiento y análisis de la descabellada situación que está padeciendo con su otro yo.
Es una novela corta, ¿pero es demasiado larga? Pocas novedades hacen avanzar la acción, pues el sentido del relato radica, en cierto modo, en su agobiante estancamiento. Con un planteamiento así, sólo la pericia de un escritor como Tomeo puede proporcionar animación a una foto casi fija: con sus divagaciones, con sus disparates, con su humor, con su prosa bella y precisa, de frase corta, que tan pronto aterriza sobre vulgares dichos y consideraciones populares como sobrevuela sobre un paisaje conceptual culto que, plásticamente, podría tener analogías con el surrealismo de un Magritte o con la pintura metafísica de un De Chirico.
Cuando Hermógenes llama al ayuntamiento, se encuentra con la misma respuesta del funcionario fantasmal: “Aquí no hay nadie, aquí no hay nadie”.
Es más que una obra sobre un perturbador e imaginativo episodio de soledad. Obvio. Javier Tomeo sólo ha podido querer decir que siempre estamos solos, que nunca hay nadie en el decorado de nuestra existencia. Que también, e incluso, nosotros mismos somos Nadie. Vivos o muertos, ¿cómo saberlo?