Tengo una cita por Manuel Hidalgo

'El diagnóstico' de Edith Wharton

10 junio, 2014 13:23

[caption id="attachment_463" width="150"] Edith Wharton[/caption]

Voy leyendo con mucho gusto los cuentos largos o novelitas cortas de Edith Wharton (1862-1937) que se vienen publicando últimamente con regularidad. Después de El día del entierro (Rey Lear) y La solterona (Impedimenta), ahora acaba de aparecer El diagnóstico (Rey Lear).

¿Con mucho gusto? Sí. La escritura de la neoyorquina es de una precisión admirable, sus argumentos atrapan y sus atmósferas conforman un espacio en el que el lector queda retenido. Pero al gusto se suma cierta tribulación y no poco agobio –como en un relato de suspense-, pues Wharton tiene una visión oscura y pesimista de sus personajes y de la vida misma.

Sabemos, como recuerda en su prólogo la traductora Susana Carral, que Wharton denunció los usos y costumbres de la alta burguesía en la que nació, se crió y se desarrolló y que, tal vez a consecuencia de un matrimonio muy infeliz y desafortunado con un banquero, deploró los comportamientos que ella consideró típicamente masculinos –falsos, egoístas, autoritarios-, aunque tampoco se olvidó –léase La solterona- de las miserias femeninas, que en buena parte achacaba, eso sí, a la institución familiar y a las redes tejidas por los varones.

En El diagnóstico, un acomodado Paul Dorrance, de 49 años, propone al fin la boda a Eleanor Welwood, su amante durante más de una década. La mujer, casada hasta hace muy poco con otro hombre, ha ido envejeciendo en la distancia señalada por la conveniencia de Paul, que no deseaba ni la convivencia –“la continuidad despiadada del matrimonio”- ni el compromiso.

Pero a Dorrance le ha sido diagnosticado un cáncer, y ahora, aunque sólo la quiera como “amiga” y piense que está “marchita”, se ve incapaz de afrontar su miedo y su soledad en el corto recorrido que le separa de la muerte. Por eso le propone a Eleanor el matrimonio, que ella acepta con gozo de generosa enamorada. La narración, sin embargo, nos deparará alguna impresionante sorpresa.

Wharton, ciertamente, es implacable con su personaje masculino, adornado con los peores y más despreciables defectos. Es implacable y también cruel pues le reserva en justo castigo –cabría decir- no pocos sufrimientos.

No obstante, y ocupando la peor patología masculina un lugar central en El diagnóstico, hay otro asunto que no tiene menor relevancia y, acaso, la tenga mayor: la muerte. La muerte en sí misma, como horizonte seguro, y la muerte vista en relación a la vida que se ha vivido. Edith Wharton tenía cerca de setenta años cuando escribió El diagnóstico, y cabe pensar que su posible no muy lejano fin –murió siete años después- le hiciera plantearse algunas cuestiones sobre la vida y la muerte, y lo hizo con un remarcable y angustioso vuelo filosófico existencialista.

Véase este párrafo referido a Dorrance: “Había cometido la estupidez de no vivir plenamente su vida, de clasificarlo todo, de distinguir entre unas cosas y otras, de verlas en perspectiva, de elegir, de sopesar. Cuando sólo había tiempo de tomar la vida y bebérsela de un trago –antes de que el cáliz que la contenía se quebrase-, ¡Santo Dios!, mientras su garganta aún fuese capaz de tragar”.

Surge, pues, la tardía apelación al “carpe diem”, a vivir con plenitud cada instante, a no desperdiciar ni un momento para encontrar el placer y la felicidad, apelación unida a un recuento de los errores cometidos, de las oportunidades desaprovechadas, de las jerarquías mal establecidas. Conocemos esa vieja invitación a bebernos la vida, pero también conocemos otros deberes y requisitos bajo los que construimos una vida en la convicción de que sólo así merece tal nombre. O de que son inevitables. Y en ésas estamos…

Detalle de 'Money makes the world goes around' (2012), de Carlos Aires. ©ADN Galería

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